Las imágenes muestran la llegada de un barco y mucha gente saludando. La voz engolada del locutor del noticiero Sucesos Argentinos arroja un lugar común tras otro para resaltar la hazaña de Delfo Cabrera: “Los pañuelos agitados al viento saludan a los bravos muchachos criollos que demostraron en Londres el valor del deporte nacional. Una compacta muchedumbre le testimonia el reconocimiento del pueblo argentinos que supo aquilatar el esfuerzo de esta juventud que enfrentó con éxito a rivales de Europa y América". Cambio de imagen y el locutor sigue ceremonioso: ”Delfo Cabrera, el humilde bombero que deslumbró a Europa en el final electrizante de la maratón, es agasajado en el Departamento Central de Policía” .

Año 1948, primer gobierno de Juan Domingo Perón, buenos vientos empezaban a soplar en el deporte con el apoyo estatal. Cabrera, que ya simpatizaba con el movimiento, se hizo más peronista con los honores y el regalo de una casa en Sarandí para él y los otros maratonistas. El 7 de agosto de 1948 aquel muchacho fortachón, de bigote tupido, que representaba más que sus 29 años, se había consagrado campeón olímpico en el mítico estadio de Wembley. Un antiguo video que se conserva muestra un final de película. El belga Etienne Gailly con el numero 252 entra en primer lugar al estadio, a los tropezones, extenuado, a punto de desmoronarse. Unos segundos después los 70 mil espectadores se sacuden con la aparición en escena de otro atleta, en marcha firme y segura, el número 233: Delfo Cabrera. Erguido, a tranco firme, pasa como si nada a Gailly y con la sonrisa abierta completa los 42 kilómetros 195 metros de la maratón en 2h 34m 51s. “Cabrera , argentino, Cabrera argentino, ganó la maratón”, grita al borde de las lágrimas, el recordado periodista Washington Rivera que trasmitía en vivo, para la radio. La expresión “más rápido que un bombero” cobró más sentido que nunca en aquel glorioso día del deporte argentino.


Cabrera nació en Armstrong, un pueblo santafesino de apenas dos mil habitantes, a 90 kilómetros de Rosario, el 2 de abril de 1919. Fue el cuarto de seis hijos de Claro Cabrera y Juana Gómez. Quisieron anotarlo como Delfor, pero el empleado del registro civil se equivocó y quedó Delfo para siempre. El día que nació, su padre plantó un naranjo, una ceremonia repetida ante la llegada de cada hijo. De familia humilde, Delfo solía recorrer las polvorientas calles de su pueblo cubriendo la distancia que separaba su hogar (“La casa de los Naranjos”, decían los vecinos) de los lugares en los que conseguiría alguna changa. Así se fue forjando su futuro de corredor. Cuentan que en su infancia Cabrera solía decirle a su madre: “Yo voy a ser como Zabalita”, por Juan Carlos Zabala, quien se había consagrado campeón olímpico en Los Angeles, curiosamente también un 7 de agosto. Sus progresos como atleta lo llevaron a Buenos Aires. Lo federaron en San Lorenzo de Almagro y, bajo las ordenes de Francisco Mura, tal vez el más brillante maestro del atletismo nacional, empezaron a llegar las conquistas locales, sudamericanas y panamericanas.

No participaba en competencias de largo aliento, sus actuaciones regulares no pasaban de los 10 kilómetros y no tuvo mucha suerte en la maratón de El Gráfico de fines del 47, porque se acalambraba seguido, pero siguió entrenando con tenacidad porque quería ser parte del equipo olímpico del año siguiente. En una de las pruebas selectivas llegó segundo detrás del fondista mendocino Eusebio Guiñez, y entró. Ellos dos más el porteño Armando Sensini fueron los elegidos para la maratón. Los calambres eran producto de su mala alimentación y la imposibilidad de una rutina adecuada porque a veces, en su trabajo de bombero, debía cumplir turnos de 24 horas. Tres semanas en barco no eran lo más indicado para mejorar la preparación de los tres argentinos inscriptos en la maratón. Las tibias esperanzas de una medalla estaban puestas en Guiñez y Sensini cuando se largó la carrera, con 41 participantes, a las tres de la tarde de un día infernal. El consejo de Francisco Mura para Cabrera fue que no forzara la marcha, que no se dejara llevar por el impulso de ser un corredor acostumbrado a las distancias cortas. Cumplida la mitad de la prueba lideraba el belga Gailly y los tres argentinos se entreveraban en el pelotón de escoltas. Guiñez se fue quedando, Sensini también y Cabrera se dio cuenta en los tramos finales que podía acariciar una medalla. El belga le llevaba treinta metros de ventaja cuando entró al estadio, pero él ya se había dado cuenta que era posible y cuando sobrepasó la línea de su rival se sintió más entero que nunca y se fue derechito hacia su destino de gloria. Unos minutos más tarde pudo abrazarse con Guiñez que terminó quinto y con Sensini que alcanzó el noveno lugar. Tres argentinos en los primeros diez puestos, una postal irrepetible.

Cabrera con el número 233 en el pecho, cifra inmortalizada para el deporte argentino.

Cuatro años más tarde, el campeón fue el abanderado de la delegación en Helsinki y en la maratón bajó ocho minutos su marca, pero terminó sexto en la prueba que ganó el checo Emile Zatopek, la “Locomotora Humana”. El sueño de participar de los Juegos de Melbourne en el 56 se lo truncó la autodenominada Revolución Libertadora del 55.  Y como estaba tan identificado con el peronismo además de proscribirlo como deportista, primero lo dejaron cesante en su trabajo y luego lo confinaron a una tarea de pincha papeles en el Jardín Botánico. Con los años se recibió de profesor de educación física y acomodó un poco sus días, pero siempre con el gusto amargo de haber sido marginado durante años.

Murió trágicamente, un día como hoy, el 2 de agosto de 1981, en un accidente automovilístico en el kilómetro 187 de la Ruta 5 cuando regresaba de un homenaje en la ciudad de Lincoln. Dijeron que el choque había sido provocado por una mala maniobra suya, pero la causa se reabrió en democracia y quedó claro que todo había sido responsabilidad de un funcionario de la dictadura.

La medalla de Cabrera fue el último gran logró del atletismo nacional. Diría el locutor de Sucesos Argentinos: “Es menester que lo recordemos como lo que fue, un cabal campeón, que vivirá eternamente en el corazón del deporte argentino”.