Zombi Child

(Francia, 2019)

Dirección y guión: Bertrand Bonello.

Fotografía: Yves Cape.

Música: Bertrand Bonello.

Montaje: Anita Roth.

Reparto: Louise Labeque, Wislanda Louimat, Katiana Milfort, Mackenson Bijou, Adilé David, Ninon François.

Duración: 103 minutos.

Disponible en Google Play y ITunes.

8 (ocho) puntos

Los zombies tienen larga vida por delante, se sabe y el cine lo constata. Estrellas favoritas por estos días, parece que seguirán en el podio. Los muertos vivos tejen una estela de pasos propios, lentos y seguros. No siempre fueron tan vivaces, ya que a veces un tanto esquivos al primer plano, pero a partir del gran George Romero con La noche de los muertos vivos, todo cambió. Entre aquel film de 1968 y el boom The Walking Dead, cómic y serie, se perfiló una tradición renovada y capaz de decir de maneras políticas siempre actuales. Hay películas bellas y recientes, como la coreana Train to Busan o la última de Jim Jarmusch: Los muertos no mueren. Pero ojo, en Zombi Child el asunto es diferente. Diferente y consciente.

La película del francés Bertrand Bonello (Nocturama, De la guerre) da un salto retrospectivo y trae consigo el clima estético de cuando los zombies asustaban como rostros casi inertes, sin movimientos; apenas alusiones a un más allá donde quedaron detenidos, así como le sucedía al señor Valdemar según el cuento de Poe. Vale pensar en aquellas películas pioneras, algunas magistrales, al momento de ingresar al mundo de Zombi Child. Entre ellas, White Zombi (1932), con Bela Lugosi, Haití, y el vudú como recurso para hacerse con la mujer ajena. También y sobre todo, I Walked with a Zombie (1943), obra maestra del cine de la dupla Val Lewton/Jacques Tourneur: el clima onírico, la noche pesada y húmeda, la convivencia con un más allá cercano, hacen de este film una de las glorias del cine fantástico. Y también lo aportado por la casa británica Hammer, con títulos de color estridente como The Plague of the Zombies (1966), donde un terrateniente apelaba a la magia negra con los lugareños como víctimas.

Esta vía fantástica, en donde lo cotidiano se altera, se extraña y asume de manera misteriosamente conocida, es el lugar elegido por Zombi Child. El film de Bonello elige una propuesta narrativa dual. Por un lado, sitúa la acción primera en Haití, 1962, cuando un hombre muere en la calle. El secreto de esta muerte que no lo es se revela desde el comienzo. La magia negra ha elegido a este hombre por víctima, así como a otros. Todos, al servicio de algún terrateniente que busca maximizar ganancias. La otra acción transcurre 55 años después en París, en un internado dedicado a niñas beneficiadas por algún familiar con la Legión de Honor.

Las dos historias suceden simultáneas, desde un devenir que consigna un requerimiento mutuo. Entre el pasado y el presente parisino, se entretejerán ramificaciones que buscan una sutura. A la vez, en el internado son otras dos las historias que se entretejen, entre Fanny (Louise Labeque) y Mélissa (Wislanda Louimat). La primera, enamorada, cuenta los días que la separan del reencuentro ansiado; el internado es estricto, los horarios y el uniforme lo consignan. Mélissa, por su parte, es haitiana. El contraste social dice tanto como el color de piel. ¿Por qué una haitiana bendecida con la Legión de Honor?

Por la noche, una hermandad inventada por estas adolescentes se reúne en secreto, en los mismos lugares detentados por profesores, para contar otras historias. Allí es invitada Mélissa. Los secretos de esta niña de piel morena seducen a las demás. En ella hay algo diferente. Conocido y repelido. Si Mélissa es en quien se cifra el misterio, Fanny es quien se propone la tarea de desentrañarlo. Como si fuese un comportamiento inevitable, dictado por algo más que lo que ellas entenderían, proveniente de historias pasadas. Un contraste que se requiere, en una edad donde el descubrimiento sexual opera urgente. En este sentido, y de modo nada casual, la clase en donde el film repara de manera primera está dedicada a la responsabilidad histórica, al rol que cada uno de los antepasados ocupó en ese devenir y en cómo aquellos actos encuentran asidero actual. En suma, casi un manifiesto por de parte de la película.

De este modo, es la historia de Mélissa la que se vincula con la del protagonista del relato alterno, su abuelo. El antepasado obligado y explotado, separado de su cotidianeidad para cumplir órdenes ciegas. Pero en él sucedió algo. Se despertó y vagó de forma imprevista. Su caminar sin rumbo aparente, en contacto con la naturaleza, le llevará por un sendero que la historia de la nieta se encargará de completar. De esta manera, se cuelan referencias al comportamiento político de Francia, la sujeción y explotación de colonias, y el nombre de Napoléon que condensa libertades y traiciones, fundador a la sazón de esta escuela de niñas privilegiadas.

Aquél zombie despierto, vuelto al mundo lúcido y consciente, es Clairvius Narcisse. Su nombre también fue parte de La serpiente y el arco iris, la película de Wes Craven. Entre la verdad y la ficción inherente a los relatos, Zombi Child logra una entidad propia. Porque más allá de cuán cierto sea el relato de Narcisse, lo cierto es el contexto de humillación y explotación en el cual vivió. Un análisis social que culminará en la misma Legión de Honor como un merecimiento que brilla mucho pero oculta también otras cuestiones. Además, y aquí lo mejor, allí cuando parecería que la película se sostiene desde el andamiaje narrativo referido, no tardará en aparecer el costado fantástico.

En verdad, ese lugar ya está presente en el inicio. En cómo se corta al pez globo para obtener el veneno zombie y se deposita en los zapatos de la víctima el polvito que detendrá el andar. Un saber que está por allí, dando vueltas, portado por algunos y pronto a reaparecer. Así será. Pero 50 años después, cuando Fanny se sienta despechada y quiera para sí al objeto de su amor, sólo presente en sueños cada vez más evanescentes. Como convocar espíritus es una de las situaciones que el cine más disfruta, vale ver de qué manera lo lleva adelante Zombi Child.

Es por todo esto que el film de Bertrand Bonello habita por elección en el fantástico, desde un espíritu afín al de I Walked with a Zombie, entre plantaciones de azúcar de las que huir y un presente en donde atavismos inconfesables aún perduran, mientras dan cuenta de cómo aquél mundo no es otro más que éste, construido sobre inequidades y conveniencias. En otras palabras, un zombie vuelto a la vida no se deja engañar más.