Beanpole 8 puntos
Dylda; Rusia, 2019.
Dirección: Kantemir Balagov.
Guion: Kantemir Balagov y Aleksandr Terekhov.
Duración: 130 minutos.
Intérpretes: Viktoria Miroshnichenko, Vasilisa Perelygina, Andrey Bykov, Igor Shirokov, Konstantin Balakirev.
Estreno: en Mubi.
Inspirado libremente en el libro de crónicas La guerra no tiene rostro de mujer, de la ganadora del premio Nobel Svetlana Alexiévich (la misma autora de Voces de Chernóbil, origen de la popular serie de HBO), el segundo largometraje del ruso Kantemir Balagov lo confirma como uno de los realizadores sub-30 más talentosos en actividad. Estrenada el año pasado en el Festival de Cannes y realizada cuando Bagalov tenía apenas 27 años, la potencia, inteligencia y sensibilidad de Beanpole se acercan a las que podrían esperarse de un cineasta más experimentado, pero la madurez –en este caso, al menos– no parece ser una cuestión de edades biológicas. Luego de Tesnota (2017), este exalumno de Aleksandr Sokurov (ver entrevista aparte ) conjura en pantalla las consecuencias físicas, psicológicas y morales de la Gran Guerra Patria a partir del retrato de dos mujeres jóvenes que han regresado del frente de batalla poco antes del final de la conflagración, al tiempo que recupera, en sus poco más de dos horas de duración, esa gran tradición rusa –cultural, literaria, metafísica– ligada a la entrega y el sufrimiento personal en tiempos de excepción.
Iya es muy rubia, tímida y callada, flaquísima, alta y desgarbada. Por esto último todos la llaman Dylda, palabra rusa para designar a alguien de gran altura y torpeza (el título internacional en inglés, Beanpole, equipara esa descripción). No son sus únicas particularidades: las heridas en el campo de batalla no sólo se evidencian en la piel y la carne y la muchacha suele atravesar momentos en los cuales su mente queda completamente en blanco, el cuerpo inmovilizado como si fuera un cadáver en vida. Así la presenta el relato, junto a un grupo de compañeras en el hospital donde trabaja como enfermera, de pie y en posición rígida, como uno de esos palos que ayudan a que una planta no sea quebrada por el viento. Iya tiene un pequeño hijo que no es tal: su verdadera madre es su mejor amiga, Masha, quien a poco de regresar a Leningrado se encontrará con la más triste de las noticias. Iya y Masha son amigas, en un sentido tan hondo como indescriptible, aunque por momentos se asemejan a una pareja de vampiros consumiéndose mutuamente. El de Beanpole es un relato duro y trágico, pero Balagov jamás se desliza hacia el terreno del sensacionalismo o el golpe debajo de la cintura.
“Quiero a un ser humano dentro mío”, afirma en cierto momento la inquieta y movediza Masha, refiriéndose a sus ansiedades sexuales y, al mismo tiempo, al deseo de volver a ser madre. Las “aventuras” de las protagonistas –interpretadas magníficamente por las actrices debutantes Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina– comienzan en ese preciso momento, durante un encuentro nocturno con dos muchachos de la zona. No será el único intento desesperado por gestar una vida. Beanpole es una película sin domesticar, que nunca termina de resignarse a lo que se espera de ella, aunque ese salvajismo controlado tenga puntos de referencia ineludibles. A mitad de camino entre el realismo furioso y un melodrama en carne viva, Balagov recupera genes de clásicos soviéticos como Pasaron las grullas y Alas, de Larisa Shepitko, cruzándolo con las intensidades de un Bergman y un Fassbinder. Referencias cinéfilas al margen, la originalidad del film radica precisamente en una aparente contradicción: su clasicismo no es otra cosa que una descomposición y reconstrucción moderna, a la vista del espectador, de arquetipos y especificidades grabadas a fuego en la memoria histórica y artística.
Más allá de algunos apuntes sobre las diferencias sociales en el comunismo soviético o la discusión sobre la eutanasia –inevitable en el marco de un hospital que recibe constantemente soldados heridos–, la resiliencia femenina como única modalidad posible de supervivencia recorre las venas de Beanpole de principio a fin. Al fin y al cabo, ¿qué es el alma rusa sino una mujer resistiendo, una y otra vez, a toda clase de golpes? Eso parece preguntarse la película, iluminada por la directora de fotografía Kseniya Sereda con una paleta de rojos, verdes y ocres tan fuertes que parecen a punto de estallar, ejemplo de equilibrio entre artificiosidad y registro naturalista. Si, por momentos, esta historia de dolores tan profundos que no pueden transmitirse –apenas exponerse como síntomas sin diagnóstico– alcanza cotas casi alucinadas, lo que descansa en su corazón es el concepto de la fragilidad humana, cuerpo y mente como cascarones corrompibles. A pesar de ello, ahí está Iya, sonriéndole a nadie mientras viaja en tranvía, rebelándose una vez más cuando parecía a punto de sucumbir ante el mundo.