Esta semana me rencontré con mi pasado, encriptado en una computadora de escritorio negra, abandonada en los tempranos 2000. Estaba hacía mucho en desuso --en realidad con un uso alternativo, arrumbada desde hacía años en la entrada, donde apoyábamos en ella las llaves y boletas para pagar-- pero me impulsó la necesidad de que haya un nuevo dispositivo en la casa, para que use mi hijo, cada vez más atareado con consignas escolares. No fue exactamente la caja de Pandora, no había nada demasiado extraño, solo carpetas con documentos de Word y varias de imágenes, con títulos curiosos, o específicos, que un técnico me ubicó en una carpeta en el escritorio con el nombre Vieja PC. Así que un poco para ordenar, nos pusimos a mirar lo que había, sobre todo en la carpeta de imágenes. Lo esperable y a la vez no tanto: reuniones familiares, sobrinos pequeños, cumpleaños, viajes, viejos novios, amigos y muchas con mi hijo bebé. Hay algo fascinante en esa arqueología reciente, descubrir registros olvidados, momentos que parecen volver a la memoria con datos casi perdidos, que en el tamiz de los días van quedando al borde del olvido o cayéndose en él. Tardé en comprender lo que me cautivaba de esas fotografías. No eran tan antiguas, pero sí de una tecnología previa al celular, tomadas con camaritas digitales compactas, que me habían sacado o que había sacado yo. Eran fotos pre selfie. Fotos en las que había mirado a alguien, o alguien me había mirado mí y en ese gesto se escondía la sorpresa de una imagen inesperada. Una foto en la que no se decide cómo se va a salir. En eso casual e ingobernable, me parecía descubrir, había un gesto de amor.

Inmediatamente me acordé de un texto de Mark Strand -- poeta, ensayista y traductor canadiense-- llamado Fantasía sobre las relaciones entre poesía y fotografía, donde muy libremente mira fotos de su familia, las piensa y vincula con poemas. Está en un libro hermoso titulado Sobre nada y otros textos. Empieza describiendo una fotografía en la que están su hermana y él muy chiquitos junto a su madre. La imagen lo sume en una tristeza profunda e inexplicable y se pregunta por qué. “¿Es porque mi madre que nos está abrazando y cuya mano agarro está ya muerta? ¿O es porque parece tan joven, tan feliz y orgullosa de sus hijos? ¿Es porque los tres estamos en ese momento atados por la luz que se esparce en forma idéntica por nuestras caras, uniéndonos, proclamando nuestra unidad en un instante del pasado que fue nuestro y que nadie más puede compartir? ¿O es sólo porque se nos ve un poco anticuados?” Todas esas son buenas razones para sentirse melancólico, pero Strand entiende que el verdadero motivo radica en otro lado: la presencia del fotógrafo, su padre. El protagonista de la foto es él, que existe a modo de ausencia. Es por él que su madre sonríe relajadamente y que ellos dos están por un segundo quietos. Strand, dice, existía allí no para contemplarse hoy, ya adulto, sino para el fotógrafo cuando hizo la fotografía. Dicho de otra manera, él no está posando. Como todo niño, no podía prever el futuro, sino simplemente quedarse quieto un instante para que suceda la fotografía.

Mark Strand habla de las fotos hogareñas, amateurs. Y las diferencia de las fotos del resto del mundo, como si se trataran de dos extremos de la experiencia. Porque en las fotos familiares ocurre algo parecido a lo que Roland Barthes denominó Punctum, algo que posee la imagen, un detalle –un gesto, una mano apoyada en algún lado, una mirada, un viejo saco-- que pincha e inocula en quien observa una reconsideración emocional de lo que ha visto. Una revelación que se impone en nuestra mirada con una intensidad inesperada. Claro que esto no ocurre con cualquier foto familiar, sino con algunas. Hay impedimentos para que esta ensoñación ocurra. Y uno muy importante es precisamente eso que Strand no estaba haciendo en aquella foto: posar.

Hoy que la condición visual de la época está dada por las redes y el imperio de la selfie, me pregunto dónde quedará toda esa cantera de posibilidades. Pienso esto mientras --como todo el mundo-- scroleo incansable el Instagram y repaso esas superficies lisas y perfectamente encuadradas, sin que nada me llame verdaderamente la atención. Justo ahora, en plena e indefinida pandemia, cuando cualquier experiencia que se viva tiene que transformarse en imagen para ser conducida hacia el afuera, porque no hay otro afuera posible que el virtual. Incluso diría que la experiencia se piensa y adecúa a la imagen de antemano, por defecto.

Pero como dice Strand, valorando con esa tristeza suya las fotografías amateurs: es que las fotos posadas se resisten a cualquier tipo de revelación personal, de hecho podría decirse que el posado es precisamente una defensa contra la revelación personal. “Quien posa pretende trascender el clima y el contexto interpersonales de la foto. No quiere que lo descubran siendo diferente de lo que él mismo ha decidido. Quiere que la cámara responda ante una imagen, no ante su yo.” Creo que lo más melancólico de esta certeza es que además en estas fotos, ni siquiera hay otrxs que nos vean posar. La selfie aniquila la mirada amorosa o divertida, la espontaneidad, aniquila la posibilidad de ver cómo alguien nos miró, cómo miramos a alguien, alguna vez.

Me pregunto qué descubriremos, en veinte años, mirando las fotos que nos sacamos con el filtro “belleza facial”, aunque sospecho que no demasiado. Me pregunto qué fotos persistirán, después de tantos cambios de computadora, tantos celulares extraviados. Pienso en esas fotos en las que se ve en el fondo, reflejado en algún vidrio casual, al fotógrafo agazapado tras su cámara. O como una sombra, dibujada en el pasto. Todas esas posibilidades cruzadas, esas miradas inciertas, esos descubrimientos tardíos, esas zonas ciegas de la imagen, que ya no creo que vayamos a recuperar.