Stephen Vizinczey escribe en el prólogo de su libro Verdad y mentira en la literatura una tabla de mandamientos para escritores. La inutilidad de este tipo de leyes es famosa. Sin embargo las hay por decenas. Quizá el más afinado en lo que a la conciencia de la utilidad se refiere, sea el de Juan Ramón Ribeyro, cuyo decálogo concluye ironizando que seguirlo no garantiza un buen cuento y que por eso es importante transgredirlo, o aún algo mejor: inventar uno nuevo.

Un somero repaso al decálogo de Vizinczey obliga a descartar el primer mandamiento (no beberás, ni fumarás, ni te drogarás) y también el segundo (no tendrás costumbres caras), por razones que incluyen la necesidad de contar con algún vicio, incluso alguno caro, como las pipas, los libros o los instrumentos de escritura; promover la práctica del tercero (soñar y escribir y volver a soñar y volver a escribir); juzgar inocuas a la vanidad y a la modestia, o en todo caso hacer de esos dos mandamientos uno solo, al modo borgiano, que se presentaba modesto al lado de los grandes escritores (Dante, Shakespeare), pero desdeñoso frente a los más pedestres. Así las cosas, siempre según la tabla de Vizinczey, habrá que entender esenciales a los mandamientos Sexto y Séptimo en tanto ordenan pensar, leer —y releer— los clásicos; cuestionar severamente el octavo (no adorar a las grandes capitales del mundo en el sentido de su producción cultural) y, por fin, encarnar la escritura en los dos últimos: escribir para complacerse a uno mismo y ser difícil de complacer.

Para seguir la línea de los argumentos basada en la inutilidad y, más aun, en la aporía del arte inútil que al propio tiempo que señala lo vago y lo estéril lo produce en serie y lo constituye en género, me preguntaba sobre las posibilidades de una escritura en estos días que nos tienen como suspendidos. No sé si se ha hecho alguna encuesta entre escritores o si existen estadísticas editoriales para conocer cómo el aislamiento ha contribuido— o no— a la escritura, abarcando también a la lectura como parte del asunto, pero sospecho que en ese plano no nos ha ido bien, que lejos de facilitar las condiciones de producción literaria la pandemia las ha empobrecido, diseminando miles de distracciones— graves o absurdas— pero siempre impostergables, que reclaman desde la nueva realidad y nos demoran en los usos y abusos de las herramientas comunicacionales y en la mixtura entre contemplación y acción.

La crítica literaria (Piglia) suele decir que los dos grandes posibles narrativos, los dos modos básicos de narrar son: el viaje y la investigación. Por ahí seguimos mal. Nadie que no sean los que vayan al destierro o preparen una fuga, puede darse el lujo de viajar por estos días, y todo cuanto se investiga ha sido enteramente acaparado por el lenguaje científico. En un reportaje reciente un actor de telenovelas afirmaba que es imposible rodar la escena de un beso —quintaesencia del género— ya que sería falsa o quizá nostálgica (agrego yo). Así también resultaría un poco falso embarcarse en describir un mundo que no conocemos y sobre el que no hemos puesto adecuada distancia (¡justamente!) para pensarlo, sin la premura con la que salieron de la cocina “las sopas de Wuhan”, aquellos lejanos textos sobre la pandemia que no parecen ya merecer la relectura.

¿Entonces conviene hacer un decálogo para la escritura del presente? Bueno, ya que es inútil, intentémoslo. Pero me perdonarán que, algo escaso de ideas, se me ocurran apenas cinco mandamientos. Eso sí, fundados en alguna autoridad.

1. Escribir poesía. En Secretos de belleza, Jean Cocteau dice que un hombre que pretende sobrevivir sólo piensa en escribir un poema. Además, como todo poeta es póstumo, este mandamiento se presenta bastante alentador para el deseo de trascendencia que debe ser común a toda escritura.

2. Escribir con levedad para hacer pasar el tiempo en la ficción, como enseña Italo Calvino en Seis Propuestas para el próximo Milenio. Claro está que esta enseñanza es mucho más compleja de lo que parece a primera vista, ya que según cuenta el mismo Calvino para hablar de la realidad del presente, tuvo que hacer un largo rodeo hasta llegar a Ovidio.

3. Retorno a la biografía. Barthes en La preparación de la novela dice que la reacción contra el frío de las generalizaciones, abstracciones y todo tipo de discursos gregarios es volver a poner en la producción intelectual a los discursos del “Yo”. Este mandamiento se aplica también a la lectura de la vida de los escritores, y hasta incluye inventarse una vida falsa o escribir alguna que otra obra con el único objetivo— un poco perverso— de ser biografiado.

4. Uso de la dialéctica de la imagen, fórmula que se debe a Walter Benjamin y que consiste en agudizar la percepción allí donde el tiempo se ha detenido y se separa y remite a una realidad de la vida no vivida, a una semejanza que regresa al flujo de la historia re-significada, como si la historia esperara un ajuste de cuentas.

5. No pensar jamás ni escribir nunca sobre “el final”. Todos esos intentos rimbombantes y escatológicos tales como el fin de la historia, el fin de los libros, el fin del mundo, suelen tener un vuelo corto. Desmentidos groseramente por el propio curso de las cosas, dejan en ridículo a sus cultores. Además, esta última es una razón práctica. Sino ¿para qué escribir?

Ahora que releo este humilde quincálogo no lo juzgo tan inútil. No para mí, al menos. No ahora. Cuando el rostro del mundo se presenta tan sombrío y no se encuentran razones ni siquiera para escribir, siempre es un buen ejercicio inventarlas de nuevo. 

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