Nacimos juntos por segunda vez, como nos pasa a los gays cuando nos nombramos por primera, sobre una tierra común de la que muy pronto desertaríamos. Eran los últimos años de la dictadura, y en el barrio de Belgrano. Belgrano, como un mundo natural y lógico, fuera del cual todo era misterioso y se llegaba en tren. El cuerpo pedía, en mi caso, el contacto con los sudores proletarios del ferrocarril; carnes empinadas que se frotaban entre sí en otra manera de descanso laboral. César, en cambio, llevó siempre una corona que reclamaba romance. Un temperamento de abrasivo de marica alfa, el suyo, difícil de encontrar rivales a la altura de sus emociones y su semántica, y que proyectaba espontáneamente los comportamientos del grupo juvenil. 

En lo que a mí toca, apelaré a la definición de cactus de terciopelo; es muy bonita y me la obsequió Lemebel, que me devolvió a la literatura. Ninguno de los dos, el cactus que no pincha y la llama que sí quema, el pibe melodrama y el esteta (eran los papeles que nos asignábamos el uno al otro), había conocido, todavía, las mieles y tensiones de la cópula. En aquel ámbito y en aquel tiempo, los chicos como una germinaban la diferencia y el garche a la edad precisa de merecer el destierro.

En la iglesia San Martín de Porres, César coordinaba el grupo de los adolescentes mayores y yo el de los menores. Era una época en la que los bachilleres de colegio católico, aún las maricas capullas sin clara conciencia de la humillación como nosotras, persistían en el hábito de la misa sin otro fin que continuar una sociabilidad, digamos, sin peligros de contaminación. La iglesia siempre fue una fruncida guarida para los de nuestra estirpe; las locas florecen sin divisar con claridad el fondo de la violencia a la que son sometidas. Pero igual, y contra los dictados de la catequesis, nos calentábamos con tal o cual, soñábamos con un revolcón y lo materializábamos, clandestinamente, mediante el nefando onanismo. Es decir, éramos unas pajeras, romántica o no. La pequeña burguesía sabe manejarse en el secreto, mientras no toma el desvío. Mientras no consiente su destino y lo abraza, el closet es una naturaleza más que una coerción. La valentía reside en aprender a desviarse y convertir esa experiencia en una pedagogía liberadora.

Una noche volvíamos con César de una reunión parroquial. El me dejaba en la puerta de casa con un Renault viejo obsequio del padre austero. (Ese padre militar salido de todo molde, que le gustaba tejer bufandas, y cuando César contrajo la unión civil, la primera en el país, con Marcelo Suntheim, se declaró ante las cámaras orgulloso de su hijo, feliz de poder amasar para ellos ravioles los domingos). Antes de que yo bajase del auto, me preguntó si a mí me gustaba Ramiro. La pregunta fue un asalto al núcleo de mi deseo. De la sorpresa a la risa, fue la primera vez que mis gustos muñequitos se ponían en palabras. Dos chicos en un auto, con apenas unos años de diferencia, sin pronunciar el vocablo homosexual. Yo, a los dieciocho, había encontrado una manera en zizag de escribir el deseo en mis cuentos. César también lo llevaba adentro como una cría sin nombre. Tardé en reaccionar, pero mi amigo ya estaba cumpliendo su primer acto de activista. Me nombraba y se nombraba: somos putos. ¿Ustedes creen que ese instante, el de nuestro segundo nacimiento, nos apartó de inmediato de la iglesia, donde lo único fascinante para estas maricas florecidas de golpe era el ritual y algunos chongos que nos estremecían? No. Por un tiempo -corto- y hasta que dejamos de ir porque la democracia nos separó para siempre del espíritu de Belgrano, fuimos en la sacristía cómplices de ardores, que si esta lengua se desatara...

Pudimos en ese acto originario retorcer por primera vez la injuria en la que crecimos y que nos precedió. Cuando dos locas se anuncian al mundo, aunque más no fuese la una a la otra, se produce, por fin, un milagro ajeno a los altares. Dos potencias se potencian: dos horas en aquel Renault pasando revistas a los chongos, confesando amores no correspondidos que volvían a despertar en la lengua deslenguada.

Ayer, en una despedida íntima en la Plaza de Mayo, en medio de la sudestada, me invitaron a decir unas palabras. Acá están. Ya otros y otras y otres contarán en el SOY escenas de la militancia de César Cigliutti. A mí me urge ahora, el día en que lo enterrarán en el cementerio de Garín, esta historia de César antes de César. Una prehistoria que traza el contorno esfumado del líder social, y que recordábamos riéndonos hasta ayer.

Somos emergentes de una generación para la cual la libertad es un trago más allá de la copa individual, porque teníamos que defendernos de las razias policiales y la única forma de conseguirlo fue la asamblea y la audacia colectiva. Nada que ver con la libertad twitera reducida a gesta de la ingesta en un café de la Avenida de Mayo, en plena pandemia, como alardeó Osvaldo Bazán. Miren ustedes cómo los homosexuales de una misma generación partimos de un muelle común, y las opciones de vida nos conducen a puertos tan opuestos. Una última digresión: César renació hace unos meses, tras la tristeza momia de observar un país que creía secuestrado por una derecha que lo devoraba con el mismo ímpetu con que se ufanan en estos días, algunos, de poder acceder a una libertad covidiota mesa afuera, mientras desesperan los médicos de las terapias intensivas.

Adiós, amigo de toda una vida. Desde ahora te pido que te hospedes en mí, que es tu hogar. Sabrás perdonar el desorden.