La justicia puesta en tela de juicio no lo fue para Ruth Bader (1933-2020), que supo en cada instancia de su vida saber a qué dirección dirigirse, como Auden sabía qué libro leer a continuación. Sólo que para este último, especie de cristiano existencialista al final de su vida, esa salvedad fue una cuestión de deleite, y para ella, día tras día un conflicto sobre el cual debía interceder, desde que supo que no sería cantante de ópera como le hubiera gustado si la voz la hubiese acompañado, sino abogada. Como cantante, una sensibilidad de esa índole se habría agradecido también. Este es un caso en el que están implicados, claro, el Deuteronomio, Salomón y Joyce DiDonato. Con el fiel de la balanza, que exige una lealtad a la exactitud como el punto donde saltaba el solo de Ileana Cotrubas, la jueza Ruth supo ir exigiéndose con máximas que no tienen otro descaro axiomático que ser tan bellos como epigramas. Epigramas desplegados de enseñanzas que la convirtieron en ícono pop, en el tatuaje que las adolescentes eligen para sus brazos, en un libro (su biografía) escrito para niñxs, en el “No puedes deletrear ‘truth’ (verdad) sin Ruth” estampado en remeras, bolsas de tela y tazas de café, y en la protagonista de documentales (RBG) y biopics (La voz de la igualdad). Merchandising de lado, la figura de la jueza Ruth, de apariencia tímida y voz serena, ensancha la noción de lo excepcional con un estilo argumentativo de poderosa inteligencia que destruye la intimidación que descalifica y un modo de decir nada comunes en los espacios de poder. Nació pisciana y en Brooklyn y vivió como hija única (su hermana mayor murió a los seis años cuando Ruth tenía un poco más de uno a causa de una meningitis). Su mamá Celia, a la que mandaron a trabajar porque en su casa estudiaban los varones, impulsó el deseo académico que la acompañó más allá de la muerte (murió el día que Ruth terminaba el secundario). Se enamoró de un compañero de la facultad con quien vivió casi 56 años –“el único joven con el que salí que se preocupaba de que yo tuviera cerebro”–, tuvo hijxs y nietxs. Fue alumna de Vladimir Nabokov a quien le agradecía el haber cambiado su modo de leer – “leer es la llave que abre las puertas a muchas cosas buenas en la vida, le dio forma a mis sueños y me ayudó a hacerlos realidad” –, y de escribir (sus maravillosas sentencias lo confirman), y la mujer que ejerció su rol de abogada y su cargo en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos peleando –siempre en voz baja– contra los abusos del poder machista y por la igualdad legal de género. Votó a favor de la legalización del aborto, llamó farsante a Trump (que ahora cuenta los minutos para poder nombrar a un juez reaccionario), supo que su trabajo era parte de una lucha colectiva y embistió a la toga masculina usando unos simbólicos cuellos collares que hablaban, como habla la moda, más allá de la imagen. Sus seguidores reconocen “el cuello disidente” que lució cuando Trump ganó las elecciones. El tiempo es tirano y aún más los renglones que no alcanzan para hablar de la jueza. En fila, las palabras detrás de “inspiración” abren el anecdotario: cuando explicaba la historia del crítico de música que decía que podía distinguir si el piano lo tocaba una mujer o un hombre y que por supuesto, cuando fue puesto a prueba, no logró acertarlo ni por azar; cuando recordaba que no fue educada por ninguna mujer en la academia porque las mujeres no daban clase en la universidad y diciéndolo, nombraba la cifra que se convirtió en cartel de lucha feminista: nueve mujeres y quinientos varones, o aquella otra cifra: “cuando me preguntan cuándo habrá suficientes mujeres magistradas en la Corte Suprema yo digo 'cuando haya nueve', las personas quedan impactadas. Pero ha habido nueve hombres y nunca nadie lo ha cuestionado”. Verla es entender. Es probable que esa fragilidad, que sólo la mirada discriminatoria sobre el cuerpo ve, en medio de señorones sobrealimentados por la jurisprudencia, insistiera en ella como la fortaleza, la energía necesaria para poner en tela de juicio, ahora sí, los juicios mofletudos de una soberbia sostenida durante años por la legalidad machista.