Después, cuando empieza esta historia más acotada, la del amor romántico generado por la cultura de masas, ni en la vida real ni en los productos culturales se prescindía del cuerpo. Los cuerpos de Rodolfo Valentino, Ava Gardner, Marilyn Monroe, Marlon Brando y otros íconos del amor romántico propalado como producto cultural desde el ombligo del capitalismo fueron los señuelos que fascinaron a millones de ojos que enviaban a sus respectivos cuerpos señales que los activaban cuando veían amarse a los protagonistas de las películas. Alcanza por ahora con que nos acordemos la cantidad de veces que hemos escuchado de alguna historia de amor que era tan espléndida “que parecía cinematográfica”. Ahí se deja ver al cine como un horizonte aspiracional de la vida. Siempre las pantallas nos fueron propuestas como algo más perfecto que la vida. Hoy las pantallas son los ojos. No se mira nada salvo a través de una pantalla. Lo real es más real si aparece en la pantalla. Y queremos sentir lo que nos parece que sienten los que vemos en la pantalla.

El amor es un pretexto, un texto, un subtexto. Quizá sea la palabra con más consenso de todas, pero nos sorprenderíamos si tuviéramos acceso al intestino de ese consenso. No estamos pensando lo mismo ninguno de nosotros cuando pensamos en el amor. Evocamos, palpitamos cosas distintas. Se ama de mil maneras y a veces de ninguna, aunque eso no se admita y quizá ni se sepa. Se ama perdurablemente o se ama lo que alcanza a alumbrarnos un fósforo, pero lo raro del amor es que, incluso cuando su duración es eventualmente tan exigua, no quita la chance de que ese instante haya marcado una vida.

Nos interesa el amor. Lo necesitamos. Tanto y tan profundamente lo necesitamos que hasta hay personas que huyen del amor por miedo a encontrarlo y perderlo. Por ahí comienza a asomarse una de las especificidades de este libro, que tiene por objetivo marcar algunos apuntes sobre el dolor que proviene del amor, sobre la desilusión, el desencanto, el sentimiento de pérdida insoportable que algunos hombres y mujeres, amen a hombres o a mujeres, vinculan con el amor.

Es una pregunta surgida de la conmoción provocada en los últimos años por los colectivos de mujeres, que protagonizan una lucha liberadora histórica y sin precedentes, una marca fuerte de estos tiempos, porque, a través de lo que se ha gritado a coro desde la multiplicación de la violencia de género en general y los femicidios en particular, hemos visto la otra película. La que no pasan en los cines porque transcurre a puertas cerradas. Hemos sabido que la intimidad, para muchas mujeres, es peligrosa. Y también que un alto porcentaje de las muertes provocadas por el odio de género surgen de un malentendido sobre el amor. Entre los móviles más frecuentes de los femicidios, está el abandono, la decisión femenina de cortar un vínculo que fue amoroso pero que derivó en maltrato. Hay demasiados varones que sienten que el yo se les disuelve si se quedan sin esa mujer, en cuya posesión desganada y triste han depositado la consistencia simbólica de su falo.

Hemos naturalizado una forma del amor instituida, históricamente construida, como si no hubiera otras maneras de amar, otras maneras no solo de entender, sino de experimentar amor sin la sombra de un costo emocional y psíquico al que muchos prefieren renunciar, no siempre conscientemente. Porque el amor también es una pulsión, ligada a la de la vida, y las pulsiones no se dejan racionalizar.

Pero el amor, o lo que asociamos con él, late en forma embrionaria y sin desarrollos argumentales en nuestras vidas como mamíferos. Para sobrevivir es que necesitamos amor, igual que muchas otras especies que desde su nacimiento no pueden valerse por sí mismas y son reconocidas, amparadas, alimentadas, resguardadas por sus madres y padres. Un bebé humano demanda cuidados, pero también las caricias, las delicadezas que recibe por parte de quienes lo crían, sean estos sus padres biológicos o no.

En los mamíferos, lo que llamamos amor se da en forma de empatía. De la empatía, ese mecanismo que permite a unos ponerse en el lugar del otro o de los otros y aliviarlos con cuidados o alimentos, con resguardo o protección, los seres humanos hemos tomado la base y la hemos refinado, pulido, reglado, codificado de mil modos. Se ama a los hijos, a los amigos, a la familia, a una idea, se ama de diferente modo y en múltiples variables de intensidad, pero cuando alguien consulta un horóscopo, crea o no en los horóscopos, en el ítem “Amor”, nunca asocia que esa semana se llevará mejor con los tíos o con los compañeros de un equipo deportivo. Lo que hegemoniza a la palabra amor todavía hoy es eso que llamamos amor romántico, y que este libro sostiene que está en decadencia, agonizante, descompuesto por el dolor y la violencia.

Lo que llamamos amor romántico deriva y contiene además el cóctel hormonal con el que nuestros cuerpos, también ya romantizados y acoplados al mundo del sentimiento, reaccionan cuando otra persona se nos hace “adorable”. En Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes disecciona el discurso que acompaña al amor como si fuera precisamente un cuerpo. Que otra persona se nos imponga como “adorable” nos pone en inferioridad de condiciones, porque el enamorado se fragiliza en su entrega. Es curioso que algo que en realidad alguien nos da (alegría, ansiedad, nostalgia, erotismo) sea tratado en el discurso como algo que se nos quita: lo que el amor nos quita es el control.

Son enigmáticas, conscientes pero sobre todo inconscientes, las razones por las que alguien nos atrae o no. Y aún más enigmático es el motivo por el que alguien nos conmueve, en una combinatoria física y psíquica que en principio para mucha gente diferencia la simple atracción sexual del amor, que la incluye pero que la completa y la supera. Hay algo de lo que llamamos romántico, por otra parte, que yace en el territorio del placer, en la necesidad de trascendencia, en la necesidad de la disrupción del tiempo y el espacio, en el hambre y la sed de lo extraordinario. Hay algo, en fin, que limita por un lado con el morbo dionisíaco y por el otro con la “experiencia interior”, sobre la que escribió Georges Bataille en un libro cuyo nombre es ese y sobre el que una psicoanalista, Julia Kristeva, y su marido novelista, Philippe Sollers, basaron extensas conferencias sobre el amor que serán comentadas más adelante. Pero aquí lo que quiero decir es que hay algo de lo que llamamos romántico que identificamos precisamente con esa “experiencia interior” que no es comunicable, ni siquiera al ser amado, ni siquiera a nosotros mismos, y es la que nos hace sentir vivos, vivificados, justificados, pero solos.

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No luchamos para cambiarle el collar al perro. Queremos otra forma de amor, pero intuimos que eso solo será posible en un mundo en el que las mayorías tengan su propio peso y poder de decisión. Ese es el rumbo por el que venimos acostumbrados a las luchas de las minorías, que hemos acompañado siempre. Pero las mujeres somos mayoría, igual que los pueblos aplastados y sometidos. Y, si el mundo cambia, finalmente la única chance de hacerlo será con el despertar de las mayorías.

Queremos que ya no haya este volumen de desgracias que nos tiene a las mujeres como un inodoro sobre el que los hombres hartos se inclinan a vomitar su desencanto. Es un tipo de lucha que tiene poderosos oponentes externos, pero también presenta diques y bloqueos internos, en hombres y en mujeres, que no permiten que el agua fluya mansa hacia nuestro bienestar recíproco. ¿Es posible amar sin quedar capturados y capturadas en un laberinto en el que vamos perdiendo muchas de nuestras propias partes? Y, finalmente, ¿lograremos alguna vez, por fin, identificar como amor lo que nos pone alegres, y no lo que nos hace sufrir?