“Imaginemos, por un momento, que nuestro país se prepara para el brote de una enfermedad asiática inusual, que —se espera— matará a 600 personas. Para enfrentar dicha enfermedad se proponen programas alternativos. Si el gobierno adopta el Programa A, 200 personas se salvarán. Si el gobierno adopta el Programa B, hay 1/3 de probabilidades de que se salven 600 personas y 2/3 de probabilidades de que no se salve ninguna persona. Si se adopta el Programa C, 400 personas morirán. Si se adopta el Programa D, hay 1/3 de probabilidad de que nadie muera y 2/3 de probabilidades de que 600 personas mueran”.

Las preguntas de la encuesta de Amos Tversky y Daniel Kahneman, realizadas a estudiantes de Columbia y Stanford a fines de los '70 (a un grupo se lo hizo elegir entre opción A y B mientras que a otro grupo se le requirió que optara entre los programas C o D), bien podrían haber sido presentadas a votantes de Argentina, Brasil o los Estados Unidos en el año 2020, durante la crisis sanitaria provocada por la Covid-19.

Entre las respuestas al experimento de Tversky y Kahneman, la mayoría de los miembros del primer grupo se inclinó por el programa A, mientras que los integrantes del segundo abrazaron predominantemente la opción C. Claramente, la decisión tomada por la mayoría de los encuestados no resulta de un cálculo racional sino de las formas en que se presenta un mensaje y se interpreta una situación problemática en la que está en juego un valor preciado. Dicho de otro modo: “ganar” vidas nos invita a tomar riesgos. “Perder” vidas, a evitarlos.

La opción entre ganancias y pérdidas se puso en juego en la Argentina en el marco de la pandemia cual si fuera un significante vacío, que se completó con los temas endémicos que preocupan a nuestra sociedad, en modo riña de gallos, que fueron vehiculizados mediante estrategias de desinformación —se iniciaron en abril con la supuesta salida “indiscriminada” de presos, siguieron con la inexistente represión asociada al confinamiento en Villa Azul y el conflicto con la policía Bonaerense, hasta llegar a la activación de temores latentes como el “corralito”, signo de la crisis de 2001— y capitalizados políticamente por sectores opositores y de ultraderecha mediante las operaciones pergeñadas alrededor de la intervención en Vicentin (luego desestimada), o las manifestaciones contra la reforma judicial supuestamente diseñada a la medida de conveniencias personales.

El denominador común es la polarización afectiva creciente en la Argentina, que se consolida con mensajes negativos y encuadres de decisión sobre eventos que implican riesgo. En esos casos, la puja discursiva gira en torno de una competencia espuria entre quienes se enfermarían de Coronavirus y quienes sufren por falta de recursos económicos. Aunque en los hechos no se trate de padecimientos excluyentes, la evaluación alrededor de esta dicotomía se asocia más a las identidades políticas que a un razonamiento exhaustivo sobre la tasa de contagios o el peligro concreto de enfermarse.

Un estudio realizado en forma contemporánea en Argentina, Brasil y México nos permitió constatar no solo que existen diferencias en la percepción de riesgo sanitario y laboral entre quienes apoyan a los oficialismos y aquellos que se inclinan por la oposición sino, más importante aún, que estas apreciaciones redundaron en comportamientos disímiles frente a la política de distanciamiento social en las regiones afines a los gobiernos nacionales frente a los distritos conducidos por líderes políticos opositores. Una explicación posible es que la Covid-19 no es unidimensional ni, mucho menos, será interpretada por sus atributos intrínsecos. En estos meses de expansión de la pandemia, los discursos de los gobiernos en una gran cantidad de países, han presentado sus respuestas como las mejores políticas en pos de minimizar los costos sanitarios y/o económicos para sus votantes. La oposición, en su mayoría, se ha enfocado en las áreas más débiles de dichas respuestas.

La preocupación por las estrategias de desinformación y las formas organizadas de la violencia en el escenario digital no es trivial ni debe ser menospreciada; allí convergen trolls-influencers que pertenecen al elenco estable de odiadores seriales, cuentas apócrifas que se repitieron como autoridades en la red marcando la agenda de las últimas conmociones políticas, líneas medias de los aparatos político-partidarios encargados del trabajo sucio en la división de tareas, la coordinación de sectores de la extrema derecha internacional respaldados por financistas globales y el necesario contexto comunicacional sembrado por medios tradicionales.

Pero esa inquietud no debe limitarse a las fakes news como explicación excluyente de la política de tierra arrasada de las derechas del mundo. Las campañas negativas deben ser atendidas de manera comprensiva por cuanto logran socavar la confianza en las instituciones, en particular, y en la política, en general. Los usuarios de a pie nos mostramos más motivados a compartir contenidos de colaboración. En cambio, los mensajes polarizantes, al activar identidades partidarias, desalientan la propagación de contenidos en línea y modifican la intención comunicativa de los ciudadanos, quienes perciben la pandemia de un modo que se alinea con la política pública de los partidos por los cuales votan.

* Investigadora del Conicet y de la UNQ. Co-autora, junto a Ernesto Calvo, de “Fake news, trolls y otros encantos”.