Hubo unanimidad: desde quien impartía el curso de preparto hasta la joven que controlaba los monitoreos, todes dieron por hecho que yo no era otra mamá, sino la nona del bebé en puertas. Parece ser que haber parido a mis trece años a Clara, la madre gestante, es nuestra única posibilidad de querernos. La certeza de estas personas –una lista de confundides que se engrosa en cada trámite- es que no solo soy mucho mayor que ella sino también que yo misma. Pero no creo que ese lente que nos filia off side del erotismo lésbico se gradúe por mi aspecto físico o por el suyo, sino por un mecanismo de negación que puede prescindir incluso de lo evidente.

En la cena de fin de año, un mes y medio antes de que Victoria naciera, mis amigas Ceci y Josefina contaron que la primera vez que llevaron a Teo al pediatra, el tipo dio por sentado que la menor de las dos era la abuela, porque la otra lo amamantaba. Ceci lo corrigió, pero él se excusó arguyendo despiste por las canas de Jose y tuvo el tupé de aconsejarle, con su modo encantador, que se tiñera porque esas cosas trauman a les “peques”. Mientras las escuchaba contar esto, me acordé de la danesa que congeló óvulos a los treinta y ocho y cuando decidió implantárselos a los cincuenta y cinco, el Estado le hizo un juicio que ganó, acusándola de especular con embarazarse para asegurarse que alguien la cuidara en la vejez. En una reunión de consorcio, una de mis vecinas sentenció al respecto: Bien por vos si fuiste lesbiana toda la vida, pero de vieja no quieras agenciarte un acompañante sin pagarle un peso.

Me parece una sincronía de la mátrix que la misma humanidad que nunca puede suponer que Vicky es mi hija sea a la que pertenecen vendedores ambulantes y empleados públicos que desde mi juventud me confunden con la suya. En uno de mis primeros viajes en avión, a mis veintipico, el muchacho que revisaba los bolsos de mano, me ordenó: “Córreme ese cierre, madre”. Yo le respondí que no recordaba haberlo traído al mundo y él, seguramente para mostrarme su talle de entrepiernas, me hizo volver a pasar el equipaje por esa máquina controladora que, ahora que pienso, viene a ser como un ecógrafo de maletas donde en lugar de fetos se busca cocaína o tecnología sin declarar.

PREJUICIOS 4D

En el sexto mes de embarazo decidimos pagar por una 4D gracias a la insistencia de nuestras amigas, que habían vivido la experiencia emocionante de ver a su bebé, todavía en la panza, con una fisonomía definida. Nos acompañó Ceci porque cuando llamamos para pedir turno nos alentaron a invitar a otras personas, como si fuera una premier. Creo que todavía nos arrepentimos de ese estudio, porque lo que llegamos a visualizar no tenía tanto de humano en el sentido clásico, y de hecho, cuando le mandé a mi hermana Vero la foto, me respondió que podía competir con la radiografía de vesícula que le habían hecho la semana anterior.

Ceci había llegado antes que nosotras al convite y mientras íbamos en viaje recibí un mensaje suyo que decía: "Las espero en la puerta del negocio". Me llamó la atención la manera en de nombrar al laboratorio de imágenes, “negocio”, pero cuando llegamos a la juguetería nos dimos cuenta de que había utilizado el término correctamente. Para ingresar a la sala, que quedaba en el fondo del local, tuvimos que pasar por una selva de plásticos y caños con formas de carritos para recién nacidos -en oferta si habías pagado la 4D en efectivo-, sillitas y gimnasios musicales. En la sala, la ecógrafa le dijo a Clara que se acostara en una cama comodísima y como a mí me vio enfilar derecho hacia una banqueta que había al costado, puso un límite paternal y me explicó que la abuela tenía que mirar desde atrás. Le aclaré entonces que yo era la otra mamá de la ecografiada y le pedí que por favor se “aggiornara”. Asintió con la cabeza, pero creo que no entendió qué le quise decir con esta palabra en italiano que tampoco sé por qué la usé, porque la verdad es que siempre me parece horrible dictaminar que las personas que no responden a una idea consensuada sobre lo que es actual, se transforman instantáneamente en piezas de museo. De todas maneras, pienso que tratándose de la medicina ginecológica y obstétrica de los últimos años, ejercida en un país y en un mundo donde el futuro parece haber llegado de la mano de los derechos reproductivos y los convenios heterosexuales dejaron de monopolizar la gestación y la construcción de familias, me resulta sorprendente que en tantos lugares supuestamente especializados la comaternidad no haya sido incorporada como una opción a ser traducida en protocolo.

En el último cumpleaños al que fuimos antes de que Victoria naciera, había una señora muy amable y comedida que cuando vio la panza de Clara, le dio un beso compulsivo, apretando las palmas con tanta contundencia que casi la tira al piso. Tuve que poner todo de mí para evitar el desastre: la atajé a ella desde el codo con una mano y a Clara con la otra por la espalda. Mi fuerza y mi rapidez de reflejos, que me tendrían que haber dejado del lado de la juventud, fueron invisibles para la mujer que agradecida por el salvataje, me miró sonriente y me preguntó: "¿Es tu primera nieta?". No quise seguir ahondando por las dudas de que con “nieta” no se refiriera a Victoria sino a la mismísima Clara.

CANAS VERDES

Un día después, en el cumpleaños de mi prima, me quejé de esta situación reiterada y una de sus amigas me aconsejó que me tiñera el pelo porque así iba a cortar la racha. Tomó entre sus manos un mechón de pelo rubio, me lo mostró y me dijo: "¿Ves? A mí no me dicen abuelita". Mirándola me di cuenta de que “abuelita” es una actitud que aunque no creo adoptar ante nadie, tampoco me ocupo de desmentir porque la juventud nunca me ha parecido un valor en sí mismo.

A mis treinta y nueve subí a un micro que me llevó a Humahuaca desde Tilcara y al lado se sentó un anciano que después de hablarme un rato, me preguntó cuántes nietes tenía. En ese mismo viaje me saqué la primera selfie de mi vida con una camarita cuya definición era tan, pero tan buena que se me veían al detalle las patas de gallo. Fue un triunfo llegar hasta el monumento de los Héroes de la Independencia a pesar del apunamiento y lo único que quería era retratarme rápidamente encuadrando la Quebrada detrás mío. Esa fue una de mis primeras publicaciones en Facebook y la dimensión de lo público la tomé recién cuando Macky Corbalán me escribió un inbox para felicitarme por mi valentía. No fue la única vez que me lo dijo, la primera había sido unos años atrás a raíz de un cortometraje que protagonicé y que proyectaron en ISat. El mensaje de texto que me mandó esa vez fue para felicitarme por animarme a interpretar un personaje así. Al rato, mi mamá me llamó para preguntarme si era yo la que hacía de la lesbiana que en la cama le pedía a su pareja que por favor no la dejara nunca.

No sabía cómo se lo iría a tomar cuando se lo contara, pero el día que le comuniqué que sería abuela nuevamente -a ella sí le corresponde el mote-, me felicitó después de caminar un rato sola por la casa. Tardó dos días en comprar una ropita que eligió amarilla porque se había dado cuenta de que no nos gustaba el rosa. La vestí a Vicky con uno de esos conjuntos de batita y pantalón cuando salimos del quirófano. Por el pasillo de la sala de maternidad, detrás de la camilla desde donde Clara giraba la cabeza para vernos, iba yo llevando a nuestra hija. Temblando como una hoja, con miedo de caerme, llegué hasta la habitación donde horas atrás había pegado un cartel de goma eva donde escribí con letras doradas: Bienvenide a este mundo Victoria Tupac.