Me encantaban esos choripanes. Y también me gustaba ir porque iba con mi papá. Mi vieja me llevaba a misa, y eso significaba que íbamos a ver a Dios, pero te juro por ese mismo Dios, que era mucho más fuerte cuando íbamos con mi viejo al acto del Día de la Lealtad.

Octubre. Yo esperaba octubre con ansiedad, no recuerdo si entre mis compañeros de escuela había otro que compartiera ese sentimiento, pero sí puedo recordar que mis mejores amigos, dos pibes que vivían en la casa de al lado de la de mi abuela, en el comedor, encima del televisor, tenían un cuadro inmenso de Perón.

Mi viejo me empezaba a decir, mirá que el diecisiete vamos al acto, mirá que vamos al acto, ya desde principios del mes. Para él también era un día trascendente, para él más que nadie. Mi viejo me contaba, una y otra vez escuché esas historias, de Perón, de cómo Perón se preocupaba de los pobres, de los obreros, de los trabajadores, entonces yo lo pensaba a mi papá y me acordaba del olor de él. Yo no sé por qué del olor, pero tan de él era ese aroma a grasa, a aceite, a máquina, cuando llegaba con el gamulán de la fábrica. 

Mi papá era ingeniero, y él siempre me decía que era ingeniero gracias a Perón. Cuando me contaba esas cosas sentía algo que hervía en mi viejo, algo que fulguraba en sus ojos, algo que temblaba en la voz, el General Juan Domingo Perón. La escuela donde mi viejo estudió la secundaria era una escuela que había creado Perón. Mi viejo era pobre, de una provincia del norte, de Jujuy. Hijo menor de una familia de nueve hermanos, se rebeló al destino familiar cuando se enteró de que en esa escuela de la quebrada de Humahuaca se podía estudiar gratis. Sí, todo, te daban todo, para comer, para dormir, los útiles. Y esa escuela la había creado Perón. Esas cosas me contaba mi viejo. Y a mí también me hervía el alma. Por eso, ese olor que mi papá traía de la fábrica, ese olor de trabajador, era también el olor de Perón.

El diecisiete de octubre llegaba de la escuela, tomaba la leche, y ya lo veía a mi viejo prepararse para arrancar para el acto. No se empilchaba con nada raro. Bien común se vestía, como un hombre de la calle, una camisa, esos pantalones marrones que él siempre usaba, y los zapatos negros que también eran tan de mi papá. Y nos subíamos al auto, y ya arrancábamos, los muchachos peronistas, todos unidos triunfaremos, y como siempre daremos un grito de corazón ¡Viva Perón! ¡Viva Perón! Por ese gran argentino que se supo conquistar a la gran masa del pueblo combatiendo al capital. ¡Perón, Perón, qué grande sos! ¡Mi general cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador!

Me acuerdo que yo le preguntaba a mi viejo, porque no lo podía entender, por qué si Perón era tan grande, si se ocupaba de los pobres, de los trabajadores, por qué si Perón quería una Argentina grande, lo habían derrocado. Los oligarcas, los militares, los yanquis, esos eran los malos, y Perón que quería una Argentina diferente, y esos hijos de puta ahí para derrocarlo. Me volvía loco. No entendía cómo podían pasar esas cosas, y los odiaba, odiaba a los oligarcas, a los militares y a los yanquis, por sobre todo a los yanquis.

Mi papá me contaba, siempre, una y otra vez, como él había podido ser ingeniero gracias a Perón, porque la secundaria, porque la facultad la había estudiado en una universidad que Perón había creado para los trabajadores, para aquellos que estudiaban y trabajaban al mismo tiempo. Y yo me lo imaginaba a mi viejo, que me contaba que cuando era chico andaba en patas por el pueblo, porque no había para zapatillas, me contaba esas cosas y después me decía que gracias a Perón él había podido ser ingeniero, y a mí nunca me faltaban zapatillas, no, nunca, y entonces algo reverberaba en mí, una llama, un fuego era, y ¡Perón! ¡Perón! ¡qué grande sos! Sos el primer trabajador.

 

Y entonces llegábamos al parque, el diecisiete de octubre, y había un montón de gente. Descamisados. Mi papá me había dicho que Perón llamaba a sus trabajadores descamisados, y ahí estaban, en ese parque, entre los árboles, sobre el asfalto de esa calle, esos descamisados, y ahí estábamos también mi viejo y yo. Y mi viejo que me compraba el choripán, ese choripán con mucho chimichurri, que a mí me encantaba y que tenía un gusto especial. No había otro como ese. Y me acuerdo de la gente, esa multitud, que yo todavía miraba desde abajo, y el olor del parque, las luces cuando caía la noche, el murmullo de esa gente, el calor, esa cosa fraterna que flotaba entre todos, compañeros, eso éramos, compañeros. 

Y mi viejo me subía en los hombros, y yo miraba desde ahí arriba, y veía toda esa gente, y volvía a preguntarme, por qué si Perón era tan bueno, si se ocupaba de los pobres, si quería una Argentina grande lo habían derrocado. Hijos de puta. Qué hijos de puta. Entonces el discurso, los aplausos, los gritos, las banderas, los carteles inmensos. Y llegaba ese momento, y mi viejo me bajaba al piso, el momento de cantar la marcha, y ahí, todos, juntos, compañeros, Los muchachos peronistas todos unidos triunfaremos, y como siempre daremos un grito de corazón: ¡Viva Perón! ¡Viva Perón! Por ese gran argentino que se supo conquistar a la gran masa del pueblo combatiendo al capital. ¡Perón, Perón, qué grande sos! ¡Mi general cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador! Por los principios sociales que Perón ha establecido, el pueblo entero esta unido y grita de corazón: ¡Viva Perón! ¡Viva Perón! y todos cantaban, todos, todos, absolutamente todos, y algo fulguraba ahí, en esas personas, en esos ojos, y yo me abrazaba a mi viejo, y sentía ese olor de mi viejo, que era también el olor del general, y cantaba.