Vivimos en una sociedad desigual. Espantosamente desigual. Donde millones de personas que trabajan duramente lo hacen en condiciones precarias y con el resultado de ese trabajo nunca podrán acceder a una vivienda. Vivimos en una sociedad donde millones se hacinan en barrios precarios, en viejas y nuevas tomas. Cada gobierno popular despliega políticas de vivienda -loteos, barrios, créditos- y cada gobierno neoliberal interrumpe. Pero las políticas son más lentas que la necesidad que es de tan vieja data, porque a la necesidad de siempre se le agrega que nacen más personas y crecen y se multiplican. Crecen los barrios nuevos, por ocupaciones de tierra. En general en terrenos abandonados, precarios, inundables. La especulación inmobiliaria hoy considera cada terreno valioso y disputa esa propiedad con títulos legales.

En estas semanas se discutió el asunto a partir de dos conflictos distintos: el campo de la familia Etchevere y los terrenos de la ocupación de Guernica. En ambos casos, el poder judicial falló a favor de los más poderosos pero tambiién a favor de una sensibilidad social, de una agitación mediática, que pone a la propiedad en un lugar sacrosanto. Lo hizo garantizando propiedades malhabidas: la de los terrenos de Guernica vinculadas a una escrituración durante la dictadura, en los últimos meses, a favor de una sociedad llamada Bellaco y cuyo dueño era asesor de Videla; la de los Etchevere, fortuna amasada con trapisondas legales, que implican circulación de falsos préstamos y deudas acumuladas, maltrato laboral y apropiaciones hasta de los terrenos de una escuela agropecuaria. Es decir, en el origen de esos títulos, las estafas. En el origen de esas riquezas la expropiación de los bienes sociales. ¿Por qué el Estado debe poner sus recursos no en investigar esos hechos sino en resguardar los supuestos derechos que brotan de las trapisondas e ilegalidades?

Cuando un poder judicial conservador y corrupto hace lugar a esas demandas y el Estado moviliza sus fuerzas policiales para cumplir las órdenes, se pliega al ocultamiento y hace una errónea pedagogía. No interrumpe esa lengua que confunde y que hace creer a cualquier vecine que si no se pone coto a una ocupación vendrán por su terreno o su casa. Hay que interrumpir ese flujo, ese encadenamiento, que pone a pequeños propietarios contra enteros desposeídos, mientras un puñado de acopiadores se queda con las riquezas comunes, estafa a la banca pública, tiene un ejército de abogados y contadores para dibujar las apropaciones, desposee a muchas otras personas a partir de mecanismos financieros y trabajos mal pagos. Hay que interrumpir esa analogía por la cual la cajera del super defiende al propietario de las tierras en las que se hará un countrie mientras deja su escuálido salario en un alquiler.

Si discutimos las tomas, tiene que ser porque las condiciones en que las personas viven en ella son indignas y no puede haber nación si quienes viven en el territorio no tienen donde caerse muertes, donde habitar, criar sus hijes, amar, trabajar. Si criticamos las tomas debe ser porque hay políticas habitacionales urgentes y plenas, que implican discutir esos títulos de tierras, la evasión fiscal de los más ricos.

Cualquier acción política es también una acción comunicativa: dice algo. El desalojo violento dice algo, y ni hablar de lo mucho que dice el ministro a cargo de ese desalojo cuando se pasea por los sets televisivos para proclamar la defensa de la propiedad privada y la libertad. Lo que hacen, esas imágenes y palabras, es ratificar la analogía entre cualquier propiedad y estas fortunas amasadas no se sabe cómo -y si no se sabe es porque a ese poder judicial no le interesa nada más que participar de la fiesta de los poderosos. Esa analogía hay que romperla, astillarla, mostrar necesidades y derechos. Discutir qué es el derecho. Y qué es la justicia social.

¿Cómo pensar todo eso sino como un trabajo profunda y tenazmente militante? ¿cómo hacerlo sin que se encarne en las militancias territoriales y en las militancias en el Estado? Parte de la pésima pedagogía que surge de los hechos de Guernica está en las palabras que demonizan a organizaciones políticas que estaban en el proceso de la toma. Como si las banderas rojas fueran más amenazantes que el Círculo rojo. Acaso, ¿puede haber negociación y salida democrática sin apelación a las miitancias organizadas? Si el poder judicial parece en muchos casos lo opuesto a la justicia -y seguro a la justicia social-, también es evidente que se requiere una nueva institucionalidad estatal, capaz de construir muchos niveles de interlocución social y política. Esas izquierdas estaban en el territorio, estaban también militantes y funcionarixs del Estado provincial. También muchxs actorxs que mediaban una salida negociada. Esa salida hubiera sido un paso en esa institucionalidad necesaria y la demostración de que las fuerzas que dieron la pelea de distintos modos contra la gobernabilidad neoliberal podían encontrarse, con los conflictos y diferencias evidentes, en la construcción de una escena menos injusta.

¿Por qué no sucedió? leemos, en los diarios de hoy, razones: el Ministro de seguridad, la intendenta de Guernica, las presiones a la Casa Rosada. Triunfó esa hipótesis: policía brava y barrios privados. Pero sería necesario tener claro eso otro que se perdió y no dibujar una escena en la cual todo era ineluctable, porque las cosas son así y podemos festejar que no haya muertos. Hacemos política por una sociedad menos desigual y esa pelea exige saber de los conflictos y hacer el balance de los obstáculos y las derrotas. Eso también es hacer pedagogía política.