Quizás la idea de los Postangos haya nacido el 29 de junio de 1989 en el Teatro Carré de Amsterdam cuando, en un acontecimiento de inevitable simbolismo, compartieron escenario la orquesta de Osvaldo Pugliese y el Sexteto de Astor Piazzolla. Se adivinaba en ese gesto los alcances de un abrazo tardío. Piazzolla fue fan en su primera juventud de la orquesta de Pugliese; Pugliese fue el autor de una frase que es una demostración de inteligencia y un reconocimiento: “Astor nos obligó a ponernos a estudiar”. Gerardo Gandini había sido convocado para el Sexteto y, en un instante muy preciso del concierto compartido, sacó de la galera una improvisación alrededor de “La Yumba”. El más sorprendido fue el propio Pugliese, que observó el atajo con perplejidad. La secuencia tiene su dramatismo y se puede encontrar en YouTube. Gandini, un compositor y director de extracción clásica, formado en la tradición de la música escrita, irrumpe con desparpajo como una cuña entre dos de las más trascendentes figuras de la historia del tango.

Ese solo de piano fue el bosquejo de los Postangos, o el anticipo de un plan estético sustancial, que seguramente tiene que ver con la identidad, pero desarrollado en los márgenes una trayectoria basada en la dirección, en la música de cámara e, incluso, en la composición de óperas. En otra actitud simbólica, Gandini le dio entidad a esa reformulación interpretativa del tango recién tres años más tarde de su picardía holandesa: esperó a que muriera Piazzolla. Entendía que un camino posible después de la extraordinaria revolución provocada por el compositor marplatense era esa forma de la digresión, en un género no muy afecto a la improvisación.

El sello rosarino BlueArt había publicado diferentes grabaciones –la mayoría en vivo- de estas inmersiones de Gandini en el tango: Postangos en vivo en Rosario (2003), que ganó el Grammy Latino 2004 a “Mejor Disco de Tango”, Flores Negras. Postangos en vivo en Rosario Vol.II (2005), De/generaciones (2006), en dúo con Jodos, y Cuando lo imprevisto se torna necesario, con su música para piano interpretada por el mismo Gandini.

Ahora editó Verano porteño, siete tracks de diferentes épocas (1991, 1999 y 2002) y diferentes teatros, rescate de esas formidables capsulas de memoria de cultura popular que significan las consolas invaluables del ingeniero de grabación Carlos Melero y de Luis Suárez. Comprende cinco piezas a solo piano (“Desde el alma” integrado a “Nunca tuvo novio”, “Verano porteño” y “Silbando”), “La cumparsita” a cuatro manos con Ernesto Jodos y dos tangos de Cobián y Cadícamo con Fito Páez como vocalista, “La casita de mis viejos” y “Los mareados”.

El álbum resulta un compendio de los Postangos, en múltiples direcciones. La primera parte es Gandini solo frente a piezas canónicas del género. La ubicación es la de un relojero que se sienta frente a un delicado artefacto que tiene que desarmar y armar. En ese inicio no permite que se pierda la línea melódica, no suelta jamás las riendas de la canción. Toca sobre un territorio conocido, tal vez sentimental a su pesar. Gandini mismo ha concedido algunas claves personales, casi psicoanalíticas, de su abordaje tanguero. “… De repente en algún lugar, caminando al azar, me sorprendo silbando algo que hace miles de años no escuchaba –dijo-. Era música que me forzaba a no prestarle atención. Era la música que escuchaba mi viejo en Villa del Parque. Quién sabe qué mecanismo hace que tanto tiempo después la silbe en una plaza de Bruselas o al buscar un supermercado abierto en Westwood… Lo más extraño es que es la única música que me sale. Viene en los momentos más inesperados. Cuando la mente es un campo blando, silbo la música que odiaba”.

Resulta interesante la idea de una sensibilidad que emerge cuando “la mente es un campo blando”. Considerar la música como vehículo posible para el regreso –un regreso que en algún momento de la vida se torna inevitable y a la vez imposible- al origen, a una esencia. La operación se repite en decenas de artistas; se puede pensar en Dino Saluzzi tocando y cantando zambas carperas. Gandini jamás dividió la música en estamentos y ha combatido el perverso juego de legitimaciones que se da entre las músicas “populares” y las “cultas”, si esas categorías mantuvieran algún sentido todavía. “Hago música clásica contemporánea y popular con idéntico placer y no tengo ningún inconveniente en mezclarlas –me dijo en 2003-. Lo contemporáneo se mete en mis improvisaciones tangueras y el tango se mete en mis sonatas. Hay mucho burócrata de la música clásica. Eso es tristísimo. Miran lo popular de soslayo, están toda la vida estudiando dieciocho horas por día y de pronto aparece un Thelonious Monk que toca con dos dedos y es genial... ¡Lo quieren matar!”.

La segunda mitad del disco Verano porteño muestra la necesidad de compartir que tenía Gandini, como una extensión de su alto sentido de la amistad. “La cumparsita” a cuatro manos con Jodos se escucha como una expresión radicalizada de los Postangos. La naturalidad que deslizaba en “Silbando” o “Cristal” –como un homenaje al silbido imprevisto “en Bruselas o en un supermercado de Westwood”- acá se vuelve abstracta, la melodía aparece residual y en los seis minutos del fatigado clásico de Matos Rodríguez el piano tiene un efecto percusivo. Gandini y Jodos convierten a “La cumparsita” en -la imagen corresponde al crítico Federico Monjeau- “un tango estallado”.

El final es otro vez afectivo, una declamación de admiración mutua. Fito Páez arremete con dos sentidas y algo irónicas –incluso juega con algunos mínimos cambios en las letras- interpretaciones de “La casita de mis viejos” y “Los mareados”. Es el cierre perfecto de Verano porteño, la última irreverencia, el despliegue de un sistema de eslabones entre Cobian y Cadícamo, Gandini y Páez. Representa el alineamiento de elementos nobles, música sobre música. Una multiplicidad de registros que define un tipo de tango hecho de sarcasmo, juego, audacia y, sobre todo, amor y conocimiento.