A pesar de que, como toda colección de relatos, Cuentos selectos de Paul Bowles –con selección y excelente prólogo de Guillermo Saavedra--, presenta una variedad grande de textos y por lo tanto, es difícil de considerar el libro como un todo. Pero Bowles escribe con maestría en un tono más o menos semejante, que Saavedra llama “pesimismo”, y alrededor de un motivo constante: el viaje. En muchos de estos cuentos, las historias están centradas en personajes que, por alguna razón, se apartan de su vida cotidiana y viajan hacia zonas que les son desconocidas y les resultan muy hostiles. Y todo esto se narra en una prosa en apariencia simple y fácil de seguir, cuya profundidad es insondable.

En este universo, los personajes se internan en paisajes y culturas absolutamente diferentes de la propia con objetivos que casi siempre se pierden de vista enseguida, destruidos por una realidad poderosa que no previeron. En muchos casos, el resultado es un terror físico que también se vuelve filosófico y que en muchos casos, es letal. Así, terror y relato de viaje son los dos géneros principales a los que apela el autor como base de su exploración sobre la condición humana del siglo XX (es llamativo que en la obra de un hombre que dejó su país para siempre y se instaló en Marruecos, el viaje aparezca en general como peligroso, horrendo, muchas veces mortal).

En la obra de Bowles, no hay acostumbramiento ni asimilación a la nueva geografía. En algunos de estos cuentos (“Un episodio distante”, “Junto al agua”, por ejemplo), parece sostenerse que si hay un campo en común entre distintas culturas –es decir, si hay una esencia de “humanidad”--, ese campo es inalcanzable para los personajes. No hay puentes entre civilizaciones: la realidad que encuentran los hombres de Bowles en sus exploraciones es incomprensible para ellos. Por eso toman decisiones muy equivocadas y cada paso que dan los conduce hacia el abismo de la muerte, la locura, la pérdida completa de cierta comodidad que daban por sentada.

Una de las características más comunes de los protagonistas es una soledad casi absoluta. Viven completamente aislados. A veces, son ellos mismos los que eligen esa vida; a veces sufren el abandono de otros. Hay casos en los que la voz narradora los abandona en medio de esa soledad antes del desastre completo, sin esperar el final, como si el autor sintiera que no es necesario seguir adelante, que basta con empujarlos hasta cierto límite para que se comprenda la dirección general en las que los lleva el camino.

En estos cuentos (y también en El cielo protector, su novela más conocida), se describen personas que se hunden en otro mundo. El protagonista de “Un episodio distante” va en busca de parientes o amigos vagamente conocidos en ciudades lejanas sin demasiada conciencia del peligro. Otros, como el Ramón de “A cuatro días de Santa Cruz”, empujados por algo (aquí, la soledad terrible a la que lo condenan sus compañeros de trabajo), aprenden la crueldad como una vía de acceso hacia el aprecio de los demás.

La crueldad es un rasgo importante en Bowles. Tal vez lo más terrorífico de su prosa sea la forma en que cuenta los actos crueles: con una frialdad que impresiona, una indiferencia transparente, eso que Saavedra describe como “distancia demiúrgica”. Esa falta de empatía agrega espanto a lo que se narra, lo vuelve, en algún sentido, insoportable. La crítica a la humanidad de Bowles tiene una dimensión, en muchos sentidos, inhumana. En eso, se parece un poco al Satán de uno de los últimos libros de Mark Twain (otro cínico desilusionado por el comienzo del siglo XX), El forastero misterioso, tan pesimista como los cuentos que se comentan aquí, en el que el ángel aplasta a los seres que acaba de crear sin ningún sentimiento, frente a los ojos de un niño.

En los relatos de Bowles, la crueldad proviene de la humanidad pero termina afectando a la naturaleza. En “El jardín”, el malentendido que determina la (mala) suerte del protagonista, destruye también el jardín que él había creado. En el caso de Ramón, la prueba que lo saca del ostracismo violento que sufre en el barco, es infinitamente cruel con un pájaro perdido en medio del mar. En “Escala en Corazón”, el mono con que comienza el cuento pasa apenas unos días por las manos del protagonista, que lo descarta sin pensarlo. Podría decirse que la indiferencia de la voz narradora frente a sus criaturas es una copia de la que sienten sus criaturas frente al resto del planeta. En ese mismo cuento, Bowles describe el horror y aconseja como defenderse de él a sus lectores en un fragmento que puede leerse también como una explicación de su “distancia demiúrgica”, su frialdad: “Receta para disolver la impresión de espanto causada por algo: fijar la atención en el objeto o la situación dados de manera que los diversos elementos, todos familiares, se reagrupen. El horror nunca es más que un patrón desconocido”.

En otro nivel de lectura, el viaje en Bowles es literal. Pero la literatura de todas las latitudes siempre ha comparado los viajes con la vida. Los de Bowles, esas excursiones a lo desconocido que realizan los personajes, la crueldad y la soledad que enfrentan, describen una manera (pesimista) de pensar la esencia de lo humano. Una aventura absurda. Asomarse a esa idea, se la comparta o no, es una experiencia intensa. Y por otra parte, Bowles convierte el viaje espacial en viaje temporal y lo dice directamente en “Cosas pasadas y cosas que aún están”, un texto diferente, que no podría definirse como “cuento” en el sentido occidental que dio Edgar Allan Poe a esa palabra. “Cosas pasadas” es más bien una colección de leyendas y relatos de Tánger, y también una definición de ese lugar, tan importante para la vida de Bowles. Por eso empieza con el nombre de ese lugar seguido por dos puntos. “Tánger:” En los primeros párrafos se habla de una serie de personajes que se toparon “con una de esas raras fisuras en el tiempo –una falla abierta, por así decirlo, en la superficie del tiempo— y cayeron dentro”. Esa caída fue “decisiva para el protagonista”. Tan decisiva y mortal como la vida misma.

Estos cuentos presentan al Paul Bowles de siempre a través de textos breves, destructivos, desesperados y son una buena puerta de entrada a toda su literatura desencantada, aterrorizada y enamorada frente a Otros a quienes no entiende. Los viajes que tejen se proponen sobre todo como una forma más de hundirse en el espejo, como Alicia, y aprender (demasiado tarde y a los golpes) a vernos como somos.