La ciudad de ficción se ve azotada por cuadrillas de piromaníacos en julio de 1977. El escritor Katsikas regresa como uno de los personajes principales de Trieste. Un cuento (Leteo), del escritor y traductor Pedro B. Rey, un relato inolvidable por la combinación elegante de humor y erudición, que transcurre mientras el protagonista está escribiendo un cuento de ciencia ficción y recibe las cartas de Lilienthal, un escritor como él pero con más edad y prestigio. Lilienthal, que disputa con desparpajo el rol protagónico, emigró de Buenos Aires a París en la década del veinte y luego se refugió en la melancólica ciudad italiana que da título al libro, desde donde escribe en su idioma natal “para escaparle a las fricativas francesas que contaminan mi vida”.

Trieste forma parte de un ciclo de relatos que Rey (Buenos Aires, 1967) denomina La lira argentina, “una deriva en el tiempo y el espacio” que comenzó con la publicación de Katsikas (2017). “El adjetivo no es nada nacional, señala una manera inevitable de mirar y quizá de hacer. Y la lira aspira a alguna forma de canto, aunque todavía está por verse cuál”, dice el escritor que tradujo a J.D.Salinger, Patrick Hamilton, Antonin Artaud y Raymond Queneau, entre otros.

--Una parte importante del cuento “Trieste” tiene que ver con las cartas que le escribe Lilienthal a Katsikas. “Es una cuestión de voz. Siempre anoto lento lo que en mi idioma natal escribo, y lo leo en altavoz, pero ahora no tengo tiempo o ganas”, escribe Lilienthal, un escritor que construye las frases desde una lengua muy singular. ¿Cómo trabajaste el estilo de Lilienthal para que sonara fluido y barroco al mismo tiempo?

--El estilo de Lilienthal -que vive en el exterior desde su veintena, en pleno siglo XX, antes de cualquier hiperconexión actual- salió sin mayores conflictos. Quizá porque la plasticidad defectuosa con que escribe, un poco olvidado de las palabras y la gramática, hizo que la irresponsabilidad, no prestarle mucha atención a las reglas, fuera la norma. Alguien me dijo que el lenguaje de Lilienthal es anacrónico o arcaico, pero no me parece. De anacrónico lo acusaban al principio a Cortázar, de escribir cosas muy modernas con palabras de los años cuarenta (y quizá siga siendo retrospectivamente y pasado el tiempo una de sus gracias). Lo de Lilienthal es más bien un idioma hecho de fluctuaciones y neologismos, aunque por momentos también escribe lo más normal del mundo. La idea viene de mi propia experiencia, creo: viví en Francia un tiempo, como el personaje, y me acuerdo del desconcierto que sentí cuando me devolvieron una nota que empezaba: “La populación polonesa…” (por “la población polaca”). Perder el idioma natal es más fácil de lo que se cree.

--¿Lilienthal sería una cruza de Héctor Bianciotti con Arnaldo Calveyra?

--Lilienthal es una invención, no pretende representar a nadie. A veces me viene a la mente que es contemporáneo de (Leopoldo) Marechal (que bien o mal pasó unos años en París en los mismos años veinte en que se va Lilienthal, y que en sus novelas tiene ese fraseo tan curioso y vibrante). Qué bueno que me nombres a Bianciotti y Calveyra. No son las referencias más obvias, pero son precisas, al menos porque los vi a los dos un par de veces. A Bianciotti lo entrevisté y cada tanto –aunque hablaba español sin rastro de ningún acento- se paraba, pensaba y me decía: “Perdone, pero después de tanto tiempo no recuerdo la palabra en castellano”. Calveyra es la única persona que me nombró alguna vez el pueblo entrerriano en que se crió Lilienthal (el mismo, dicho sea de paso, en el que pasé mi infancia: Calveyra era de otro que quedaba a pocos kilómetros). Me acuerdo de él en una reunión de un centenar de personas en la Casa Argentina de la Cité Universitaire, en París, abstraído, concentradísimo, mirando un horizonte imposible (imposible porque estábamos rodeados por cuatro paredes). Solo a Calveyra vi lograr ese estado de suspensión perfecta que se parece tanto a lo que escribía. Lilienthal tiene algo de ese halo, aunque su versión es torpe y terrenal: para él, la realidad es una fricción permanente. No sabe muy bien cómo lidiar con ella. De ahí salen todas sus peripecias triestinas.

--Lilienthal y Katsikas podrían compartir la sensación de extranjería, ya sea literal o “sentimental”. Los escritores, al menos los que te interesan, ¿son extranjeros porque están descolocados en el tiempo, porque no están en sintonía con su época, y están desplazados en el espacio?

--En la mayoría de los que escriben siempre hay algún tipo de inadecuación. Tránsfugas lingüísticos como Nabokov o Isak Dinesen –esa genia danesa a la que tanto quiero- son más bien excepciones extremas dentro de esa especie. No invento nada si digo que para escribir hay que estar en contra del tiempo que a uno le toca; no darle lo que espera. Aunque es cierto que hoy es más difícil determinar dónde está el límite entre la resistencia y la complacencia. Creo que por cosas así Sebald decía que solo leía autores muertos. Exageraba, pero la sobreabundancia, es cierto, a veces complica el panorama.

--“Por mucho que escribiera les tenía a los escritores una alergia visceral, los odiaba como especie”. Es curioso porque esa “alergia visceral” no parece darse entre músicos, pintores, cineastas o dramaturgos y sí en algunos escritores. ¿Cómo explicás ese odio?

--Es una alergia de Katsikas, un personaje no muy sociable, más allá del contexto en que vive. Como si fuera poco escribe ciencia ficción, un dato casi inverosímil. No comparto su idea, aunque es cierto que nunca entendí aquella frase de Holden Caulfield, la que dice que los mejores libros son los que le producen ganas de llamar por teléfono al autor. Al primero que no había que llamar, como sabemos, era a Salinger. Escribir es una tarea solitaria y más bien árida, y tiene desventajas. Se puede observar un cuadro a la pasada, escuchar unos compases de una sinfonía o de una canción y hacerse una idea, pero si se le pone a alguien delante un libro, así nomás, solo ve manchas. Y si se pone a leer va a tardar días o semanas para terminarlo. Las respuestas a un libro, si llegan, llegan tarde y siempre tienen algo de incompleto. La narrativa, sobre todo. La poesía tiene más recursos. Supongo además que hay algo en la materia con la que trabajan la pintura, la música, que parece ser mucho más accesible, menos abstracto. Siempre que veo una película de Eric Rohmer pienso qué placer hubiera sido hacer su clase de cine. Pero escribir tiene como contrapartida que se puede fagocitar todo sin que se note. No solo el ritmo, las descripciones, la manera de tratar las imágenes, sino también los rituales de los que se dedican a esos oficios.