No está en la Historia, hizo la Historia. La escribió con una pelota de fútbol adherida a su pie izquierdo. Y cada trazo estremeció de felicidad a un país como la Argentina que vivió por él y con él, acaso las más grandes emociones populares del último medio siglo. En un país de grandes desventuras colectivas, que ha soportado una dictadura sanguinaria, una guerra perdida, hiperinflaciones y crisis económicas recurrentes, entre otros tantos infortunios, Diego Armando Maradona derramó felicidad sobre millones de argentinos. Pocas imagenes entregan una postal tan fuerte de argentinidad como la de Diego alzando la Copa en el Mundial de 1986. Pocas representan tanto lo que quisimos ser y alguna vez fuimos.

Símbolo potente de la argentinidad, sin embargo, Diego también ha sido universal. Una de las celebridades más famosas de todos los tiempos. Y por eso las repercusiones de su deceso han pegado tanto en el mundo. La noticia trepada a los portales informativos más importantes, las imagenes del dolor sincero que reina en las calles de Nápoles, las declaraciones de líderes politicos mundiales y deportistas que compitieron con él y en contra de él, revelan que ha partido un ícono, una personalidad impar, alguien que trascendido su propia condición de futbolista. Y que ha dejado un vacío que tal vez nadie pueda cubrir. Porque Maradona fue único. En todo lo querible y odiable que como ser humano pudo tener.

Mucho antes de que la noticia de su muerte estremeciera al mundo, Diego había logrado en vida, lo que Carlos Gardel, Eva Perón y Ernesto “Che” Guevara consiguieron sólo después de dejar este mundo: ser un mito argentino. Pero el precio que pagó por ello y por ser el más grande futbolista argentino de todos los tiempos y acaso de la historia mundial, fue el más elevado de todos: no poder vivir su propia existencia. O vivir muchas en una sola. O encerrar muchas personas dentro de su propio cuerpo. Quedó dicho ya que Diego fue muy feliz y nos hizo muy felices a todos. Pero también fue muy infeliz y nos hizo muy infelices. Pero nunca tanto como en estas horas amargas en el que las lágrimas de millones de habitantes de este suelo futbolero como pocos, empapan la bandera celeste y blanca que Diego defendió como pocos o como ninguno dentro de las canchas del mundo. Con el número 10 en la espalda y el brazalete de capitán eterno. Y la pelota adherida a su zurda inmortal.

Parece un exceso patriotero y puede que lo sea. Pero como muy pocos, en todo lo bueno y en todo lo malo que tuvo el ajetreo de su vida impar, Diego representa lo mejor y lo peor de ciertas esencias nacionales, potenciado por una fama que lo asfixió desde que en 1976 y con menos de 15 años debutó en la primera de Argentinos Juniors. Dijo de él Eduardo Galeano. “Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero" escribió alguna vez el célebre escritor y periodista uruguayo, amante del gran fútbol que Diego escenificó como muy pocos. O como nadie.

Tal vez esté de más, repasar los hitos de su vida única e irrepetible. Porque la vida de Diego la vivimos todos. Primero en blanco y negro y despues, en colores. Sus éxitos y sus derrotas en el deporte y en la vida, sus grandezas y sus miserias, sus crisis y sus resurrecciones, sus peleas y sus reconciliaciones también fueron un poco nuestras. Diego vivió a la vista del mundo como si las paredes de sus hogares fueran de material transparente. Y llegaron a hacer volar drones por encima de su casa, cuando hace pocos días lo llevaron al barrio privado de Tigre donde dio su último suspiro. Seguramente recordaremos con el tiempo, donde estábamos o que estábamos haciendo en el preciso instante en el que se conoció su muerte.

“Yo era un pibe de Fiorito que jugaba más o menos bien a la pelota. Un día me pegaron un voleo en el traste, me mandaron a la cima del mundo y ahí me dejaron sólo” dijo Diego alguna vez cuando le preguntaron cómo había sido su vida. En el viaje le pasó todo lo bueno y todo lo malo. Tuvo en sus manos la Copa del Mundo en México ’86 y estuvo tres veces al borde de la muerte antes de este desenlace. Conoció el poder del dinero y el de la droga. El sol a pleno de los estadios repletos que vivaban su nombre y la noche oscura del vicio y el pecado. Las mansiones más caras y las frías camas de los hospitales y los neuropsiquiátricos. Los elogios más encendidos de los periodistas y la letra escueta de los partes médicos.

Maradona hizo esperar en una audiencia en pleno Vaticano al papa Juan Pablo II y pasó horas extasiado en La Habana conversando con su adorado Fidel Castro, que también murió un 26 de noviembre pero de hace 4 años. Trató con reyes, presidentes, dictadores, empresarios, narcos y capomafias. Se casó con su novia Claudia Villafañe en una ceremonia principesca en el Luna Park y luego la traicionó de todas las maneras posibles. Negó hijos y después los reconoció. Formó familias y las deshizo. Su increíble magnetismo personal, todo lo que él sólo provocaba con entrar a un estudio de televisión, al despacho de un ejecutivo, a un vestuario o a una cancha, lo salvó muchas veces. También lo condenó. Lo hizo sentir impune, más allá de todo. Hasta el último momento, sólo una ley acató Maradona: la de sus propios deseos. Lo mejor de lo bueno y lo peor de lo malo convivieron dentro de él. Y muchas veces, su familia y sus mejores amigos fueron víctimas de esa pelea que dió hasta su último aliento.

 Quedarse con el futbolista genial, único e irrepetible, con el autor de dos de los goles más celebres de la historia, marcados a Inglaterra en el mismo partido del Mundial de México ’86 y con diferencia de diez minutos, con el manipulador de las más grandes emociones populares que la Argentina haya vivido en los últimos 50 años, es hacer un recorte mezquino. Maradona ha logrado ser más grande que el fútbol mismo. Para el escritor mexicano Juan Villoro es “la figura más fabulosa que ha producido el fútbol dentro y fuera de la cancha”. Por eso dolió tanto verlo tambaleante y balbuceante, el día de su 60º cumpleaños, cuando incomprensiblemente fue llevado a la cancha de Gimnasia y Esgrima La Plata para recibir un homenaje a puertas cerradas que terminó siendo una cruel despedida. Quisieron extraerle la última tajada, sacarle el último beneficio a él, que lo había dado todo y acaso ya no tenía más nada para dar.

Cuesta (y costará mucho) escribirlo, decirlo y asumirlo. Pero lo que ha partido de Diego Maradona es su cuerpo y su alma, extinguidos de tanto vivir a su manera. El jugador fenomenal e irrepetible, el capitán de la selección argentina campeona del mundo en México ’86, el mito y la leyenda, el orgullo del pueblo argentino son inmortales. Viven y vivirán en cada imagen suya con la pelota en la zurda, gritando la magia de sus goles y sus jugadas, levantando la Copa del Mundo, Mejorándonos una vida que él ayudó mucho para hacerla más feliz. Aunque haya dejado su propia vida en el intento.