“¡No Dieguito! ¿Cómo te vas morir? ¿Y ahora qué vamos a hacer? Dios, cuidalo bien. Cuidalo bien, por favor. Te llevaste al mejor de todos”, dice un hombre arrodillado en Avenida de Mayo, quebrado por el dolor. “¡Cuidá al mejor, Dios!”, es su último grito desconsolado, con las dos manos apuntando al cielo. Son las primeras horas del día después de la muerte de Diego Armando Maradona. En pleno centro porteño, las vallas dispuestas por las fuerzas de seguridad organizan el trayecto que tienen que recorrer los que quieren llegar al salón principal de Casa Rosada, donde está el cajón del Diez. “Gracias, Diego. Sos la villa en carne viva”, dice una de las banderas de La Poderosa que decora las calles que desembocan a Plaza de Mayo. Las camisetas de los clubes argentinos son la indumentaria que viste a la mayoría, flamean banderas de Argentina, algunas con trazos políticos, y el mar de gorros pilusos le hace frente al sol.

“Era de esperarse todo esto”, dice una mujer, sorprendida por la cantidad de gente que se está acumulando para la despedida a Diego. “Esperame, Dieguito. En un ratito estoy ahí con vos”, grita otra y despliega un poster que muestra una foto de Maradona y Tevez. “Y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés”, es uno de los cánticos que encarna el grito de guerra de lo que va a ser esta procesión. Al costado de las vallas pasan fotógrafos, movileros de distintos canales que buscan esa historia de vida única que atestigüe alguna anécdota de color con el Diez. Son muchos los que quieren hablarle a las cámaras para contar cuando se movilizaron o, mejor dicho, cuando se emocionaron por primera vez con ese hombre que después del Mundial ’86, acompañado por la inmortalidad del relato de Víctor Hugo Morales, puso en duda su paradero y preguntándose de qué planeta había venido.

“Diego querido, el pueblo está contigo”, es otro de los canticos que se corea al unísono. La gente que se sigue acumulando a esta peregrinación hacia el último adiós, rompe con los dientes los sachets de agua de aysa que se entregan gratis y se mojan la cabeza. Se recobra la energía y ahora el Diego no se va, Diego no se va retumba en la arquitectura de los edificios porteños y las palomas salen disparadas, como si hubiese explotado un petardo. Diego no se va, Diego no se va continua y sube la temperatura de esta despedida. Ahora el agua de los sachets vuela por los aires porque a alguien se le ocurrió poner la canción La mano de Dios de Rodrigo y todo el pueblo cantó: Maradó, Maradó.

Los relatos que se escuchan en esta caminata forman parte de la descripción tangible de lo que el artista popular ha logrado hacer por última vez: el sueño de ser felices, el sueño de ganar un mundial. Las pantallas gigantes que están apostadas a la entrada de la Plaza de Mayo muestran diferentes imágenes de Diego: el famoso gol con la mano a los ingleses, el gol de mitad de cancha a esa misma selección inglesa, en la que no le quedó nada por driblear; y ese pase magistral a Caniggia –que terminaría en gol– en el partido ante Brasil, en los octavos de final del Mundial ’90. Cada gol se grita con el pecho inflado y el Argentina, Argentina, Argentina que cala a viva voz, recuerda el sentido de pertenencia a un suelo que en estos momentos tributa a su santo pagano y plebeyo.

Maradona no es una persona cualquiera/ Es un hombre pegado a una pelota de cuero/ Tiene el don celestial/ De tratar muy bien al balón/ Es un guerrero/ Es un ángel y se le ven las alas heridas/ Es la Biblia junto al calefón/ Tiene un guante blanco calzado en el pié/ Del lado del corazón/ No me importa en que lío se meta, lo supo describir Andrés Calamaro en esa canción que le dedicó a Diego, que está en su disco doble Honestidad Brutal. Todos los que están en la fila resisten la espera y que avance lento, para ver a ese guerrero con el que todo un país con él corriendo va –parafraseando la letra de Los Piojos– y que mordió la lengua de Joao Havelange. “Dale, que ya estamos. Ya llegamos Dieguito”, grita un muchacho con la camiseta de Morón, que toma el último trago de fernet y saca una rosa de su mochila que trajo para Diego. “La arranqué del jardín de la casa de mi abuela, amigo”, dice con una sonrisa impaciente.

Ahora sí, la policía que hace de obstáculo final antes de pasar al salón donde está el cajón, se corre. La adrenalina de estar cada vez más cerca atraviesa los cuerpos de los visitantes, que pasan de a uno y en fila. Apenas se ve el cajón y lo que sale es gritar, agitar una bandera y tirarle camisetas, flores, gorros, botines. Las ofrendas son de todo tipo. El que no tiene nada busca algo para dejar. La remera que lleva puesta, la foto de un familiar que tiene en la billetera, en la catera. La gente se vacía, es el último suspiro ante la tristeza de tamaña ausencia. Hay que dejar todo ahí, como lo hizo él mismo tantas veces por su país y por la gente de esos recónditos lugares del mundo que ni bien ponen un pie en suelo argentino, le dicen a amigos y familiares que están en la tierra de Maradona.