Junto a Simone de Beauvoir, de nueve años de edad, alumna del centro escolar católico Adeline Desir, aparece una morenita de pelo corto, Élisabeth Lacoin, conocida por Zaza, que le lleva unos cuantos días. Espontánea, divertida y atrevida, destaca en el conformismo reinante. Al comienzo del curso siguiente, Zaza no está. El mundo, taciturno y agobiante, se ensombrece cuando, de pronto, aparece la impuntual y, con ella, el sol y la felicidad. Su inteligencia despierta y sus múltiples talentos seducen a Simone; la admira, está subyugada. Se disputan los primeros puestos, se vuelven inseparables. No es que Simone no sea feliz en su familia, entre su madre joven y muy querida, su admirado padre y una hermana pequeña y sumisa. Pero lo que le sucede a esa niña de diez años es la primera aventura del corazón: lo que siente por Zaza es pasión; la venera, teme desagradarla. No entiende, por supuesto, en la patética vulnerabilidad de la infancia, esa revelación precoz que la fulmina; es a nosotros, sus testigos, a quienes resulta tan conmovedora. Sus largas conversaciones a solas con Zaza tienen para ella un valor infinito. Su educación, por supuesto, las encorseta, nada de confianzas, se llaman de usted; pero, pese a esa reserva, se hablan como Simone nunca había hablado con nadie. ¿Cuál es ese sentimiento sin nombre que, con la etiqueta convencional de amistad, le abrasa el corazón aún sin estrenar, maravillado y en trance, sino el amor? Simone se da cuenta enseguida de que Zaza no siente un apego análogo ni sospecha la intensidad del suyo, pero ¿qué más da eso comparado con el deslumbramiento de amar?

Zaza muere de forma brutal un mes antes de cumplir los veintidós años, el 25 de noviembre de 1929. Una catástrofe sobrevenida que perseguirá a Simone de Beauvoir. Durante mucho tiempo, su amiga regresa a sus sueños, con la cara amarillenta bajo una capelina rosa, mirándola con reproche. Para abolir el anonadamiento y el olvido no queda sino un recurso: el sortilegio de la literatura. Cuatro veces, en diferentes trasposiciones, en novelas de juventud inéditas, en su recopilación Cuando predomina lo espiritual, en un pasaje suprimido de la novela Los mandarines, con la que ganó el Premio Goncourt en 1954; cuatro veces ya la escritora intentó en vano resucitar a Zaza. Insiste ese mismo año, en una novela corta, inédita hasta ahora, a la que no puso título y que aquí publicamos. Esta última trasposición a la ficción no la satisface, pero la conduce, por un desvío esencial, a la conversión literaria decisiva. En 1958, integra en su obra autobiográfica la historia de la vida y de la muerte de Zaza: son las Memorias de una joven formal.

Esta novela corta, Las inseparables, que Simone de Beauvoir acabó y conservó pese al juicio crítico que le merecía, no por ello deja de ser muy valiosa: ante un misterio, las preguntas se exacerban, se multiplican los enfoques, las perspectivas, los puntos de vista. Y la muerte de Zaza sigue siendo en parte un misterio. Las luces que arrojan sobre ella los dos últimos escritos de 1954 y 1958 no coinciden con exactitud. Es en la novela corta donde por primera vez se escenifica el tema de la gran amistad. De esas amistades enigmáticas como el amor que hicieron escribir a Montaigne acerca de La Boétie y de sí mismo: “Porque él era él, porque yo era yo”. Al lado de Andrée, que encarna a Zaza en la novela, hay una narradora que dice “yo”, su amiga Sylvie. “Las dos inseparables” están reunidas en el relato común lo mismo que en la vida, para enfrentarse a los acontecimientos, pero es Sylvie quien, a través del prisma de su amistad, los refiere, permitiendo, por el juego de los contrastes, desvelar su irreductible ambigüedad.

El hecho de elegir la ficción implicaba trasposiciones varias y modificaciones que hay que descifrar. Los nombres de personajes y de lugares, y las situaciones familiares son diferentes a los reales. Andrée Gallard ocupa el lugar de Élisabeth Lacoin y Sylvie Lepage, el de Simone de Beauvoir. En la familia Gallard (Mabille en las Memorias de una joven formal) hay siete hijos, de los que solo uno es chico; en casa de los Lacoin había nueve hijos vivos, seis chicas y tres chicos. Simone de Beauvoir solo tenía una hermana; su alias, Sylvie, tiene dos. Reconocemos, por supuesto, en el colegio Adélaïde el famoso centro Desir, sito en la calle de Jacob, en Saint- Germain-des-Prés: allí fue donde sus profesoras bautizaron a las niñas como "las inseparables". Esta expresión, que tiende un puente entre la realidad y la ficción, da en adelante título a la novela corta. Tras Pascal Blondel se oculta Maurice Merleau-Ponty (Pradelle en las Memorias), huérfano de padre, muy apegado a su madre, con quien vivía, y también con una hermana que en nada se parece a Emma. La finca de Meyrignac, en Limosín, se convierte en Sadernac, mientras Béthary se corresponde con Gagnepan -donde Simone de Beauvoir pasó dos temporadas-, una de las dos residencias de los Lacoin en las Landas, junto con Haubardin. Allí está enterrada Zaza, en Saint-Pandelon.

¿De qué murió Zaza?

De una encefalitis vírica, según la fría objetividad científica. Pero ¿qué fatal concatenación, que se remonta mucho más en el tiempo, encerrando en sus redes la totalidad de su existencia, acabó poniéndola, debilitada, agotada y desesperada, en manos de la locura y la muerte? Simone de Beauvoir habría contestado: “Zaza murió por haber sido excepcional. La asesinaron, su muerte fue un ‘crimen espiritualista’”.

Zaza murió porque intentó ser ella misma y porque la convencieron de que esa pretensión era algo malo. En la burguesía católica militante en que nació el 25 de diciembre de 1907, en su familia de tradiciones rígidas, el deber de una chica consistía en olvidarse de sí misma, en renunciar a sí misma, en adaptarse. Porque Zaza era excepcional, no pudo “adaptarse”, palabra funesta que significa encajonarse en el molde prefabricado donde nos espera un alveolo al que rodean más alveolos: lo que rebase lo comprimirán, lo aplastarán, lo tirarán como un desperdicio. Zaza no pudo encajonarse, trituraron su singularidad. Ese fue el crimen, el asesinato. Simone de Beauvoir recordaba con una especie de espanto cómo tomaron una foto de familia en Gagnepan, con los nueve hijos colocados por orden de edad: las seis chicas uniformadas con un vestido de tafetán azul y, en la cabeza, un sombrero idéntico de paja adornado con acianos. Ahí tenía su puesto Zaza, esperándola desde tiempo inmemorial, el de la segunda de las hijas Lacoin. La joven Simone rechazó fanáticamente esa imagen. No, Zaza no era eso, era “la única”. Que una libertad pudiera emerger de forma imprevista era lo que negaban todos los credos de su familia: el grupo la asedia sin tregua, es presa de los “deberes sociales”. Rodeada de un batallón de hermanos y hermanas, de primos, de amigos, de una dilatada parentela, a Zaza la engullen tareas, obligaciones sociales, visitas o diversiones colectivas, y no le queda ni un momento libre, nunca la dejan a solas, o a solas con su amiga, no es dueña de sí misma, no le conceden un tiempo privado ni para el violín ni para los estudios; se le niega el privilegio de la soledad. Por eso los veranos en Béthary son para ella un infierno. Se asfixia; tanto aspira a escapar de esa omnipresencia ajena -que recuerda a la mortificación similar que se impone en algunas órdenes religiosas- que llega incluso a cortarse con un hacha en un pie con tal de librarse de una tarea impuesta y particularmente aborrecible. De lo que se trata en ese ambiente es de no singularizarse, de existir no para sí, sino para los demás. “Mamá nunca hace nada para ella, se pasa la vida dedicada a los demás”, dice un día. Bajo la impregnación constante de esas tradiciones alienantes, toda vida individualizada muere antes de nacer. Ahora bien, no hay nada que escandalice más a Simone de Beauvoir y eso es lo que quiere mostrar la novela, un escándalo al que se puede calificar de filosófico, puesto que atenta contra la condición humana. La afirmación del valor absoluto de la subjetividad quedará en el núcleo de su pensamiento y de su obra, no del individuo, un simple número relacionado con una muestra, sino de la individualidad única que convierte a cada uno de nosotros en “el más insustituible de los seres”, como decía André Gide, la existencia de esa conciencia en concreto, hic et nunc. “Valorad lo que nunca se verá dos veces”. Convicción inquebrantable, originaria y que la reflexión filosófica sustentará: lo absoluto ocurre aquí, en esta tierra, durante nuestra sola y única existencia. Se entiende, pues, que en la historia de Zaza la apuesta era esencial.

¿Cuáles fueron los desencadenantes de la tragedia? Varios datos se trenzan en un haz en que algunos saltan a la vista: la adoración por su madre, cuya desautorización la desespera. Zaza quiso con locura a su madre, un amor celoso y desdichado. Su ímpetu topaba contra cierta frialdad en esta, y su segunda hija se sentía ahogada en el conjunto de los hermanos, una entre los demás. Hábilmente, la señora Lacoin no recurría a su autoridad para reprimir la turbulencia de sus hijos pequeños y la conservaba intacta para garantizar mejor su dominio cuando llegase el momento de lo esencial. El encarrilamiento de una hija lleva al matrimonio o al convento; no puede decidir su destino a tenor de sus gustos y sus sentimientos. Corresponde a la familia determinar las uniones, organizando “entrevistas”, seleccionando a los candidatos en función de intereses ideológicos, religiosos, sociales y económicos. Hay que casarse con alguien del propio ambiente. Por primera vez, a los quince años, Zaza tropieza con esos dogmas mortíferos: cercenan su amor por su primo Bernard con una separación brutal y hete aquí que, por segunda vez, a los veinte años, amenazan con doblegarla. Su elección del candidato sin oportunidades, Pascal Blondel, su esperanza de casarse con él: otras tantas salidas de tono sospechosas e inaceptables desde el punto de vista del clan. El drama de Zaza es que en lo más hondo lleva un aliado que secunda arteramente al enemigo: no tiene fuerzas para poner en tela de juicio a una autoridad sagrada y queridísima cuya sanción la mata. En cuanto la reprobación materna le corroe la confianza en sí misma y el gusto por la vida, la interioriza y llega casi a dar la razón al juez que la condena. La represión que ejerce la señora Lacoin es tanto más paradójica cuanto que se intuye una grieta en el bloque de su conformismo: de joven, al parecer, también a ella la obligó su madre a un matrimonio que la repugnaba. Tuvo que “adaptarse” -ahí es donde aparece esa palabra atroz-, renegó de sí misma y, convertida en una imperial matrona, decidió reproducir el engranaje triturador. ¿Qué frustración, qué resentimiento se ocultaban tras ese aplomo?

La tapadera de la devoción, o más bien del espiritualismo, fue un peso abrumador en la vida de Zaza. Estuvo sumida en un ambiente saturado de religión: nacida en una dinastía de católicos militantes, con un padre presidente de la Liga de Padres de Familia Numerosa y una madre que ocupaba un lugar importantísimo en la parroquia de Santo Tomás de Aquino, uno de los hermanos, sacerdote, y una de las hermanas, monja. Todos los años, la familia iba en peregrinación a Lourdes. Lo que Simone de Beauvoir denuncia con el nombre de espiritualismo es la “blancura”, la mistificación que consiste en cubrir con el aura de lo sobrenatural valores de clase muy terrenales. Por supuesto, los mistificadores son los primeros mistificados. La referencia automática a la religión lo justifica todo. “No hemos sido más que instrumentos en las manos de Dios”, dice el señor Gallard tras la muerte de su hija. Doblegaron a Zaza porque interiorizó un catolicismo que, generalmente, no es sino una práctica cómoda y formal. Su categoría excepcional la perjudicó una vez más. Aunque cayó en la cuenta de la hipocresía, de las mentiras, del egoísmo y del “moralismo” de su ambiente, cuyas acciones tanto como sus ideas interesadas y mezquinas traicionan constantemente el espíritu de los Evangelios, su fe, si bien se tambaleó por un momento, persistió. Pero sufre con un exilio interior, con la incomprensión de sus allegados, con su aislamiento -ella, a la que nunca dejan a solas-, con una soledad existencial. La autenticidad de sus exigencias espirituales solo vale para mortificarla en el sentido propio de la palabra, para torturarla, acorralándola con sus contradicciones íntimas. Porque para ella la fe no es, como para muchos, una complaciente instrumentación de Dios, un sistema para darse la razón, para autojustificarse y eludir sus responsabilidades, sino la puesta en entredicho de un Dios silencioso, oscuro, un Dios oculto. Verdugo de sí misma, se destroza: ¿hay que obedecer, hay que embrutecerse, hay que someterse, olvidarse de una misma, como le repite su madre? ¿O hay que desobedecer, que rebelarse, que reivindicar los dones y los talentos que nos han correspondido, como la anima a hacer su amiga? ¿Cuál es la voluntad de Dios? ¿Qué espera de ella?

La obsesión del pecado minó su vitalidad. Al contrario que su amiga Sylvie, Andrée/Zaza está muy informada de las cuestiones sexuales. La señora Gallard, con una brutalidad casi sádica, ha avisado a su hija de quince años de las crudezas del matrimonio. No le ha ocultado que la noche de bodas es “un mal rato que hay que pasar”. La experiencia de Zaza ha desmentido ese cinismo; está al tanto de la magia de la sexualidad, de la turbación; los besos que se dieron su amiguito Bernard y ella no fueron platónicos. Se burla de la simplonería de las jóvenes vírgenes que la rodean, de la hipocresía de los biempensantes que “blanquea”, niega o disimula la irrupción de las crudas necesidades de un cuerpo vivo. Pero, a la inversa, sabe que es vulnerable a la tentación y un exceso de escrúpulos emponzoña su cálida sexualidad, su temperamento ardiente, su amor carnal a la vida: sospecha que hasta en el menor de sus deseos hay un pecado, el pecado de la carne. El remordimiento, el temor y la culpa la trastornan; y esa condena de sí misma refuerza en ella la tentación de renunciar, el gusto por el anonadamiento e inquietantes tendencias autodestructivas. Acaba por capitular ante su madre y Pascal, que la convencen del peligro de un noviazgo largo, y acepta desterrarse en Inglaterra, siendo así que todo su ser se niega a ello. Esa postrera imposición feroz a la que se somete acelera el desastre. Zaza murió de todas las contradicciones que la descuartizaban.

En esta novelita, el papel de Sylvie, la Amiga, no es sino el de facilitar que comprendamos a Andrée. Como bien destaca Éliane Lecarme-Tabone, pocos recuerdos suyos aparecen, nada se sabe de su vida, de su lucha personal, de la turbulenta historia de su emancipación y, sobre todo, del antagonismo fundamental entre los intelectuales y los biempensantes -tema que constituye el eje de las Memorias de una joven formal-, que no está aquí más que esbozado. Pero vemos, pese a todo, que está mal vista en el ambiente de Andrée, donde apenas la toleran. Mientras los Gallard disfrutan de una cómoda holgura, su familia, inicialmente de una burguesía acomodada, quedó arruinada y desclasada después de la guerra de 1914. No se le ahorran disimuladas humillaciones en la vida cotidiana de sus estancias en Béthary: señalan con el dedo su peinado, su ropa, y Andrée, discretamente, le cuelga un vestido bonito en el armario. Y hay más: la señora Gallard no se fía de ella, de esa joven descarriada que estudia en la Sorbona, tendrá una profesión, se ganará la vida y la independencia. La desgarradora escena en la cocina, en la que Sylvie revela a Zaza, que se queda boquiabierta, lo que fue para ella en el pasado —todo—, es el punto en que las relaciones de ambas amigas se invierten. A partir de entonces, será Zaza la que más quiera. Sylvie tiene por delante el infinito del mundo, mientras que Andrée se encamina hacia la muerte. Pero es Sylvie/Simone quien va a resucitar a Andrée, con ternura y respeto, va a resucitarla y hacerle justicia por la gracia de la literatura. No puedo por menos de recordar que cada una de las cuatro partes de las Memorias de una joven formal concluye con las palabras siguientes: “Zaza”, “contaría”, “la muerte”, “su muerte”. Simone de Beauvoir se siente culpable porque, en cierto modo, sobrevivir es una culpa. Zaza fue el rescate; llegó incluso a escribir en unas notas inéditas “la sagrada forma” de su evasión. Pero para nosotros, esta novela corta suya ¿no cumple acaso esa misión casi sagrada que les encomendaba ella a las palabras: luchar contra el tiempo, luchar contra el olvido, luchar contra la muerte, “hacerle justicia a esa presencia absoluta del instante, a esa eternidad del instante que ya es para siempre”?