Este jueves se cumplirá el primer año de gobierno y, como todos los aniversarios redondos, invita al balance.

Siempre debería suceder --pero no ocurre-- que este tipo de reflexiones involucre también a la oposición y al conjunto de actores sociales que son determinantes o influyentes en el andar del país, porque de lo contrario, antes que honestidad, hay parcialidad analítica.

Y desde ya, no existe prácticamente un sólo parámetro de evaluación que no deba estar regido por la pandemia.

Tener presente semejante aspecto es de una elementalidad pavorosa, pero no menos alarmante que la cantidad o calidad de gente capaz de despreciar el marco como si se tratara de haber vivido un año político juzgable con los mismos requisitos de uno “normal”.

La furia mediática desde el primer día; todólogos a tiempo completo; barrabravas de micrófonos permanentes o al paso; instigadores anticuarentena, luego alarmados por los relajamientos y después pro-cuarentenistas, y así sucesivamente; chimenteros puestos en rol de analistas profundos; la falta de mínimo rigor noticioso; apurados y “viudas de” que, en los medios convencionales o en los foros, tienen a mano las soluciones mágicas.

Esa jauría de excitación constante, intensa, que vive decepcionada y constituye la militancia del indignacionismo, también cae en el balance.

Habrá quien diga, y está bien: nada nuevo bajo el sol.

Pero no sirve de consuelo; sí, en todo caso, para estimular lo imprescindible del pensamiento crítico y de mensurar los datos duros.

Un enorme ejemplo de estas horas son los índices de pobreza e indigencia difundidos por el órgano de la Universidad Católica Argentina que se dedica a observar la deuda social.

Según la UCA, la población bajo la línea de pobreza aumentó en forma dramática --medida estructuralmente, a través de tres o más carencias, y no sólo por nivel de ingresos-- entre julio y octubre de 2019 y 2020.

Esa fue el juicio central de la trituradora “informativa”, que salteó el párrafo en torno de lo más grave que sería la situación si no hubieran mediado las disposiciones gubernamentales para reducir los efectos de la parálisis económica: el 55,5 por ciento de los argentinos recibe ayuda estatal, contra poco más del 40 por ciento que era ayudado en 2019.

En números redondos, el cálculo da que sin asistencia del Estado habría más de un 53 por ciento de pobres en lugar del 44 por ciento observado; y la indigencia no sería del 10 por ciento, sino cercana a un porcentual de 30.

Análogo a esa lectura ignorada por la inmensa mayoría de los medios, la cifra de muertos evitados gracias a las medidas de readecuación sanitaria, tomadas desde un primer momento, nunca fue ni será relevante.

Es noticia que todo lo hecho fue al divino botón porque sólo importa que los fallecidos por el virus sean numéricamente tan impactantes como lo que pretendía evitarse, cuando Argentina estaría sufriendo algo mucho peor de no haber evitado lo que no es noticia.

Salvo que alguna o todas las vacunas previstas den resultado favorable inmediato, se verá qué pasa si nos toca el rebrote que padece Europa; pero nada quitará que hay que sacarse el sombrero frente a cómo nuestro sistema de salud resistió un embate inédito, demoledor, en este país que queda en el culo de ese mundo al que no sabemos integrarnos por obra del pérfido populismo.

Son meros recordatorios para tener en cuenta, y nadie intelectualmente honorable los dejaría de soslayo en esta instancia de balance a un año de gobierno.

Es de ahí para abajo que deben sacarse las cuentas principales de este año horripilante.

Cuentas alcanzadas por el hecho de que nadie, asimismo, debería apuntar a tontas y locas contra un Estado ¿definible como ausente?

¿En serio?

¿En lo nodal estuvo ausente?

Pongámosle que la catástrofe dejada por Macri no habilita excusas, siendo que estaba en el inventario archiconocido.

Hagamos que la herencia más jodida de, por lo menos, la historia democrática argentina, no tiene valor superlativo.

Así hubiese ese hándicap para quienes detestan al gobierno de los Fernández, es difícil de concebir (como no sea a través del odio de clase, del resentimiento de los mediopelo aspiracionales y del infantilismo testimonial) que no se reconozca absolutamente nada de lo que quiso, supo o pudo hacerse.

Aquí sirve detenerse en el siguiente desafío, tal vez facilongo.

La espantosa improvisación oficial en la despedida a Maradona; el episodio que enredó a Felipe Solá respecto de lo que hablaron Alberto Fernández y Joe Biden; la marcha y contramarcha para mejorar el ingreso y la periodicidad del aumento en los haberes jubilatorios, se precipitaron para redondear una imagen de gobierno hondamente desordenado.

Eso suele ser aludido como serios problemas de gestión, y es cierto.

No ya para quienes tienen acceso a cierta información reservada, sino para cualquiera que siga con interés el curso noticioso general sin tampoco prestar vigilancia específica a las entrelíneas, está claro que el Gobierno es un despelote organizativo.

No se coordinan acción y comunicación; se entrega el campo orégano a la burla de los facilistas; se corre detrás de lo que dice un Presidente que atiende al periodismo con una disposición casi cotidiana, jamás vista, con todos los riesgos que eso supone porque de tal manera es imposible no quedar sujeto a contradicciones y metidas de pata; no hay un vocero que imponga o conteste agenda; sí hay chicanas y movidas para perjudicar(se) o ventajear entre los propios.

Pero entre eso --tanto más-- y concluir que la gestión se equivoca gravemente en su norte político hay una diferencia abismal.

¿De qué errores se habla, entonces, cuando se citan las fallas de gestión? ¿Cómo se caracteriza “gestión”? ¿Sólo desde su sentido burocrático o a partir del cumplimento eficaz, con sus más y sus menos, de expectativas básicas?

¿De qué es acusable el Gobierno en términos de (sus) grandes líneas y en apenas un año de ejercicio, este año, por fuera de las eternas sacudidas en la cotización del dólar y las alarmas de una inflación a la que no se termina de amansar porque la puja contra los formadores de precios va y viene?

En medio de soportar la pandemia, se intervino con las armas disponibles para morigerar el drama social y contener estallidos; se cerró con los bonistas contra todo pronóstico de los manosanta del establishment; se va hacia una negociación con el FMI en la que hay dos lados del mostrador, y los enojados y furiosos con poder de fuego son la derecha de toda la vida, expresando que las tensiones internas con CFK --el ala moderada y la dura, los “socialdemócratas” y los cristinistas-- no son antagonismo oficialista principal.

¿Y qué aportó la oposición, en todas sus formas, que no fuese remitirse a la “impureza” moral, ideológica u operativa de ese frente gobernante a veces caótico, a veces impreciso, a veces timorato, pero en ninguna variante peor que aquello a lo que se le pudo ganar en las urnas?

¿Qué idea produjo? ¿Convocar a la calle en defensa de los patriotas de Vicentin, o en nombre de una República impoluta que sus añorados cruzaron de mesas judiciales, redes de espionaje, supremos cortesanos que intentaron colar por la ventana, testigos truchos, servicios de inteligencia a disposición periodística?

¿En serio esa cofradía contribuye con la advertencia de una Justicia desquiciada, de que avanza un ajuste antipopular y que el lugar más rico del país es una víctima presupuestaria?

De vuelta: hágase el esfuerzo de meter todo en el balance porque, si no, pareciera que basta y sobra con críticas unilaterales.

Aun si se desea defenestrarlo, el Gobierno no es lo único que este jueves cumplirá un año.

También lo hacen quienes ratificaron por qué tuvieron que irse.