Las historias de Adiós a la calle se entretejen, como distraídamente, en torno de una época y un lugar precisos, la segunda mitad de los 80 en Buenos Aires, y un tema: la aparición del sida. Este entramado se construye a través de diferentes perspectivas, pero tiene como centro la mirada del protagonista principal: Horacio. La perspectiva de este personaje, cuyo perfil psicológico y sociológico es delineado por Zeiger con extrema precisión, tiñe el enfoque del tema y le da a la novela su aura peculiar. Es la mirada de un gay de Barrio Norte, criado por un padre autoritario, un tipo racional, solitario, bastante frío y, ante todo, pragmático.

Horacio tarda en inquietarse ante el sida: “Se hablaba de la peste rosa, de una enfermedad extraña de los homosexuales, un virus que se había escapado del laboratorio, y él pensaba que era todo tan extraño que no podía ser enteramente cierto”. Mientras esa incertidumbre creaba una pátina opaca alrededor del tema, Horacio estaba alerta y se cuidaba. Sin embargo, “cuando llegaron a instalarse con fuerza el pánico y la desconfianza y la paranoia de la gente se potenciaba en la televisión”, adquirió una visión prácticamente inversa: “se fue asentando en él una sensación de muerte irremediable e irreversible de una forma serena y reposada”, algo parecido a la resignación o a la asunción de un destino.

Siempre fiel a su filiación realista, Zeiger liga los destinos individuales de sus personajes a un entorno social más amplio: la “primavera democrática” argentina, con su cultura de la diversión y la transgresión: “Con la sensación de que la dictadura sobrevolando la vida es algo que empieza a alejarse del horizonte, a desdibujarse, porque a pesar de sus bravuconadas los militares ya no van a volver a tener el poder, se han ido cultivando otros aspectos. La moral se afloja; hay una sed de probar lo que no se ha probado, él siente esa sed. Y todavía siente (porque más allá de los militares se ha educado con un padre autoritario) el peso de la ley”.

En ese sentido, Horacio es un personaje que nunca termina de arrojarse al goce. Si bien concurre a fiestas, prueba drogas e incursiona en las derivas de sexo casual por las calles porteñas, guarda siempre una distancia. De ahí su posibilidad de reflexionar sobre un fenómeno de la época al que llama “el reviente”, como si pudiese convertirlo en un objeto de estudio, porque nunca termina de entregarse a él completamente: “¿Qué es el reviente? ¿Una compulsión, una práctica? ¿Una moda, una filosofía de vida? De golpe parece algo completamente instalado. Algo frente a lo que hay que tomar posición, por sí o por no”.

Su incipiente relación con Pablo lo lleva finalmente por otro camino. No sé si se podría decir “el amor”, porque este personaje contenido, así como guarda una distancia del reviente que practica, tampoco posee un sentido romántico y pasional del amor, y hasta se siente incómodo al percibir que hay cosas que no controla del todo. Preso de cierta auto-censura, sus miedos y fantasías, incluidas aquellas en torno al sida, emergen solamente en los sueños. Sólo en esas narraciones oníricas Horacio se convierte en involuntario cronista de las angustias secretas, pero siempre sin ninguna estridencia.

Es por eso que, si leemos Adiós a la calle como parte de una vasta constelación de narrativas en torno a la experiencia del sida, se destaca, justamente, por esa falta de estridencia. En la Argentina, de esa constelación forman parte los pioneros textos de Sergio Nuñez (Vivir con sida, 1994), Marta Dillon (“Vivir con virus”, 1995-2004) y Pablo Pérez (Un año sin amor, 1998). Pero acaso, a fin de iluminar la originalidad de esta novela de Zeiger, quizá convenga ponerla en relación con otro fenómeno del mundo literario, aquellas primeras y emblemáticas novelas francesas que se publicaron en los años que siguieron a la rápida y destructiva trasmisión del virus en los ambientes gay: La Mélancolie du voyeur (1986), de Conrad Detrez; Les Quartiers d'hiver (1990), de Jean Noel Pancrazi; Al amigo que no me salvó la vida (1990), de Hervé Guibert; Estos son los amigos que el viento sopla (1991), de Yves Navarre; y Las noches salvajes (1992), de Cyril Collard.

Estas novelas francesas se centran en el mismo período que Adiós a la calle, la segunda mitad de los 80, y hay en ellas un tono preponderante, frenético y a la vez melancólico, en el que se anudan goce, muerte y escritura. Quizás el ejemplo más familiar -porque fue muy leída en la Argentina- sea la novela de Guibert, un incandescente cronista de aquellas pasiones desesperadas, y un ejemplo cabal de estos salvajes y poéticos narradores, de algún modo fascinados por su excéntrica vida y por su propia muerte, que parecen extirpar de su dolor el canto trascendental de su obra y apostar por extraer de la experiencia una belleza estremecedora.

En las antípodas de eso se encuentra Adiós a la calle, cuyo tono es más bien de una nobleza estoica, desprovista de énfasis. Horacio carece del glamour que podría tener “un amante de Foucault”, está construido más bien como un hombre sensato y parecido a cualquier otro. Su perspectiva no permite estetizar ni romantizar el sida, como tampoco el “reviente” de la época ni el valor subversivo de ciertas prácticas sexuales. Frente a la apuesta literaria por una búsqueda de los límites como trascendencia existencial -que podría remitir no sólo a aquellas novelas francesas, sino incluso más lejos, a las obras de “los beats”-, aquí no se asiste a ningún tipo de drama existencial, no se elige exaltar la rebeldía ni recuperar una “épica del under”.

Publicada en 2006, Adiós a la calle relee el tema en retrospectiva, abriendo paso a otro tipo de narrativas, para pensar la evolución del fenómeno y construir un tratamiento acorde al siglo XXI, delineando la experiencia en los términos de una desgracia ordinaria que, con el tiempo, se incorpora a la normalidad: “Hace rato que terminó el desayuno y se ha quedado mirando los techos a través de la ventana. Sobre la mesa hay una taza, un jarrito con leche, la manteca, un frasco de dulce abierto, una tostada por la mitad, el cuchillo con restos mezclados de manteca y dulce. Hay una copa con agua y dos pastillas blancas”.

Distanciándose de esas narrativas que supieron conducir al paroxismo estético la relación entre goce, muerte y escritura, Zeiger opone la escéptica mirada de Horacio. Un abordaje realista del tema que implica una renuncia a la fascinación de los extremos, y que parece buscar restituir la dignidad de lo ordinario, las vivencias cotidianas que hacen de la enfermedad y de la supervivencia instancias soportables. Su rechazo a la ornamentación estética es su arma principal. La austeridad de su prosa es implacable, y su eficacia queda plasmada, por ejemplo, en su renuencia a regodearse en escabrosas descripciones y lograr condensar una imagen de la enfermedad con apenas dos elementos: la fatiga, el adelgazamiento.

En síntesis, acaso debamos pensar que la singularidad de Adiós a la calle está dada, justamente, por la renuncia al goce, tanto del protagonista como del narrador. Como sabemos -psicoanálisis mediante-, las renuncias al goce siempre son en aras de una vida posible; y eso queda sugerido en la memorable escena final de la novela, que parece llevar a su máxima expresión la humanidad que anida en el pragmatismo de Horacio, a través de un gesto de empatía que diluye, por un instante, las diferencias de clase.