El 10 de abril de 1887 nació el doctor Bernardo Houssay, que desde bien pequeño exhibió atracción por los libros y una indomable curiosidad que lo distinguía de todos sus compañeros. A tal punto trepó su voracidad, que un día despertó las alarmas de su madre que, según él mismo señalaba, “no tenía problemas en arremangarse la camisa y arrodillarse en el suelo para jugar a las bolitas”. El objetivo era distraerlo un poco, porque desde su concepción, los niños también debían destinar tiempo para jugar y divertirse. Pero el futuro de Bernardo estaba marcado: a los 5 años rindió un examen para ingresar en la escuela primaria y lo ubicaron en tercer grado. Cuando apenas pisaba los 8 debió solicitar autorizaciones para rendir instancias finales del colegio secundario. Su velocidad de aprendizaje causaba vértigo y los pasos eran tan grandes que barría las distancias y quemaba todas las etapas: se recibió de bachiller a los 13 en el Colegio Nacional Buenos Aires, de farmacéutico a los 17, fue profesor a los 21 y médico a los 23.  

En 1923 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y, entre una innumerable cantidad de libros y experiencias cosechadas, en 1944 creó el Instituto de Biología y Medicina Experimental (IByME). Institución en la que estudiaría Luis Federico Leloir (Premio Nobel en 1970), y que en la actualidad, cuenta con investigadores de la talla de Gabriel Rabinovich, recientemente destacado como miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. En 1945 publicó el tratado de fisiología humana, popularmente conocido como “la fisiología de Houssay” y fue traducido a múltiples idiomas. El éxito del trabajo le permitió obtener varios premios, entre los que se destacan reconocimientos de instituciones de prestigio internacional como la Universidad de Toronto (Canadá), el Royal College of Physicians (Inglaterra) y la Royal Society of New South Wales (Australia).

Tiempo más tarde fue exonerado en la Facultad de Medicina (UBA) por sus diferencias con el gobierno peronista, aunque nunca relegó sus investigaciones. Si su cátedra debía interrumpirse, sus hallazgos en el laboratorio se encargarían de brillar con luz propia. En 1947, obtuvo el Premio Nobel en Medicina y Fisiología, distinción que lo convirtió en el primer investigador latinoamericano en conquistar ese galardón en ciencias. Sus investigaciones vinculadas a la hipófisis y al metabolismo de los hidratos de carbono fueron vitales para analizar el desarrollo de la diabetes en el ser humano. 

Mediante el Decreto-Ley n° 1291, en 1958, tuvo una participación decisiva en la fundación del Conicet. Institución en la que se desempeñaría como primer presidente y que condujo hasta su muerte. Durante su larga y vertiginosa carrera, obtuvo 24 doctorados honoris causa, fue nombrado miembro de numerosas academias de medicina y formó parte de más de 200 sociedades científicas. Hasta el 27 de septiembre de 1971, fecha de su fallecimiento, alimentó su espíritu inquieto con nuevos aprendizajes, mucho talento y una vocación tan inquebrantable como su voluntad. Jamás renunció a la ciencia argentina, y concentró todas sus capacidades en la formación de discípulos que pudieran continuar con sus pasos. 

Hasta aquí, el texto podría funcionar como una buena síntesis biográfica en conmemoración al científico argentino que marcó un auténtico punto de inflexión en el paisaje de la ciencia nacional. Sin embargo, su legado no estaría vivo si la nota no fuera salpicada con algunas gotas de realidad.

La Real Academia Española define el verbo investigar como la “realización de actividades intelectuales y experimentales de modo sistemático con el propósito de aumentar los conocimientos sobre una determinada materia”. Sin embargo, pensarlo de ese modo sería reducir su complejidad, quitarle los reveses de la historia, vaciar las contradicciones del presente y renunciar al contexto.

En este sentido, podría decirse que investigar es redactar tesis, artículos y libros, desarrollar ideas, ampliar los campos de estudio, presentar ponencias en congresos, sostener acaloradas discusiones con colegas que piensan distinto y desarrollar aplicaciones tecnológicas que atiendan a las necesidades de las personas. Sí, pero también es poner el cuerpo cuando la situación no es favorable. Es construir el futuro incluso cuando el presente parece desvanecerse. Es atesorar los logros conseguidos y caminar con las banderas en la espalda. Así como lo hacen los científicos argentinos en pleno 2017, cuando se reúnen en plenarios y encuentros nacionales para solicitar a las autoridades del sistema el pleno ejercicio de sus derechos. Investigar es trabajar.    

Y ahora bien, ¿qué implica ser científico? Puede definirse a partir de una característica muy particular que se establece como denominador común: un estado de alarma inherente y una curiosidad latente. Es estar inconforme, manifestarse incómodo ante un pedazo de realidad que no se interpreta con las herramientas convencionales y se pretende explicar con una lupa (pero sobre todo con otros ojos). Es reconocer una situación e intentar comprenderla con minucia para luego describirla y actuar sobre ella. Es hacer cosas con palabras, colocar patas hacia arriba lo establecido: observar el cielo y pensar más allá del tiempo atmosférico y las precipitaciones; es caminar la tierra, reflexionar acerca de su biología y reconocer mundos paralelos; es –algunas veces– vestir trajes a medida o lucir polleras formales y cuestionar los habitus de clase; es pagar en la almacén con billetes y preguntarse por qué.

Hoy la realidad es otra y a 45 años del fallecimiento de Houssay, sus frases hacen eco y rebosan de actualidad. Será necesario, una vez más, leer al maestro: “La disyuntiva es clara, o bien se cultiva la ciencia y la investigación y el país es próspero y adelanta, o bien no se la practica debidamente y el país se estanca y retrocede. Los países ricos lo son porque dedican dinero al desarrollo científico-tecnológico y los países pobres lo siguen siendo si no lo hacen. La ciencia no es cara, cara es la ignorancia”.

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