Las imágenes pasan veloces y da la sensación de que entre una y otra, y en la duración de cada una, hay saltos, como si estuvieran hechas con pocos fotogramas. Pero sólo en eso, y en el presupuesto del video, se puede aplicar esa palabra, “poco”, para hablar de la obra de Mauro Guzmán. En este caso, el video que abre, está en la entrada de la galería Henrique Faría, su última muestra, Comerme los ojos de los otros, que se puede visitar hasta el 10 de mayo. Entonces, las imágenes pasan veloces y van configurando un universo signado por el exceso, por lo barroco, por lo queer. Se ve una imagen de la escultura de unos sirenos, torsos, brazos y cabezas masculinas y la mitad inferior del cuerpo de criatura marina, enredados en bronce, verdes se los ve, es notable que son sirenos europeos. Se ve una escalera blanca, de esas medio señoriales, clásicas podría decirse, parece de mármol, está sembrada de colosos también blancos de los que podría decirse lo mismo que de la escalera. Irrumpe una figura femenina, muy dragueada ella pero sin afeitarse la barba, muy queen como una araña queen de esas culonas: el vestido, rojo, teatral, el collar de perlas, y sube y baja las escaleras con un huevo en las manos, su huevo, lo quiere proteger diría uno pero está difícil y a esta dama de rojo le sigue otra, una enloquecida, La Guzmania, una que saca la lengua y, se escucha sola o sobre lo que parece una música de pequeña orquesta, aúlla, otra figura femenina pero esta no cuida nada, juega con sus huevos, se los come fritos, goza como loca en ese autogenerarse y autofagocitarse y en ser fagocitada por la escultura del principio que se anima, cobran vida los cuerpos y lo que era bronce es barro y se anudan y se desanudan los chongos que estaban congelados allá en Alemania, se hacen de carne y barro acá nomás, en las orillas del Paraná, se litoralizan y en esta orilla muestran todo eso de porno que estaba latente en la escultura germana y algo se funde ahí entre el aullido de la Guzmania y esos cuerpos de los medio chongos medio pescados que la incorporan a la escultura, que la hacen de barro a ella también. Una obra queer la de Guzmán. Y barroca. Este video, un homenaje al cine mudo también. Y al surrealismo. Un surrealismo a la Buñuel pero embarrado y puto. Un surrealismo nuevo, en fin.

¿Cómo fue que construiste una obra tan queer?

–Mi obra siempre fue queer. Para mí montarme y desmontarme es natural. Tengo una naturaleza queer. Mi proceso de producción tiene que ver con una práctica que llevo a cabo de una forma muy intuitiva, sin saber mucho cuál es el destino de las obras, hacia dónde van. Y después lo empiezo a cargar de información. Empiezan a aparecer algunos parámetros adentro de la obra. Igual, ahora todo es queer. Y no lo digo para negar lo queer en mi obra, si no desde un lugar de negación de la tendencia a lo queer, ¿se entiende?

No, ¿qué es la tendencia a lo queer?

–Como artistas, todos trabajamos con lo queer. Está bien, pero eso no justifica una obra. Tienen que pasar muchas cosas para que sea una obra.

¿Cómo empezó esta muestra?

–Desde 2013 vengo haciendo una serie que se llama La Guzmania. Es a partir de una planta que encontré en un supermercado chino en España, en una residencia. Hice una muestra individual en la Fresh Gallery -la galería de la marchand trans argentina Topacio Fresh en Madrid- donde presenté por primera vez este personaje, La Guzmania. Comencé a pensar en algo que tenía que ver con trabajar el ánima de esa planta, me atrae la idea de darle vida y cuerpo a las cosas muertas. Me puse a pensar si existiría una especie de esencia Guzmán, Guzmania, cómo podía trabajarlo con esos parámetros. Por otra parte, venía muy fascinado con la investigación sobre los recursos audiovisuales. En ese lenguaje hay algo de lo primario que logro cuando trabajo, que a veces me remite mucho al cine mudo, a cosas muy básicas, parece mucho pero es poco. En otro proyecto, que fue “Linda Bler Artista Poseída”, hice remakes de trece películas, el objetivo fue desarmar las estructuras de género del cine de Hollywood para dejar en evidencia los mecanismos de manipulación de las emociones de esa industria. 

Tu relación con el cine es muy intensa.

–Sí. También toda esta muestra está atravesada por la obra de Jack Smith (uno de los creadores de la cultura drag, se pueden ver filmes suyos en la web). Vi una muestra de su cine en 2011, cuando estaba atravesando una crisis creativa. Hay algo de la dinámica del arte que te lleva a que tu producción sea cada vez mayor. Y esa producción me alejaba de la obra. Estaba con esa crisis de crecimiento y ver a Jack Smith fue como decir, “ah, se puede hacer esto y quedarse acá”. Eso fue bastante bisagra en torno a pensar los mecanismos de legitimación de las artes. Ahí empiezo a trabajar la serie Guzmania. El año pasado viajé a Alemania para mostrar las películas de Linda Bler y tres fotos del personaje Guzmania. Me habilitaron trabajar en una escuela de Artes Escénicas que tiene distintos departamentos, Escenografía, Vestuario, Maquillaje, y pude seleccionar esos colosos que están en el video; el vestido también lo alquilé ahí. Conseguí montar el escenario en la escalera, a modo de improvisación, aprovechando esos recursos que tenía por pocos días. Fue una semana de trabajo. Cuando volví y pactamos la muestra con la galería empecé a hacer todas las piezas para que se articulen. Terminé la filmación en mi estudio en Rosario, ahí aparece el barro.

A La Guzmania se la come la escultura clásica, es casi una declaración: esto que es súper queer, re desaforado, es arte clásico en quince minutos, bancá. Y a la vez muestra eso desaforado y queer que está latente en muchas esculturas clásicas. 

–Tiene que ver con esa tensión de dónde quedarse de la que te venía hablando. Porque cuando emergés es todo genial, pero después, cuando tenés que sostener una obra en el tiempo, tenés que elegir un posicionamiento. La vanguardia es comida todo el tiempo por lo clásico; el tema es cómo hacés para sostener un punto de tensión con eso que va a pasar de todos modos. 

En la muestra de Mauro hay una foto que parece emerger desde un espejo, un poco a la manera de Alicia pero al revés: uno puede reflejarse un poco a condición de ver dos seres, un cuerpo de varón espejado, desnudo, apoyado sobre una tela roja, con una peluca lila y un fondo verde. 

Hay un telón, parte de una serie, “Telones Sangrientos”, que realizó en 2006-2007 y que en esta muestra se resignifica con un ¿piso? de pelucas, vajilla rota, mica, lámparas y esmalte que le da una sensación de magma, de cosa medio muerta o medio viva, descomponiéndose y dándole lugar a otras formas de vida que, uno diría, empiezan con el gusano o con la larva, con lo borboteante, con lo que se genera en el caldo podrido del final o del principio, se engancha esta obra con el espíritu de la Guzmania. “Tiene que ver con lo pantanoso, con la zona entre la superficie y lo profundo, con lo que puede quedar atrapado en ese barro y se pudre. Este telón es una reversión de otra obra, de alguna manera sostuve lo sangriento pero lo atravesé con otro tipo de fluidos y de colores, con lo de abajo, que es lo que trae y deja La Guzmania”.

Hay, también, una obra hecha con una rama, cáscara de huevo, prótesis oculares, MDF, peluca, poliuretano expandido, collar de perlas, camisa, video proyectado, 80 x 165 x 184 cm. El detalle de los elementos que la componen dice mucho de la obra que es una especie de oxímoron en su desmesura austera: es una rama nomás, dispuesta de tal manera que parece un bicho esquelético de tres patas con una peluquita platinada, bien plástica, y un collar de perlas avanzando sobre una superficie hecha de pedazos de cáscara de huevo y ojos. La peluquita y el collar le dan una onda de bicho siniestro queer. O de “señora”, dice Mauro. O, la peluquita, de Cristo de iglesia mexicana. Les ponen peluquita y taparrabos de raso y los Cristos parecen medio travestis. “Como Cristo no lo había pensado. La muestra está atravesada por la muerte y es como el escenario sobre el que puede avanzar este espectro y amenazar a todas las obras”. 

Atrás del espectro se proyecta un video. Se llama “Dios ano”, de 2011, dura un minuto y medio. Claro que se proyecta en loop, así que termina durando todo lo que uno quiera mirarla: la imagen, que parece el agujero de un culo, de pelo rubio bien recortadito, del que entra y sale algo medio orgánico, como si regurgitara el culo, ubicada en el rincón más interno de la galería, se proyecta con fuerza sobre el conjunto de las obras. Pero tiene un secreto. “No es un culo”. Sorpresa. “No. Igual le puse ‘Dios ano’, eso es claro. Es una boca espejada, la mía, mientras me como un durazno”.

En la vida de Mauro como artista hubo un hito inesperado. Le pasó con una foto hermosa suya, en la que Súperman besa a Jesús en la boca. “La mostraron en el Macro y cuando se inauguró no pasó nada pero a los meses, cae un abogado del Opus Dei rosarino, se escandaliza y empieza a pedir que la retiren. Eso terminó con el Arzobispo pidiéndole al director del museo que retiren la obra, con una carta que justo ahora se está presentando en Macro con los archivos de todo lo que pasó en ese momento.” 

¿Qué te pasó con eso?

–Te empieza a dar miedo, paranoiqueás. Estaba en la fila de un banco y alguna gente me miraba mal. No me interesa la provocación como objetivo de la obra. Me aburre, es muy fácil. Son cosas que si no las querés, son un bajón. Recibir violencia de parte de los otros es horrible. Era chico, fue en 2008. Esa obra a mí me encanta, es una obra bellísima. 

Hay algo que flota en toda Comerme los ojos de los otros: lo pantanoso, lo estancado, el barro, lo borboteante, lo que se descompone. Lo que se pudre. Mauro lo cuenta así: “Hay algo como de lo empantanado. Tiene que ver con una especie de aire de presente social. Es tremendo, me da miedo. Hasta hace un mes no sentía este miedo que siento ahora, la posibilidad del horror”.

Comerme los ojos de los otros se puede visitar en Henrique Faría (Libertad 1628) de lunes a viernes de 13 a 19.