EL CUENTO POR SU AUTOR

Aunque hasta cierto punto, desde luego, mis padres no se preocupaban demasiado por las películas que veían en mi presencia o la de mi hermano cuando éramos chicos. No es que faltara espacio en casa, es que había una sola tele. En una de esas veladas fantasma, vi una película espeluznante: trataba de un cuadripléjico que, tras el accidente que lo había postrado, debía habituarse a su condición. Una hora y media de un padecer extremo, sin perspectivas de mejora, despertaron en mí el terror de una serie de preguntas que, en mi adolescencia, volverían a atormentarme con la lectura de Johnny fue a la guerra. ¿Qué hacer luego de semejante trastorno? ¿Qué estrategias darse para seguir viviendo? ¿Cómo relacionarse con los demás cuando tu mundo se limita a la distancia que va desde la cama a la silla? Son las mismas preguntas que me hago hoy frente a mi trabajo de escritor, que supone los mismos problemas. Creo ahora que “La historia del leñador” puede leerse como una parábola de lo mismo: trabajo, inmovilidad, sobrevivencia.


LA HISTORIA DEL LEÑADOR

1.

Una avalancha sepulta el cuerpo del leñador, dejando su cabeza afuera.

*

Parece ser el anticipo de una avalancha mayor, más violenta y cargada, por lo que gritar pidiendo ayuda no es una opción.

El leñador deberá encontrar otra manera de sacar su propio cuerpo de ahí. Y deberá hacerlo rápido.

*

Abajo, donde sus pies han quedado extendidos en una posición extraña, como si estuviera por dar un battement o algún otro paso de danza clásica, el leñador mueve tanto como puede los dedos del pie igual que si ejecutara una escala en un piano enano.

Toma una bocanada grande de aire para, con la presión interna, comprobar que no haya órganos dañados.

Después se queda inmóvil, como congelado, aunque congelado es una palabra que quizá debamos usar más adelante.


2.

¿Qué cosa provocó la avalancha?

No el golpe del hacha contra el abedul que el leñador tenía enfrente, porque todavía no había descargado ese golpe sobre el tronco: de hecho, fue poco después de llevar el hacha hacia atrás que recibió el impacto de la ola de nieve.

¿Habría sido ese roce al preparar el golpe, el sonido agudo que salió de la tela de su cazadora desde abajo de su axila?

En ese caso, el leñador culpa a su mujer: ella trajo el café demasiado caliente esta mañana, y el leñador decidió enfriarlo con un chorro grueso de whisky.

Eso lo puso brusco.

*

Estúpida, dice el leñador, y cree ver que el paisaje blanco, montaña arriba, tiembla.

3.

Pero si el movimiento de levantar el hacha y el golpe de la nieve son tan contemporáneos que podrían considerarse simultáneos, entonces no hay entre ellos una relación causal: el ruido que provocó la avalancha debió ocurrir antes.

El leñador piensa. Sabe en el fondo que pierde el tiempo, un tiempo quizá precioso, pero, antes de dar con la solución a su problema, o al menos de intentarlo, tiene que terminar de calmarse, y usa esta pregunta para hacerlo.

El golpe frío le sacó la borrachera. Ahora debe asumir su situación.

*

Bueno, la tierra se mueve bajo nuestros pies, aunque muchos vivan sin recordarlo. Y, en la cercanía con los polos, ese movimiento es más sensible, como el viento en los pisos más altos de un edificio.

Pero eso no es todo: la tierra se mueve también por dentro. El leñador recuerda las placas tectónicas dibujadas en los pizarrones de su infancia, y recuerda también lo que decía su profesora de geografía al respecto, aquello de que un pequeño movimiento en las profundidades podía traer consecuencias fuera de toda proporción en las capas exteriores.

Con el viento, granos de nieve apelmazada se meten con fuerza en sus ojos y pasan minutos enteros hasta que el leñador logra abrirlos otra vez.

4.

Bien: es imposible saber con pruebas concluyentes que fue esta y no aquella la verdadera causa de la avalancha.

Pero la pregunta insiste en él por un sencillo motivo de orgullo: a excepción de los catorce meses en que estuvo en el frente, el leñador ha vivido toda su vida en la montaña. Y hasta hoy, pensó que conocía cada saliente de esta ladera y cada piedra que la saliente sostenía, es decir, pensó que conocía esta montaña como la palma de su mano.

Ese conocimiento, que parece haberlo traicionado, fue hasta hoy lo único, o lo más grande, de lo que el leñador podía jactarse.

5.

Ahora que lo piensa, el responsable pudo ser el perro de su vecino.

Como cada mañana, también hoy el perro ladró cuando el leñador pasaba junto a la cerca, y, al igual que las otras mañanas, lo hizo con ferocidad. Es un perro de cabeza y patas anchas pero, para su gusto, el gusto del leñador, de pelo demasiado corto para el frío de la montaña. Más de una vez, el leñador se ha burlado del perro en el bar del pueblo, aunque con la intención clara de burlarse de su vecino.

Es que el leñador tiene una opinión formada respecto de lo que es un buen perro, por más que no tenga uno. Ni perro ni hijos.

*

También, en respuesta a los ladridos, el leñador escupió su gallo de todas las mañanas, de la cerca hacia adentro.

Pudo ser el gallo, el sonido como de escopeta a repetición, al cargarlo con el aire de su nariz y luego al disparar, con el aire de su boca.

*

O pudo ser la fuerza del impacto, mezcla de café, whisky y moco, al caer, pesado, en la nieve.

6.

Acaso porque ha repasado todas las causas posibles, tanto las que no están a la vista (el movimiento interno y exterior de la Tierra) como las que sí (los ruidos provocados por el propio leñador y por el perro, los únicos seres en kilómetros a la redonda, ya que su mujer y el vecino están trabajando montaña abajo, en el pueblo), o quizá porque no se le ocurren otras causas posibles, el leñador está listo para, por fin, pasar a lo que sigue: actuar, si es que alguien en su posición puede llevar adelante un proyecto semejante.

Entre una cosa y otra, porque al cabo de sus elucubraciones se merece, aunque mínimo, un descanso, y porque siempre ocurre así entre el pensamiento y la acción, se produce una falla.

Silencio adentro, silencio afuera.

*

Y bien: el silencio es una oportunidad para que el relato se aleje de él, del leñador, lo mismo que el leñador, en este mismo instante, se aleja de sí mismo.

De hecho, el lugar y el resto de las condiciones en que se ve involucrado (la soledad, el frío, la nieve) son de por sí un paisaje que quisiéramos lanzarnos a explorar con el ojo de la narración.

Ahora que lo tenemos cerca, y aprovechando que el personaje está suspendido, la posibilidad se presenta inmejorable.

6.

Diremos solamente que, en el momento en que el ya mentado ojo de la narración se desplaza hacia los picos nevados del norte, al leñador se le ocurre calcular cuánto tiempo le queda antes de que la nieve, vuelta agua a causa del calor corporal, se filtre a través de la cazadora.

Acto seguido, por la alarma que produce el cálculo, intenta mover el pulgar, su dedo más fuerte, para agrandar el rango de movimiento de su mano y así cavar su camino hacia afuera.

*

Necesitará mucha fuerza, quizá una energía sobrehumana concentrada en su dedo, para llegar a hacerlo.

Hambre, por ahora, no siente: su abdomen, si es que desde allí viene el hambre, está duro como una tabla y no deja pasar sensación alguna.

Siente sed: echa vapor sobre la nieve que, como una bufanda, rodea su cuello.

Y bebe de esa nieve derretida.

7.

El viento que, de tanto soplar, ha formado una planicie sobre la formación antes irregular de la avalancha, sacude a cada rato la copa del abedul y cae algo de nieve sobre la cabeza del leñador.

No hay, de hecho, sobre esa superficie blanca y aplanada, otra cosa que el penacho del árbol y, a pocos metros, la cabeza, como una mancha en el paisaje.

Provisoria, se diría de la cabeza, si alejamos la visión. Tanto como puede serlo un globo negro o una bolsa negra que, sin embargo, extrañamente, permanece en el lugar.

Mientras esto ocurre, mientras, producto de la acción persistente del viento, la montaña nevada se transforma menos en un obstáculo que en una cavidad, el leñador trabaja con su dedo, aunque no se vean señales en la superficie.

*

Junto con el viento, unas nubes negras pero ligeras pasaron en gran número por delante del sol, cubriendo y descubriendo alternativamente el paisaje. Esto no lo recuerda el leñador de sus clases de geografía ni de ninguna otra materia, pero sabe, de haberlo visto otras veces, que el cielo tiene una capacidad limitada, y que pronto empezará a saturarse.

En algún lugar que el leñador desconoce, algo, quizá el horizonte, hará de límite y las nubes se acumularán, como si un arriero cerrara la tranquera y las vacas se amontonaran.

De eso a la tormenta será cuestión de segundos.

*

Pero por intenso que hubiera sido aquel trabajo, por mucho que hubiera concentrado todas sus fuerzas, físicas y mentales, en ese dedo, el leñador no logra más que abrirse paso hasta el dedo índice.

Ahora que es mediodía, y el viento, y con él las nubes, se detienen, permitiendo por un rato el paso franco del sol, y ahora que a la amenaza inicial (el agua filtrando por su cazadora) se le ha sumado otra nueva (la tormenta de nieve), en el momento, se diría, menos conveniente de todos, el leñador finalmente se lo permite: se olvidará, por un momento, de su situación.

O es que no hay nada más por hacer.

8.1.

Sin el apuro de salvarse, sus pensamientos por fin se alejan del problema aunque sin perder tampoco su marca de origen. Por eso es que la nueva pregunta a la que su mente arriba tiene y no tiene que ver con lo que pasa, o, para decirlo mejor, atañen al problema indirectamente.

¿Cuándo fue la última vez que estuvo en una situación de vida o muerte como la de hoy, y qué hizo aquella vez para salir con vida?

Así consumirá su último descanso: dejándose ir con la pregunta hasta el núcleo de su vida, para después dar el corto paso que lo separa de la muerte.

8.2.

De Viet-nam recuerda, por encima de todo, o bien por delante de todo, la muerte de Malcom García a manos del Ejército del Norte. En todo caso, eso es lo primero que se le viene a la cabeza cuando piensa en Viet-nam. Y cuando el leñador empieza pensando en otra cosa (en barbacoas al rayo del sol, en encendedores con el nombre del soldado, en fusiles que se hinchaban con el calor y se trababan en pleno combate), de igual modo Malcom no tarda en colarse en sus pensamientos y en acaparar toda escena mental referida a la guerra.

Hijo de aparceros del Estado de Missouri, Malcom era petiso, bastante más bajo que el leñador, pero fibroso y elástico al mismo tiempo, la clase de persona que el leñador podría levantar con la fuerza de un solo brazo, pero también la clase de persona que podía ganarle al leñador en una pelea mano a mano. Sus nudillos eran como carozos de una fruta tropical. Su pelo era tan abundante y estaba tan bien pegado a su cabeza que si no hubiera muerto esa mañana insoportable de sol y humedad, no sería hoy, ni de lejos, un asqueroso pelado.

De hecho, la salud de Malcom era a tal punto rebosante que no se agotaba en los límites de su cuerpo. No sin cierta cautela inicial, Malcom García se comportaba de una manera expansiva hacia el mundo, con una sonrisa siempre lista para subir a sus labios. Poco antes de hacerse amigos, al leñador lo fastidiaban esas serenas demostraciones de simpatía: cuando lo creía uno de los suyos, un espíritu retraído y reconcentrado, entonces Malcom era capaz de reír ante la primera tontería que dijera algún soldado fanfarrón. Eso desorientaba al leñador. Pero hacía falta recordar que Malcom tenía hacia él, hacia el leñador, un trato diferencial (ya entonces el leñador solía entrar en largos silencios de los que salía solamente con ayuda de Malcom) para que la confianza se restituyera de inmediato.

8.3.

Pero había un punto en el que ambos se veían invadidos por la misma perplejidad, y no era un punto que los preocupara sólo a ellos. Todos, salvo los superiores, decían estar por lo mismo en Viet-nam: tratando de averiguar qué harían con sus vidas de vuelta en casa. Y todos ahí estaban poniendo entre una cosa y la otra, entre el final del secundario y la entrada a la vida adulta, una guerra.

Para el leñador, la de hachar árboles en montañas heladas lo mismo que su padre borracho, era una posibilidad que seguía a mano. Creía entonces, y un poco lo creyó hasta hoy, que si el trabajo de leñador no era para él, todavía estaría en condiciones de corregir el rumbo sobre la marcha, tan precario y necesario al mismo tiempo era el optimismo humano.

*

En cuanto a Malcom, había trabajado durante el verano anterior como vendedor de zapatos (zapatero, decía Malcom, sería decir demasiado) pero solamente para cubrir los gastos diarios: su verdadera vocación estaba afuera de la zapatería.

Tampoco sabía Malcom si llamarlo así. Si vocación, decía Malcom, es lo que te gusta no ser, no lo que te hace especial, sino justamente lo que permite que te olvides de vos mismo, a él le gustaban cosas, no ya que significaran una utilidad o una ganancia: eran cosas que ni siquiera tenían un nombre.

8.4.

Y aunque Malcom no se hubiera referido directamente a esas cosas, el leñador las vinculaba a alguna de sus conductas o a alguno de sus comentarios.

Una tarde en que otros dos soldados jugaban de parados al ajedrez sobre un tacho de aceite para motor, y él, Malcom, seguía la partida desde cerca, el leñador le confesó por lo bajo que no entendía qué veían algunos en ese juego, a su parecer tremendamente lento y aburrido.

Yo tampoco sé qué le ven: no sé jugar al ajedrez, dijo Malcom, y ante el gesto de sorpresa del leñador, agregó: me gusta ver la cara de los jugadores cuando mueven una pieza o cuando el adversario mueve la suya. Y más me gusta ver la cara de concentración, la cara que corresponde a una mente trabajando, que ponen los jugadores entre una cosa y la otra.

Es lo más parecido, decía Malcom, a una de esas charlas que ya no existen, en que los hombres se tomaban el tiempo de responder, y para hacerlo, salían a pasear junto al río o daban de comer a sus caballos o bebían vino a solas apoyando su jarro en una piedra.

*

O, según lo había relatado con una lata de cerveza en la mano en un bar de Saigón, esa vez que, de vuelta en su pueblo, siguió a otro auto hasta la interestatal, Malcom desde su Chevy, sin otro objeto que aplastar los cigarrillos que salían disparados por la ventanilla.

Todo empezó por casualidad cuando, volviendo de la zapatería, Malcom pudo ver que el conductor de adelante sacudía la ceniza por el camino y, poco después, arrojaba el filtro. Malcom puso su rueda izquierda derecha al filtro y lo pasó por encima antes de que diera otra vuelta sobre el asfalto.

Pero inmediatamente el conductor prendió un nuevo cigarrillo y así uno atrás del otro, cigarrillos, o colillas, que Malcom fue aplastando metódicamente primero en las calles del pueblo y más tarde en la ruta.

Cuando los cigarrillos se terminaron, el conductor dio la vuelta en U y volvió al pueblo, y así lo hizo también Malcom.

Ya de noche, con el otro auto subido a la rampa del garaje, a Malcom le extrañó ver a la distancia desde su Chevy que la conductora era una mujer. Y que, antes que cualquier otra cosa, antes de saludar a sus hijos o lo que sea, le pedía un cigarrillo a su marido para salir a fumarlo a las escaleras del porche, bajo la luz de las estrellas.

*

El mundo es extraño y hermoso, decía Malcom por las noches antes de dormir o lo que sea que hacían cuando cerraban los ojos.

Y así, con los ojos cerrados, se refería ahora a los vestidos que, luego del cierre, quedan a solas bajo la luz fría de las sederías; ahora a las pequeñas corrientes de agua que viajan por la canaleta en contra de la mano y, con eso, confunden a los automovilistas.

El mundo es hermoso pero harán lo posible por distraerte con tonterías como la de ser alguien.

8.5.

Fue en una de las tantas emboscadas de Charlie. Salían de la nada, como desde el paisaje mismo.

Malcom, que tampoco era la cabeza del grupo, fue el primero en recibir el ataque. Le volaron el brazo izquierdo con una bala que seguro iba dirigida a su corazón. Su brazo bronceado y fuerte ahora estaba chamuscado, y poco después, todos lo sabían, se desprendería de sus nervios y quedaría tirado en aquel claro vietnamita.

Malcom miró su brazo y después miró el cielo con ojos casi cerrados. Fue un instante antes de que el leñador fuera capaz de ayudarlo, que un segundo balazo lo derribó. Entonces todo el batallón, que ya se había tirado al suelo dejando expuesto nada más que a Malcom, retrocedió hasta el primer reparo para responder desde ahí al fuego enemigo.

Después, con la intención de tender una segunda emboscada, los vietnamitas se llevaron el cuerpo de Malcom a la rastra para que los Marines fueran tras él.

Nadie lo hizo.

Fue como si la selva se lo hubiera tragado.

*

Pero todavía más nítido que el anterior es el recuerdo de la litera de Malcom García, junto a la del leñador, con la frazada de arpillera verde tapando sin ninguna arruga el duro colchón sobre el que Malcom García se tendía a divagar.

Y el uniforme de Malcom al pie de la cama que, aunque no fuera de él exactamente, sería lo único parecido a sus pertenencias que mandarían a su casa en Missouri.

Esta es la imagen a la que queríamos llegar: la del leñador, que todavía es un soldado en el frente, derramando sus lágrimas sobre esas botas lustradas, sin uso.

9.

En realidad, lo recuerda todos los días, y, si por algún motivo no lo recuerda durante día, hace falta que llegue la noche para que Malcolm García aparezca en los sueños del leñador.

De ninguna manera es necesario quedar sepultado bajo la nieve para que esa imagen vuelva a su cabeza.

*

Es más, si, como piensa el leñador, la ciencia alcanzará un día un desarrollo tal que será posible saber qué imagen atesoraba el muerto al momento de dejar la vida, como si se tratara de esos insectos inmóviles en piedras de vidrio con los que hacen llaveros, esa será la suya, esa será su imagen.

Las botas de Malcom García: el mensaje del leñador para la eternidad.

10.

Bien, para responder a la pregunta: Viet-nam, esa fue la última vez que estuvo en una situación de vida o muerte.

Y en cuanto a qué cosa hizo para seguir vivo, la respuesta es: lo mismo que cualquiera en su lugar, nada en especial, esquivó proyectiles de todo tipo y, una vez de vuelta en casa, siguió respirando.

Hasta hoy. Hoy podría perfectamente dejar de respirar, sobre todo cuando el cielo se ha encapotado, y cuando su mujer, la última opción del leñador, demora en llegar del pueblo.

*

Pero justo ahora, cuando queda poco o nada por decir, hay un movimiento tras la cortina de nieve que se agita en el viento. Es el perro del vecino que, luego de ir de acá para allá por donde antes de la avalancha había un seto, nota la presencia del leñador y va hasta él.

Hay dos opciones: o bien el perro dejará que el leñador siga vivo o, fiel al odio que hay entre ambos, le arrancará la cabeza de un tarascón.