EL CUENTO POR SU AUTOR

En el principio, hace más de veinte años, había una frase: "Un vaso con lava sobre la mesa de luz". La frase y el vaso con lava siguen estando ahí, aunque todo lo demás se deformó hasta volverse irreconocible. El veinteañero que despertaba en un monoambiente del centro de Córdoba ya no está más, y tampoco sus perplejidades y tribulaciones que se parecían tanto a las mías en ese momento. Ahora el hombre que despierta en esa habitación que ya no es la que era, en esa ciudad vacía que puede ser Córdoba pero que también es muchas más, terminó siendo un viejo muy viejo que para no dejarse ganar por el miedo cuenta historias de otros como si fueran la suya. Ese viejo es, para mí, mi desconocido perfecto. Cuando ese viejo apareció, apareció la novela que no había podido encontrar antes, y que finalmente ahora, en este verano extraño, está siendo publicada. Los últimos cuatro años de escritura, más de mil páginas de word, trescientas mil palabras, un millón seiscientos cincuenta mil caracteres. De alguna manera Big Rip es una novela que nunca voy a terminar de escribir. Tampoco voy a intentarlo, ya. Escribirla ha sido una experiencia abierta, en la que la naturaleza del texto ha sido el desborde. De todos los excesos, el que más me desconcierta es este: no sé cuántos personajes contiene. Por suerte, la Santa Tuerta no tiene más remedio que saberlo.


LA SANTA TUERTA

Soy la Santa Tuerta. El ojo que me falta ha visto a Dios y por eso ya no sirve más. Ya no está. Solo quedo yo. La cuenca vacía de mi ojo es como un cofre que se cierra con un parche negro de terciopelo. En la cuenca descansa, resguardo mi fe.

No es fácil ser la Santa Tuerta. Aunque ya casi nadie viene a consultarme, tengo que estar a la altura de lo que dicen de mí las estampitas y los almanaques que pululan por los barrios. Por eso dejé de ir a la carnicería. Por eso, en realidad, ya no salgo de casa a hacer las compras ni ninguna otra cosa. Me quedo acá, en la cocina, aburriéndome como una ostra al fondo de estos PHs roñosos mientras escucho cómo las chapas mal clavadas de los techos de las habitaciones que mis vecinos improvisan como quien amontona cajas de zapatos crujen bajo el calor del sol, que está siempre, o repiquetean bajo la lluvia, que también está siempre. Y cuando no escucho, hablo. Mi marido y mis hijos se turnan para vigilarme y grabar todo lo que digo cuando me da por hablar, como ahora, interrumpiéndome a veces para que repita algo o haciéndome después preguntas en interrogatorios interminables mientras toman notas con las que después cuchichean por horas. Sin embargo, no me quejo. No. Eso sería falta de fe. Eso sería pecado. Desde que soy la Santa Tuerta entiendo cosas que antes no entendía y veo cosas que nadie más ve. Mi ojo solitario puede remontarse hacia el pasado y ahí mismo tropezarse con el futuro. Puede ver cosas que mi memoria no ve porque nunca estuve ahí. Interpreta desde su soledad y me llena de palabras que ni siquiera sabía que existían. Estoy llena de palabras. Brotan de mí como si fuera un manantial o una cloaca.

Mi madre limpiaba casas. Mi padre era albañil. Antes de ser la Santa Tuerta, para mí, ellos vivían en mundos diferentes, por completo ajenos, sensación que se reforzaba por el hecho de que aunque éramos diez viviendo en una casa muy pero muy chica, ellos casi nunca hablaban entre sí, y cuando lo hacían era porque se había vuelto inevitable, como dos desconocidos que en la calle intentan esquivarse y, como si uno fuera el reflejo del otro, trastabillan un paso para la izquierda, uno más largo hacia la derecha, y no logran más que chocarse. Y la casa era tan chica que era justo eso lo que les pasaba, se chocaban, cruzaban monosílabos y seguían de largo. Cuando estaban en la casa, mis padres orbitaban. Yo podía saber exactamente dónde estaba uno viendo donde estaba el otro. A unos pasos de distancia, eran como planetas no solo distintos sino también iluminados por estrellas distintas (a mi madre la iluminaba una estrella azul, a mi padre una amarilla). Eran como planetas, sí, cuerpos opacos flotando en el vacío. Porque para mí, que en ese entonces tenía dos ojos y no veía ni más ni menos que cualquiera, no existía nada más que ellos dos. Antes de tener edad para ir a la escuela, me fascinaba acompañar a mi madre a las casas que limpiaba, seguirla de habitación en habitación, quietita junto a sus baldes. Y por las noches, cuando no podía dormirme, me olvidaba de respirar imaginando a mi padre levantando paredes sin ayuda de nadie bajo esa estrella amarilla que solo él podía soportar. Las manos de mi madre eran largas, oscuras y mullidas, como si no tuvieran huesos, y las manos de mi padre eran tan grandes que parecían llevar siempre guantes y eran ásperas, con el color y el olor de la cal. Cuando estaban en nuestra casa eran como planetas pero no eran planetas, esas son cosas que ahora me hace decir el ojo. ¿Qué podía saber yo de planetas y de órbitas, chiquitita como era, tramposa en los juegos y malhablada? Mis padres, cuando estaban en la casa, eran un hombre y una mujer que se ignoraban. Mi madre por lo general limpiaba y mi padre arreglaba alguna cosa mientras alguna de mis hermanas mayores cocinaba la cena. Recién tarde en la noche, cuando estábamos todos acostados, se encontraban, se enredaban, se friccionaban en la oscuridad y los ruidos y las chispas eran como si alguien estuviera afilando un cuchillo. En esa época ya sabía lo que era el sexo y estaba segura de que lo que ellos hacían en la piecita de al lado donde dormían junto a mis hermanos más chicos era otra cosa. Los escuchaba despierta, los sentía en los dientes. Yo estaba en la habitación de los más grandes, donde era la más chica, la que menos espacio ocupaba y la que menos tenía, y por eso era la última en dormirme y escuchaba todo mirando el techo rugoso que papá había construido y pintado. Mirándolo y tocándolo, porque estaba al alcance de mis manos. El techo era bajo y yo dormía en la cucheta que compartía con Ramón, que me llevaba dos años y era tan largo que para poder dormirse tenía que enroscarse como un bicho bolita. Ramón se enroscaba y entonces yo tenía más espacio que nunca. Escuchaba a mis padres frotarse como piedras y tocaba el techo que era como la piel de un elefante. Y aunque yo sabía lo que era el sexo y había visto a mis hermanos y hermanas haciéndolo entre ellos, no podía imaginarme que lo que mis padres hacían fuera eso, como no podía ver lo que ahora puedo ver, desde que Dios me eligió y me sacó un ojo para que el otro viera con libertad. Mi padre era albañil y mi madre limpiaba casas, eran complementos. Si cierro mi único ojo veo el techo, la piel del elefante. Cuando tenía cinco años mis hermanas mayores, Vanesa y Julieta, lograron convencerme de que nuestros padres eran robots, y que nosotros éramos robots también. Fue el único año hermoso.

La historia de cómo perdí el ojo es una historia difícil de contar. La debería contar Dios, que es quien la hizo, además de que él seguramente no ha escuchado todas las versiones que escuché yo, tantas que ya me resulta difícil quedarme solo con lo que sé que pasó de la manera en que pasó. Porque los hechos se deforman con mucha facilidad. Una palabra, una pausa, y listo. Ya es otra cosa. Y yo estoy llena de palabras, hinchada, repleta, inflada, desbordada, atestada, atiborrada. Pero voy a hacer el intento. ¿Qué otra cosa, si no? ¿Qué hacer en esta cocina donde me confino y dejo que mi familia me vigile? Mi marido es gordo y petiso, más o menos como yo, y antes nos llevábamos muy bien porque a los dos nos gustaba reírnos mucho y de cualquier cosa, malhablar todo el tiempo y jugar largas partidas de canasta en las que hacíamos trampa. Pero todo cambió después del accidente. Desde que soy la Santa Tuerta, cuando estoy callada él me espía de reojo, y cuando hablo, como ahora, abre los ojos y su frente se arruga como si renegara de mí. Sigue manejando su camión de transportes y sus viajes son cada vez más largos y cada vez más seguidos. Sé que en algún momento ya no va a volver. No lo culpo. Nos conocimos jugando a la canasta en un club cristiano, junto a la iglesia que está frente a la plaza que está frente a la estación de trenes, aunque ya no hay trenes y en la iglesia no hay cura y donde era el club ahora hay una secta en la que, dicen, el cura que se fue de la iglesia despotrica contra la iglesia e invita a los pocos muertos de hambre que lo escuchan a incendiarla. Mi marido tenía cuarenta años y yo treinta y nueve. Ya éramos dos solteros grandes y mañosos. Tratábamos de dejar de fumar masticando chicles de menta y atragantándonos con los sanguchitos de miga que preparaban los cristianos del club. En esa época podíamos jugar a la canasta durante tardes enteras, y ahora ya no podemos hacerlo porque mi ojo único se adelanta a todas las jugadas y tretas de mi marido, las que por cierto nunca fueron muchas ni muy lúcidas. ¡Ay! No podemos jugar y encima yo no me puedo callar. Digo lo que digo como si estuviera sola, y rara vez lo estoy. Como ahora, que mi marido y Andrea, mi hija mayor, me acompañan en la cocina. Yo hablo y mi marido le dice algo al oído a Andrea, que anota y asiente.

Lo que pasó con mi ojo, pasó mientras mi marido estaba en uno de sus viajes. Y sin embargo, durante mucho tiempo fue él el que contaba la historia a quien quisiera escucharla, como mi devoto número uno. Yo estaba sola, los chicos estaban en la escuela cuando el calefón explotó frente a mi cara en esta misma cocina, en esta misma casa en el fondo de un pasillo de ladrillos desparejos que nunca habría construido mi padre, en el que cagan todos los gatos de la zona. Santa o no, todas las mañanas tengo que limpiar. La caca de los gatos es una de las pocas cosas que sigo viendo igual que como la veía antes, cuando tenía dos ojos.

Mi marido estaba de viaje la mañana en que el calefón explotó cuando intentaba encenderlo. Y seguía de viaje cuando dos días después me desperté en la sala del hospital, con toda la cabeza vendada. Abrí mi ojo único y miré a mi alrededor. No podía hablar y no necesité hacerlo. Había un médico ahí, que me explicó lo que había pasado con una pérdida de gas, y que me dijo que había tenido suerte a pesar de las quemaduras y de haber perdido un ojo. El médico era un hombre grande de pelo blanco, lo que llaman un abuelo, y movía mucho las manos al hablar. Yo lo escuché atentamente. De pronto me pareció muy importante saber cuál era el ojo que me quedaba. Pero no lo dijo y yo intenté preguntárselo. Un zumbido me llenó la cabeza por el esfuerzo y me desvanecí. No sé por cuánto tiempo estuve en ese vacío. Y sé que era un vacío porque vi a mi madre limpiar hermosas casas y vi a mi padre alzar altísimas paredes. Al despertar, al principio pensé que no habían transcurrido más que algunos segundos, porque cuando volví a abrir el ojo el médico seguía ahí. Y decía lo mismo que había dicho antes. Yo intenté asentir, hacerle saber que ya lo había escuchado la primera vez. Pero cuando moví la cabeza el dolor de las quemaduras me hizo cerrar el ojo con fuerza. La ceguera, esta vez, no fue negra sino blanca. Un destello que ardía y que se fue apaciguando hasta que pude distinguir la piel de elefante del techo de mi infancia. Ahí estaba, y ahí sigue estando cada vez que cierro el ojo. Dios es misericordioso. Dios me da lo que necesito para soportar lo que tengo que soportar. Mi marido y mi hija mayor se santiguan. Saben lo que voy a decir a continuación. Porque cuando más tarde volví a abrir el ojo me encontré con la visión más intensa que una criatura imperfecta y pecaminosa como yo puede enfrentar. Lo que vi fue el calefón antes de explotar, el calefón como nunca antes lo había visto. Fue mi primera revelación. La segunda, en realidad. Primero había visto al médico antes de que el médico viniera, y ahora veía el calefón en su esencia, fuera del tiempo. ¿Era acaso una imagen de Dios, como la visión de Moisés en las zarzas? ¿El siseo del gas era el siseo de la serpiente? Esa visión espantosa me devolvió la voz y me puse a gritar. Vinieron varias enfermeras y tuvieron que atarme e inyectarme calmantes para que me tranquilizara. Por suerte nunca he vuelto a ver el calefón en su terrible realidad. He visto, a mi pesar, muchas atrocidades que la gente oculta. Muchísimas. Y lo peor es que las he visto creyendo que ocurrían mientras las veía, y he intentado intervenir sin percatarme de que ya habían ocurrido hacía tiempo o de que ocurrirían cuando yo no estuviera ahí. Muchas, innumerables miserias. Ni mi hija ni mi marido me miran ahora al ojo. Pero yo no quiero hablar de las crueldades de las que he sido testigo, no. Nunca nada me espantó tanto como ese calefón espléndido.

Para cuando me dieron el alta, yo ya había entendido que algo había cambiado para siempre. Que el ojo perdido se había llevado algo más, que entre todas las jaulas que nos mantienen encadenados a este mundo, yo tenía una jaula menos. Hablaba con gente que no estaba ahí. Respondía preguntas que nadie había hecho. Los médicos le dijeron a mi marido que era parte del trastorno que había ocasionado la explosión, y que por el momento había que esperar, que no podían saber qué tan profundo era el daño en mi cerebro. Pero yo sí sabía. Lo que yo ahora podía ver era la zarza ardiente del tiempo. El problema era que todavía no sabía reconocer cuándo mi ojo me mostraba lo que realmente estaba ahí, y cuándo no. Incluso ahora, no siempre lo sé. ¿Estoy acá, en esta cocina que he aprendido a odiar meticulosamente? ¿Están acá mi marido y mi hija mayor? Los dos se rascan la oreja derecha al mismo tiempo, que es el código que hemos dispuesto para que yo pueda saber que están, que no es mi ojo que se adelanta o se atrasa para mostrarme una tediosa escena del pasado o del futuro. Porque no solo he tenido que aprender a diferenciar lo que está ocurriendo ahora de lo que no, sino que también he tenido que aprender a distinguir, entre las revelaciones del pasado y del futuro de la gente, qué cosas importan y qué no. Al principio, cuando la casa se llenó de devotos que venían a consultarme, yo me esforzaba por decirles todo lo que veía. Borbotones de palabras inconexas que cada quien interpretaba como quería y podía. Era una esfinge. Era un oráculo. Y como con un oráculo, todos se iban confundidos pero creyendo que habían sido iniciados en los secretos de su vida. Esta época de furor es la que menos recuerdo. Hablaba, hablaba sin parar, incluso cuando me hacían posar con mantos rojos y violetas para las fotos de los almanaques y las estampitas, cuando me maquillaban y me desmaquillaban y me volvían a maquillar, cuando me daban a elegir entre telas, texturas y estampados para el parche del ojo. Fue en esa época que mi marido inventó el sistema con el que ahora registran todo lo que digo. Grabador para todo, anotador para las referencias que los involucran, cuando todavía parece que le estoy hablando a alguien. Se turnan, aunque Martincito, mi hijo menor, es el que menos tiempo pasa en la cocina. No porque no me quiera, al contrario. Lo he visto secarme la saliva que en sueños desborda mi boca, cuando las palabras son más de las que puedo decir. Porque hablo en sueños, claro, creyendo que estoy despierta. Creyendo, por ejemplo, que estoy tocando el techo de piel de elefante mientras escucho a mis padres frotarse en la piecita de al lado. Y no es un recuerdo. No puede serlo. Veo con mi ojo y estoy ahí. Porque ahora puedo ver que Ramón, enroscado como un bicho bolita, no duerme. Está demasiado quieto para dormir. En cambio, escucha. Escucha lo mismo que yo y se toca solo con dos dedos. Tira de su pitito flaco como él sin que nada pase. Y yo veo esto y lo digo, durmiendo o estando en la cocina, y si estoy durmiendo Martincito limpia mi saliva y si estoy despierta en la cocina Andrea y mi marido se tocan la oreja derecha y yo asiento reconfortada por sus presencias y sigo. Soy la Santa Tuerta, soy la Santa Tuerta. Qué difícil es amar. Qué difícil es no ver las cartas que mi marido tenía, tiene o tendrá. Quisiera poder atragantarme con un sanguchito, quisiera. Ahora ya casi nadie viene a verme. Ahora me dejan sola y escuchan las grabaciones que mi familia hace. Cada uno en su casa toma sus propias notas, interpreta, deduce, se escandaliza y teme. Lo que nadie hace, lo que yo sé que nadie hace, es rezar. ¿Y acaso no es eso lo que hago? ¿Acaso no estoy rezando por mí y por cada uno de nosotros? Puedo verlos a todos, en los confines enmarañados de los barrios, en el fondo de los PHs que mi padre no construyó, ahí donde ni siquiera hay calles y las casas se amontonan al punto de que el patio de una es la terraza de la otra. Mi ojo único flota, va de ventana en ventana y lo que ve se parece tanto a lo que ha visto que me desespero. Las ventanas no tiene marcos y muchas tienen falsa escuadra. Dentro, en habitaciones estrechas, las personas orbitan, se ignoran, chocan. No quiero ver que cada vez somos menos, muchos menos. No quiero ver las cosas que hacemos entre los que todavía estamos acá. No quiero. No quiero ver que los huesos de mis padres se parecen tanto a los huesos de quienes no son mis padres. No quiero ver a Ramón enroscado como un bicho bolita, más flaco que nunca en la oscuridad de una celda que comparte con hombres que no son sus hermanos. No quiero ver la cagada de los gatos en el largo pasillo que hay que recorrer para llegar a mi casa.

Mi marido, involuntariamente, se ha tocado un párpado con el dedo índice. No es un signo pautado pero yo lo conozco, sé lo que significa. Está cansado, cansado de escucharme. Me apiado y lo digo. Mi voz por un instante tiene un timbre que no me pertenece. ¿Cuál es el ojo que tengo? ¿Cuál el ojo que perdí? La respuesta de una no supone la respuesta de la otra. Siento piedad por mi marido, por Andrea, por Martincito que acaba de volver de su práctica de fútbol y se ha unido a nosotros con los botines en la mano. Y entonces hago lo que ellos ya saben que voy a hacer, y me dejan hacerlo. Con todo mi amor de esposa, de madre y de santa, levanto el parche de terciopelo y los ahuyento con el portento espléndido de mi fe.