Una noche en Miami…

(One Night in Miami)

EE.UU., 2020

Dirección: Regina King.

Guión: Kemp Powers, a partir de su obra teatral.

Música: Terence Blanchard.

Fotografía: Tami Reiker.

Montaje: Tariq Anwar.

Intérpretes: Kingsley Ben-Adir, Eli Goree, Aldis Hodge, Leslie Odom Jr., Lance Reddick, Joaquina Kalukango, Nicolette Robinson.

Duración: 114 minutos.

Disponible en Amazon Prime.

7 (siete) puntos

De qué habrán hablado, cómo fueron esos diálogos, cuáles los desacuerdos y cuáles las coincidencias. Por este sendero atractivo se sumerge Una noche en Miami…, la ópera prima de Regina King. Actriz premiada (ganó el Oscar por su interpretación en Si la calle Beale hablase), personaje fundamental de la muy buena serie Watchmen de HBO, también directora televisiva, King se estrena en la realización cinematográfica (o del streaming, vaya a saberse cuál es aquí la categoría adecuada) desde un largometraje sólido y consistente.

El episodio histórico ocurrió en 1964, durante la reunión que mantuvieron en un cuarto de hotel Malcolm X, Cassius Clay, el deportista (y luego actor) Jim Brown, y el músico Sam Cooke. Sucedió la misma noche cuando Clay se coronara campeón de pesos pesados. Tras la reunión, el boxeador anunciaría públicamente su conversión al Islam. Su “as bajo la manga”, según dirá en el film el propio Malcolm X.

Kingsley Ben-Adir personifica a Malcom X.

Pero para llegar a esta reunión, la directora orienta la película desde la presentación de sus personajes, a partir de episodios íntimos más o menos supuestos. De esta manera, Una noche en Miami asume la construcción estética que es, así como sus inferencias y resoluciones narrativas. Y comienza como no podía ser de otra manera: con Clay a las trompadas, en el combate previo a su pelea por el título. En los diálogos con su equipo deportivo, en las chanzas hacia el contrincante, en el registro brutal de los golpes, el film encuentra un vértigo inmediato.

De esta manera, seguirán los demás: la segregación que sufre la estrella del fútbol americano Jim Brown (Aldis Hodge), aun en su pueblo natal, donde un admirado Beau Bridges –aquí devuelto a la pantalla en un pequeño y notable papel- le recuerda amablemente que en su casa, a pesar del cariño que le profesa, “no entran negros”; y la presentación fallida que Sam Cooke (Leslie Odom Jr.) hace de su música en el famoso Copacabana. En uno y otro caso, la integración con los blancos parece una quimera.

Llegado el momento de la reunión, la noche se anuncia particular para los invitados. No hay alcohol, no hay chicas, tampoco música, sólo helado de vainilla. Y las pocas veces que se escuche alguna canción será para discutir su contenido, uno de los muchos embates verbales, que implicarán a cada uno de los protagonistas desde el lugar específico que representan. Malcolm oficiará como un obligado punto de referencia. Hacia él convergen las potencias de cada uno, también como recursos dialécticos que pondrán en tensión los lineamientos y certezas del líder.

Es para destacar la manera desde la cual Malcolm X es retratado, por fuera de una caracterización huraña, si bien no por ello menos intransigente. La tarea del actor Kingsley Ben-Adir confiere una cercanía palpable, que se deja entrever a partir de gestos como el llamado telefónico a la familia –el diálogo con su hija es un hallazgo-, el tartamudeo nervioso, o esos lentes tan característicos que no esconden su mirada preocupada y cansada. Un trabajo que inevitablemente dialoga con el llevado a cabo por Denzel Washington en Malcolm X, de Spike Lee. De mismo modo, el Clay que caracteriza Eli Goree hace lo propio, puede decirse, en relación al de Will Smith en Ali, de Michael Mann (sin olvidar, desde luego, la situación temporal distinta que retratan ambas películas; valga de paso subrayar la valía de la película de Mann, un título relegado, casi maldito, pero de una potencia casi ausente en el cine de estos días).

Estos matices son todo un acierto, porque es ése el lugar desde el cual se perfila la película, de una manera íntima, consecuente entre el detalle y el todo. Una intimidad que adoptará la forma de una discusión entre personalidades destacadas, pero también como metáfora de una situación genérica, que imbrica en los días presentes, ante la realidad social que vive Estados Unidos. Regina King parece haber elegido un momento histórico preciso, atractivo, con el fin de apelar a una discusión y una problemática que lejos están de haber sido saldadas. De forma inevitable, Una noche en Miami asume lo que por estos días corroe a su sociedad. Así, cuando Malcolm X ruge “nos están matando”, toca un nervio bien sensible.

Entre otras consideraciones, deposita también su mirada en el entramado mismo de la industria cultural. Allí el proceder de Sam Cooke con su labor empresaria, pero también y sobre todo a partir de su canción “A Change is Gonna Come” que la película elige como desenlace, además de situarla en consonancia estética (y política) con “Blowin’ in the Wind” de Bob Dylan. La canción de Dylan disparará una de las discusiones más iracundas que el film ofrece, entre Sam Cooke y Malcolm X. Por otro lado, la televisión aparecerá, invariable, como lugar simbólico que atender y revisar. Así como el cine mismo. Allí, por eso, Jim Brown, cuyo primer papel para la pantalla grande muere a mitad del metraje, para la risa sardónica de Cassius Clay, encargado de proferir los comentarios irreverentes y lúcidos.

De este modo, Una noche en Miami logra recrear una situación histórica que astutamente reverbera en la actualidad. Dice estar basada en hechos reales, y es así, pero ese bendito cartelito con el que tanta película disimula su mediocridad oficia aquí en sentido urgente, como una nota estética que actualiza y promueve su debate político: el de las caras encontradas, por fuera del alelamiento de tantas redes sociales.