Mi padre, el Capitán Soriani, una vez que finalizaba la ceremonia del lustrado de zapatos de toda la familia, dedicaba un buen rato a otra similar: limpiar y teñir sus galochas. Las galochas eran unos zapatones de goma negra, blanda y maleable, que se usaban los días de lluvia encima de los zapatos normales, para que el cuero no se arruinara con el agua. Durante años desaparecieron de escena y en los últimos tiempos han vuelto a mostrarse, claro que con otros diseños y colores, distinto a aquel ridículo que convertía a cualquier calzado en una canoa inmensa dispuesta a enfrentar las tormentas más furiosas.

El Capitán Soriani cuidaba sus galochas con dedicación, a tal punto que luego de limpiarlas con un paño húmedo, las secaba con otro y las volvía a teñir de negro con una tintura líquida que compraba especialmente para la tarea.

Más de una vez lamentaba haber cambiado antes de tiempo los borceguíes de su admirada Infantería por esas galochas a las que lo condenó su temprano retiro, luego de que se fuera de boca con comentarios antiperonistas en ámbitos castrenses, cuando aún estaba lejos la llamada “Revolución Libertadora”.

Luego del 55, retomó el cuidado de sus botas y de su sable, con la secreta esperanza de que lo convocaran de nuevo a las filas del Ejército, cosa que nunca ocurrió, en parte por su impericia para los reclamos y en parte porque nunca dejó de ser un tímido que se encerró en sí mismo después de sentirse traicionado por muchos de sus camaradas, que miraron para otro lado cuando lo pasaron a retiro. El caso es que luego de algunos meses de callada expectativa, poco a poco dejó el cuidado de sus borceguíes de soldado, para dedicarle más tiempo a sus zapatos civiles y a sus galochas, tan especiales para los días de lluvia.

A tal punto las quería que, cuando amanecía nublado, nunca dejó de llevarlas a su trabajo en una bolsita de nylon, donde las guardaba junto al paraguas: “si llueve cuando vuelva, me las pongo en la oficina y me río de Janeiro”, repetía guiñándome un ojo cuando mi madre le reprochaba el uso de esos “espantosos adminículos --así los llamaba-- que hacen ruido al caminar y no sirven más que para hacerte perder el tiempo lustrándolas”.

En parte era cierto. A mi viejo lo sorprendió el retiro a una edad temprana y, como cualquier militar, no estaba preparado para enfrentar el llano. Pasaba largos períodos desocupado, buscando cómo llenar las horas con pequeños arreglos hogareños o inventando oficios que le traían más dolores de cabeza que satisfacciones. Hasta montó un criadero de pollos en la terraza de nuestra casa, para alegría del vecindario, que los recibía de regalo porque nunca alcanzó la producción necesaria para venderlos como había planeado.

Luego de terminada la tarea del lustre de las galochas, mi viejo pasaba a cortarme las uñas y limpiarme las orejas: “Los tapones de cera son muy peligrosos y pueden dejarte sordo de por vida”, decía para convencerme. Al final de esas mañanas de sábado, se fumaba su Jockey Club y se tomaba un café instantáneo, al que batía durante largos minutos: “Hasta que sea una crema, así no me da acidez”.

En esos tempranos años sesenta hacía furor el programa de preguntas y respuestas que conducía Ignacio de Soroa y que se llamaba “uno, dos, tres, Nescafé”, en el que los participantes se presentaban en el estudio de canal 7 de televisión, adentro de una cabina que imitaba a la lata marrón de Nescafé, con el logo blanco en su etiqueta. Asomados desde la ventana de esa lata gigante de utilería, contestaban las preguntas que Soroa les hacía, aún antes del célebre Odol Pregunta, que llegó después con la conducción de Augusto Bonardoy luego de Carlos D’agostino, hasta que la llegada de Cacho Fontana hizo célebre el programa, rompiendo todos los ratings de la época.

En casa el televisor había llegado poco antes, y congregaba a todos los vecinos que aún no habían logrado comprarlo. Era un Zenith enorme, y el único cable que existía era el de la antena que venía de la terraza, a la que había que orientar y mover seguido para obtener imágenes sin “fantasmas” o sin la llovizna típica que impedía una buena sintonía. Algún vecino comedido subía a la terraza y movía la antena en diferentes direcciones, mientras mi padre desde abajo monitoreaba la imagen y se asomaba al patio para gritarle: “No, no se ve nada. Ahí va mejor, sí. Ahí, ahí, déjela ahí”. En aquella época no se usaba el tuteo entre vecinos, aunque en la vida de barrio se ejercía una solidaridad impensada en los consorcios actuales. Una lata cuadrada enorme era el “regulador de voltaje”, al que había que encender junto al televisor, para protegerlo de la arritmia de la electricidad, tan frecuente como ahora. Solo que el aparato solía hacer un zumbido tan molesto como imparable. “Hay que acostumbrarse, decía el Capitán, porque si se quema el tubo nos quedamos sin televisión para siempre”. Eran sólo cuatro canales y no existía el control remoto. Había que pararse para girar la perilla, lo que generaba discusiones frecuentes en la familia para saber a quién le tocaba hacerlo.

Las galochas no eran algo fuera de lo común en esos años. Lo que no era común era el cariño que el Capitán Soriani les profesaba. A tal punto que llegaron a ser famosas en el barrio luego de un gol inolvidable que mi viejo metió en un “desafío” jugado en el Parque Centenario. Un domingo de lluvia, entró con sus galochas puestas y clavó la pelota en un ángulo de esos arcos que hacíamos con los bolsos como postes: “¡Le pegué un galochazo!”, gritaba eufórico el Capi en el festejo.

Mucho tiempo después, en el año 81, cuando yo llevaba siete detenido por mi militancia política, me vino a ver un día lluvioso a la cárcel de Caseros. Entró caminando despacio, y ni bien me ubicó detrás de esos vidrios opacos del locutorio, se acomodó y empezó a hacer extraños movimientos con su mano por debajo del taburete donde se había sentado. De golpe, casi sin que me diera cuenta, alzó la galocha que acababa de sacarse y me la enseñó orgulloso: “¿Te acordás hijo, es la misma con la que hice aquel golazo en el Parque cuando eras chico. De volea y con cara externa le pegué. ¡Un galochazo inolvidable!" Y soltó una carcajada que iluminó de golpe aquel oscuro locutorio de la cárcel de Caseros.