A Carlos Menem no le tocó un mundo bolsonorizado; en ese entonces el objetivo no era derribar la ideología del género -la nominación que otorga la derecha religiosa a la defensa de cuerpos sexuados emancipados de la doctrina de la carne y el pecado- sino apenas ni nada menos que el estado de bienestar y los proyectos de soberanía nacionales. Así, leyó la actualidad con ojos globalizados de mercados abiertos, que ya daba signos de fatiga. La herencia de Reagan y Thatcher, de la que mamó, estaba a pocos años de chocar con las grandes crisis financieras de fines de los 90. Pero Menem buscaba vitrinearse en el mundo como el artífice del salto modernizador argentino. Y no podía dejar de presentarse como la contracara de Cuba.

El edificio de poder que había levantado estaba contruido con materia complementaria: los grupos económicos concentrados locales, las multinacionales, los ideólogos de la Escuela de Chicago, la marabunta financiera y... la derecha clerical (no olvidemos que en la Argentina hay toda una tradición política desde la época de Roca; están los liberales laicos o ateos y los confesionales como la familia Estrada, que ofreció cría de su sangre a la dictadura, a Menem y al Pro).

La Corte Suprema se había ampliado a nueve miembros, la mayoría liberales conservadores y hasta uno o dos del Opus Dei. En 1991 el Estado (Inspección General de Justicia-IGJ) negó la Personería Jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina, por no encontrar razonable que los gays pudiéramos asociarnos y, a la vez, contribuir al bien común, como por ejemplo sí los que juegan al golf. La discriminación del Estado en nuestra contra podía ser bien vista por la mayoría y, además, las leyes eran un primor porque se habían olvidado de nosotres: ni nos mencionaban. ¿Qué más queríamos, un ministerio? Equiparados a enfermos mentales, había que aprender a defenderse como ciudadanos y agradecer que no nos fusilasen en la Plaza de Mayo. Se apeló al Poder Judicial hasta llegar a la Corte Suprema.

La Corte Suprema de Justicia le dio la razón a la IGJ. Las argumentaciones llegaban a ser precámbricas -aunque hoy volverían a estar vigentes en tantos países-: se evocaba a Dios, se mentaba la protección de la familia (con este asunto del orden simbólico amenazado incluso los lacanianos de derecha podrían acordar, como cuando fue el debate de las uniones civiles en Francia) y se daba por sentado que “los argentinos carecemos de conductas agresivas respecto a la segregación de credos, razas e ideologías” (SIC). Salvo Petracchi y Fayt, los otros ministros no confesionales acompañaron la cruzada con la cantinela del “bien común” y “la libertad de expresión que no estaba amenazada”, aunque el supremo Boggiano dijese en su escrito que ofendíamos a Dios.

En fin, el activismo lgtbi también tomó de la globalización las tretas necesarias. Recuerdo a Carlos Jáuregui urdiendo escraches a un Menem transnacional, que iba de acá para allá vendiendo la marca Argentina mientras en el país tres gays pedían refugio a Canadá debido a los delitos del odio y al desprecio y violencia ejercidos en hospitales contra los enfermos de sida (había fotos de pacientes encadenados a las camas). Rafael Freda presentaba nota de protesta a los Embajadores: ahí donde desembarcaba el presidente lo esperaban activistas para aguarle la venta.

Carlos había instruido al militante Alfredo González, me acuerdo, para que se colase en una conferencia e interpelara a Menem. Cuando le increpó por pretender liderar la campaña contra Cuba mientras maltrataba enfermos de sida (“yo soy sanjuanino y tengo sida”) el difunto quedó con la sonrisa más fea que la de Trump. No entendía nada, pero pronto se tuvo que enterar de qué iba. Tanto, que dio instrucciones para que el Estado se retractase y concediera la personería jurídica a la CHA, contrariando a sus propios socios de la Corte que, por supuesto, se dispusieron a hacer mutis por el foro. Ya no más pancartas debajo de la ventana de su hotel.

Menem no fue Bolsonaro ni mucho menos. No hizo de la homofobia una política de Estado ni fue, personalmente, homofóbico. Las razzias bajo su gobierno se espaciaron, los medios de comunicación fueron jaulas de locas, aunque las travestis, como siempe, siguieron sin enterarse de que estábamos en democracia. Tampoco olvidemos su pasión por la farándula. Carlos Perciavalle, Ricardo Fort. De hecho, una vez mencionó a Jáuregui por radio con picardía buena onda. Pero la construcción de gobernabilidad precisaba para él, entre otros, ladrillos de bosta clerical (solo utilizo el hallazgo semántico del propio Perón). Y la única convicción de Menem era que la política es el arte de lo posible. Aunque lo posible fuese el goce de pocos.

A medida que se iba alejando del poder y el neoliberalismo empezaba a inclinarse por una alianza cada vez más envenenada por los neopentecostales y los conservadores religiosos, optó por ser el abanderado contra el derecho al aborto. Mientras instituía esa figura de realismo mágico como el día del niño por nacer, enterraba en el arcón de los recuerdos inconvenientes aquella tarde que, según Zulema Yoma, la acompañó a interrumpir el embarazo. Por suerte tuvo la consideración de no poder votar la IVE el 30 de diciembre pasado.