“¿Quién podría pensar mal de Woody Allen?”, se pregunta alguien en el episodio 1 de Allen vs. Farrow, la miniserie de episodios de una hora que a partir del domingo 21  de febrero a las 23 HBO y HBO GO ponen en pantalla durante cuatro domingos sucesivos. “Yo veía sus películas y, aunque él era mucho mayor que yo, sentía que hablaban de mí”, asegura otra voz. “Siempre lo admiré por sus personajes femeninos”, verbaliza una tercera testimoniante lo que tanta gente pensó desde por lo menos desde Annie Hall en adelante. Y sin embargo, unos años más tarde… “El público se niega a creer que el artista que admira puede ser un monstruo”, afirma una psicóloga, y ahí puede verse a toda la platea ponerse de pie y brindar un emocionado aplauso al creador de Manhattan, durante la entrega de los premios de la Academia celebrada en febrero de 2014. En ese momento se cumplían doce años de la primera denuncia pública que Mia Farrow hizo de quien entonces era su pareja, acusándolo de haber abusado de la hija de ambos, Dylan, por entonces de siete años. El creador de Manhattan. El hombre al que todos llamamos Woody, como a un amigo de toda la vida.

Dirigida por los documentalistas Kirby Dick y Amy Ziering (el primero de ellos, responsable entre otras de la impresionante The Invisible War, sobre casos de violaciones en el ejército de Estados Unidos), Allen vs. Farrow adopta el clásico formato de lo que podría llamarse “documental periodístico”. Rigurosa investigación previa, desarrollo de una línea casi invisiblemente sesgada hacia una de las partes y testimonios de protagonistas, terceros y expertos. Formato dominante en las plataformas de contenidos. Como en una ficción de narración clásica, la historia se cuenta en una serie de actos (introducción, conflicto, desarrollo, clímax y desenlace) estrictamente cronológicos, echando mano a algunos flashbacks. Todo empieza el 8 de agosto de 1992, el día en que Allen Koenigsberg dio una conferencia de prensa de una o dos frases, para negar la acusación que cuatro días antes había hecho su ex pareja. Le sigue el testimonio en off de Dylan Farrow, con 34 años actualmente, afirmando que hasta el día de hoy le cuesta conciliar el sueño y sufre de ataques de pánico.

Los tres primeros episodios de Allen vs. Farrow son básicamente una prolija y exhaustiva recopilación de los hechos, tal como indica el canon del documental periodístico. Allen y Farrow se cruzan una noche de 1980 en el restorán neoyorquino Elaine’s (el mismo que aparece en varias películas del realizador), y, según cuenta él en su reciente libro de memorias A propósito de nada, “estreché su mano, intercambiamos un par de palabras y seguí comiendo mis tortellini. Al siguiente encuentro Allen puso más atención y la invitó a almorzar. En ese almuerzo ella se deslumbró, por supuesto, con el “genio” de su contertulio (hasta ahora nadie demostró en qué pruebas reales se basaría el calificativo), y de ahí en más todo marchó sobre ruedas. O al menos sobre una rueda, porque como es archisabido él y ella fueron pareja más o menos monogámica durante doce años, pero jamás convivieron. “Mi vida no cambió tanto”, dice un relajado Woody en una de varias entrevistas televisivas que el documental reproduce. “Seguí viviendo solo en mi departamento de la Quinta Avenida, y visitaba a Mia y a los chicos los fines de semana. No tuve que lidiar con cambiar pañales, ni ninguna de esas cosas feas”. De enchastrarse las delicadas manos, nada.

Mia vivía por entonces en el mismo caserón campestre donde lo sigue haciendo, en el estado de Connecticut, y “los chicos” a los que refiere Woody eran siete, como los del capitán Von Trapp en La novicia rebelde. Todos esos hijos la protagonista de El bebé de Rosemary los tuvo con el compositor y conductor de orquesta André Previn. Fue madre biológica de cuatro de ellos y adoptó a los otros tres. La guerra de Vietnam había dejado miles de huérfanos en el país asiático, y la hija del realizador John Farrow y la actriz Maureen O’Sullivan, que hasta el día de hoy sigue comprometida con causas humanitarias, les dio familia y hogar a dos de ellos. La tercera hija adoptiva era una chica coreana, a quien su madre había abandonado y vivía en la calle. Se llamaba Soon-Yi.

Puede imaginarse el horror de uno de los solteros maduros más acérrimos del mundo (Allen tenía por entonces 55 años) ante semejante cantidad de párvulos. Horror duplicado cuando su insaciable pareja le dice que quiere adoptar otra vez y él acepta. Siempre y cuando toda la responsabilidad de la crianza corra por cuenta de ella, claro. “Me gustaría que fuera rubia”, pide él, como si estuvieran por comprar una muñeca. Vista en perspectiva, la solicitud pone la piel de gallina. La bautizan Dylan y pronto se convierte en la niña de los ojos del hasta entonces fundamentalista de la soltería: desde pequeña Woody la sigue, le habla, juega con ella, le está encima todo el tiempo. Un día de agosto de 1992, durante una reunión familiar, una institutriz busca a Dylan por toda la casa y no la encuentra. Se asoma al ático, y allí ve al padre con el rostro hundido sobre el regazo de la hija. En enero del mismo año, Mia Farrow había encontrado fotos pornográficas de Soo-Yi en el departamento de Allen. Éste confesó que las había tomado el día anterior, y que desde hacía dos semanas tenían relaciones sexuales. Él tenía 55, ella 22.

Como suele suceder con la clase de documentales conocidos como true crime (“de crímenes verdaderos”, y vaya si acá hay uno), Allen vs. Farrow parece estirada para “dar la talla” de miniserie. Esto se siente sobre todo en el tercer episodio, donde la sensación de repetición empieza a hacerse presente, a pesar de una serie de conversaciones telefónicas entre Allen y Farrow que constituyen un documento de primera agua. En el último episodio la miniserie redobla su interés, en tanto pasa de lo particular a lo general, en buena medida motivada por una famosa carta abierta (https://enfilme.com/notas-del-dia/carta-abierta-de-dylan-farrow) en la que Dylan Farrow, pocos días después de aquella entrega de Oscars de 2014, decidió salir a la luz pública, denunciando no sólo a su padre adoptivo sino a quienes lo seguían idolatrando. El mundo entero, prácticamente.

La carta tuvo el mismo efecto dominó que generaría tres años más tarde el caso Harvey Weinstein, con estrellas de la talla de Kate Winslet, Mira Sorvino, Selena Gómez, Colin Firth, Greta Gerwig y Natalie Portman (todes elles integrantes, en algún momento, de la troupe Allen) saliendo a la palestra y confesando su arrepentimiento por haber trabajado a las órdenes del ex genio. “En un caso como éste, los condicionamientos culturales hacen que la sospecha recaiga sobre la ‘madre histérica’, y no sobre el padre ‘abusado’”, señala un psicólogo. En ese final, en el que la figura de Dylan crece en protagonismo y se proyecta emotivamente hacia el futuro (uno de los grandes méritos de la miniserie, el darle voz a la víctima) surge un tema de total vigencia, cuya respuesta es puro debate: ¿hay que separar al artista del monstruo, o son la misma cosa?