10 de noviembre, 2018

Los cipreses crían hojas: las estampan en rebordé toscos, las enfrentan de manera que coincidan, como piezas que se corresponden sin encajar, para brindar un reparo lábil en las oquedades; por las noches se tragan los pájaros y al amanecer los bostezan. El sureo de las palomas se ajusta a las tragedias. El ciprés lo sabe hace siglos. Lloran a destajo, siempre juntos por arriba. Por abajo, esconden pasos, amparan sombras entre los troncos macizos. Más abajo, su fina red de raíces no perturba las sepulturas.

En La Piedad, paralelos a la calle central, dos filas de cipreses como paredes ni se mueven. Las palomas aletean hacia arriba, los dejan mudos. Es que las sirenas de dos móviles policiales desgarran la paz. Entran por el portón del fondo, se arriman, lentos, hasta un grupo desordenado: tres custodios, dos barrenderos y una señora con la cara casi borrada por una cortina espesa de lágrimas, que tiene una tijera en la mano derecha y tallos cortados en la izquierda. Todos, alrededor de esqueletos de coronas y flores marchitas, justo al lado de un contenedor verde, donde un cadáver yace y espera respuestas.

Los policías despejan el lugar. Cercan la zona. Llaman a la científica. Mujer de entre 15 y 17 años. Herida corto punzante profunda en la zona hepática. A priori, no se resistió. El comisario pregunta si ya vienen la ambulancia y la muertera. Le dicen que sí.

La científica saca fotos: de la muerta, de las huellas de las pisadas, de la sospechosa de la tijera. Levantan evidencias: un trozo de papel con anotaciones, la tijera que tenía la mujer descontrolada -Mariela Coti, 44 años, podóloga universitaria, vecina de esta ciudad-.

Cortés, el comisario, comenta:

—Está claro: la señora se resiste a un robo. Legítima defensa.

Un auto particular, sin sirena, llega desde el ingreso de las empresas fúnebres. En primera, se arrima casi hasta las cintas del vallado— los policías se abren en ve y le dan paso— el inspector, Chulín, verdoso, de pocos pelos disciplinados al casco, traje gris, impecable camisa blanca tirante en el abdomen— se baja lento pero agitado.

Cubre el lugar con ojos rápidos antes de saludar. Le responden de a uno, con afecto, si es que puede brotar el afecto en estas situaciones y entre estos hombres. En realidad es alivio: si él está en el caso, la verdad llega. El comisario Cortés lo pincha, le pregunta si ya tiene la posta. Chulín tuerce la boca y le dedica un silencio.

–¿Y la señora? –pregunta y se queda mirando a Mariela unos minutos. –Que la atiendan los médicos y la lleven a la casa, después vemos.

–Te apurás, Chulín, la mina está en la cosa –dice Cortés.

El inspector lo ignora. Toca al cadáver y dice que está rígido. Las traen cada vez más pibas, piensa. La bolsa negra devora el pedazo de cielo que todavía la ve. La muertera se lleva el cadáver en la bandeja.

Chulín se va solo. En el auto piensa mejor. Eso no era una legítima defensa, se dice, ni siquiera un crimen pasional –como le sugirió ese agente, en un aparte– y que la tal Mariela no tiene espíritu ni para ponerle veneno a las cucarachas. Femicidio y explotación de menores. Si me apurás, hasta red de trata, dice en voz alta. Se escucha y reconoce que alguna vez pisar tan seguro le valió un revolcón. Mañana con las evidencias se acomodarán las ideas, piensa.

Quiere ir a la división y esperar ahí.

Su despacho tiene mucha luz, escritorios metálicos, armarios de maderas barnizadas y frentes de vidrios. Un sillón de cuerina negra de tres plazas. Sobre una mesita con ruedas una computadora con impresora donde se instala el sumariante. Él la usa poco. Sobre su escritorio, una cafetera eléctrica, muchos papeles, tres libros y una revista abierta: Serendipia, Conan Doyle, Sherlock Holmes el método y la fantasía de Arturo Mesa. Le gusta leer en las vigilias.

El edificio está casi vacío. Sólo queda la guardia y el personal de maestranza. Qué joda: se ocupan del orden y viven rodeados de mugre, piensa. Cierra las cortinas. No le gusta el sol, menos el de noviembre: son las siete y todavía sangra.

Toca la cafetera, huele el café y se sirve un tazón. Hace contacto telefónico con sus informantes, toma notas.

La Chiche conoce a la muerta. Se llama Candela, tiene 14 años. Hace seis meses llegó de Salta a trabajar. Pasaje pago. Engaño. Encierro. Y un hijo de puta que la estaba preparando. Confía en la Chiche, él hace la calle por la suya. Los padres lo echaron de la casa. Apenas lo escuchan en las entrevistas de trabajo, le dicen que la vacante está cubierta. Alquila un altillo en una pensión cerca de la Terminal.

7 de Junio, 2018

No sé por dónde entrar para que no me vean. La terminal de ómnibus está llena de miliquitos. Jóvenes, de los que andan en parejas haciendo ronda continua y de los otros, más pesados. Aprovecho un contingente de pibes y me mando con ellos por la puerta principal. Sigo hasta el bar central. Me cruzo a la librería y hundo la cabeza en la mesa de ofertas. Yo estoy para otras cosas, más arriba. Me junan al toque. Si me enganchan, cagué. Y el Topito que me dijo que se iba unos días.

Me cruzo a la plataforma seis cuando llega La Central Del Norte y opero fácil. Aviso que recibí la encomienda. El taxi me espera fuera de la parada. La piba está asustada y se me pega. La entrego fácil. Un cana me está bichando.

Vuelvo a la estación. Me quedo en el hall y me tranquilizo. El piso parece encerado. Moreno está dorado y con flores. Lo miro como si fuera un turista y leo las placas.

Otra vez el cana.

Entra una mina veterana, está buena: tetona, rubia, de pelo largo, alta, pantalones ajustados. Me le acerco, abraza la cartera, se le cae el celular y me apuro a ayudarla. Se asusta. Cuando se lo doy, ni gracias dice. Le digo que no soy un chorito, que trabajo en la oficina de informes de la estación. Se tranquiliza porque deja que la cartera se balancee libre desde su hombro. Aprovecho y le digo que vi pasar muchas mujeres esta mañana, ninguna linda como ella. Comienza a caminar y me le pongo a la par. El policía queda lejos. Ella va hacia las boleterías. Pasamos por el bar con puertas, la invito a tomar un café. Los dos nos vamos hasta la mesa del fondo.

–Jeremías –me presento.

–Mariela –dice ella.

Le paso el azúcar y le rozo la mano; no la saca. Repito varias veces la arrimada y ella ahí, quieta. La tengo. Me dice que es tarde, que volvería mañana a comprar los boletos que ya se va a su casa. Acepta mi compañía.

Me hace subir al departamento. Le repito que está re buena, que me la mandó Dios. Se ríe con todos los dientes, se pone colorada. Me invita con cerveza y pasamos a mayores. Linda yegua, buena en la cama. Me pide que no la deje sola y me quedo a dormir.

Por ahora, tengo aguantadero.

10 de noviembre, 2018

Son las nueve y ya salgo. Prefiero trabajar de mañana. Tengo dos turnos dados. El de María del Pilar: es sólo estética, rápido. El de Antonia, diabética, me lleva más de una hora. Preparé el maletín anoche. Esterilicé el instrumental y en la quirúrgica, compré hojas de bisturí.

Vuelvo a casa pasadas las dos, pongo el instrumental en el autoclave por las dudas. Necesito dormir.

Camino desnuda y con los ojos como dos guiones. Entro al baño, abro la canilla de la ducha. La dejo correr hasta que queme, así me gusta. Cuando no aguanto más, le mando un chorro de agua fría. Me borro con la lluvia. Ella se lleva las malas ondas. Ayudo con vinagre blanco, después jabón, esponja, cepillo, champú y enjuague. Extraño bañarme con él. Hoy me quedo más, siento que esta mugre no se me despega. Espero apoyada en la pileta. Sin querer, me miro en el espejo. Ceño fruncido, labios apretados marcando arrugas que no existían. Soy otra.

Me preparo para salir otra vez: Cementerio “La Piedad”, vereda oeste de Provincias Unidas.

Me veo pequeñita. Mi mamá me llevaba upa en el asiento de atrás del remís de Ciraolo, amigo de la familia. Al lado nuestro llevábamos un ramo de gladiolos y calas. Ella le dijo que nos llevara a La Piedad. Se puso a charlar de los precios de las tumbas y de los panteones que se estaban haciendo en el ala este del cementerio. Ya no los escuché más. Me puse a contar bicicletas. El viaje se me hacía largo: como viajar a otro pueblo. Más chica me veo, más lento va el reloj y más grandes son los espacios. Si era así, el lugar donde me estaban llevando no tenía lágrimas ni miedos para mí. El mundo y yo éramos infinitos. Mi madre limpió las jardineras, buscó agua limpia para las flores nuevas, les cortó los tallos que sobraban con la tijera que sacó de la cartera, lloró un poco por los abuelos.

–Dale nena, vamos. Hacete la señal de la cruz y tirales un besito.

Cuando volvimos a casa me dijo que los muertos estaban en el corazón, que era una cagada ir al cementerio.

Salgo y compro un ramo chico de siempre vivas, como me pidió mi tía, y en la esquina de Mitre y San Lorenzo espero el 120. Me enojo conmigo. Debí haberle dicho eso de mi mamá: los muertos están en nuestro corazón, pero está vieja. Yo soy la única que puedo ir al cementerio. Siempre es así en los cumpleaños de la abuela. Y todavía me queda la reunión con torta y sidra.

Jeremías, si puede, me busca en el cementerio. O tal vez vaya directo. Le anoté la dirección en un papelito.

Durante el viaje, él no sale de mi pensamiento. A los cuarenta y tres, después de cinco años de casa yerma y cama vacía, se me aparece un muchacho, divino, de veintinueve; me dice que soy linda; me lleva a comer a lugares caros. Quiere tener un hijo conmigo y llevarme lejos en avión. Eso del tiempo y la distancia. Yo lo abrazo. Nunca le digo no. Hago cualquier cosa para no perderlo.

Hace unos días que se queda con la madre porque está enferma, dice.

Ya estoy en Provincias Unidas, ni lo sentí.

11 de noviembre, 2018

El sumariante llega más temprano para tomar declaración a Mariela. Chulín está presente.

La señora explica que había ido a llevar flores a su abuela, se toca la nariz mientras habla. Les cuenta de la tradición familiar. Dice que la tijera la usa para recortar los tallos; que descubre a la piba cuando va a tirar la basura.

–No podía creer lo que estaba viendo. Cerré los ojos, los volví a abrir y la chica seguía ahí. Me puse a gritar hasta que vino gente. Vomité. Creo que me desmayé.

–¿Cortés le hizo preguntas? El comisario, el petiso –dice Chulín.

–Ah, sí, sí... Me llevó a un costado y me dijo que estaba complicada, que quedaba detenida. Le dije que quería llamar a mi novio pero no me dejó. Lloré, sentí que me ahogaba.

–¿Qué dijo su novio?

–No vino. No llamó. Tiene la madre enferma, a lo mejor se agravó. Él iba a ir al cementerio o a lo de mi tía, le di la dirección. Yo dormí muy profundo por las pastillas que me dieron en la ambulancia. Si llamó, no lo escuché –saca el aparato y controla. –No, nada.

–Deme el celular.

Le hacen leer el acta. Pasa los ojos por arriba, no puede detenerse a interpretar, hace rodar una mano sobre la otra, se pellizca. Firma.

–Listo, se puede ir. Ah, el teléfono se lo damos después de peritarlo.

Sale más nerviosa, menos segura. La pinta el miedo.

–Che, boga, conseguite la orden del juez para allanarla. Antes fijate si hay algún resultado de Criminalística.

Se levanta de la butaca, se asoma al pasillo -ancho, alto, abovedado, con mosaicos brillosos, adelgazados en los bordes, levemente elevados en el centro como para resucitar la flor de lis del diseño. El fluido de limpieza le revuelve el estómago. Le hace señas al hombre que espera en el banco de mármol al final del pasillo.

Le toma declaración él solo.

–Así que usted barría cuando escuchó gritar a la señora.

–Es mi sector. Justo estaba por terminar el turno y voy para el galpón de la entrada a guardar el carrito y el escobillón. Y ahí vienen los gritos pelados. Me voy corriendo. Mi compañero también, pero llegó más tarde, estaba en la calle 26.

–¿Y?

–Y, están las dos: la muerta y la que grita, que la agarramos porque casi se nos va al suelo y se nos descompone. Entonces la custodia del cementerio llama al 911. Y nada más. Enseguida viene la policía. En cinco minutos más o menos. Se ve que estaban cerca.

–¿Ve algo más?

–Gente por los nichos llevando flores. Es verano. A la gente le gusta venir de visita a la tardecita.

–Voy para el Cementerio. ¿Lo llevo?

El hombre le dice que no es su turno y se apura a salir. El sudor le dibuja un mapa en la camisa azul, se olvida del ascensor. Tres pisos de dos en dos.

–No hay cámaras desde hace un mes, las rompen a piedrazos, el presupuesto no da –le dice el encargado al inspector.

Vuelve por Godoy, se sienta en una parrilla bar. Saca su libreta: escribe, hace unos esquemas. Se toma un café con leche.

Pasa por su casa. Gris, sin cuadros ni cortinas. Menos de cuarenta metros cuadrados. Deja el saco sobre un sillón. Se descalza en la cocina. Busca algo en la heladera, tiene hambre, no sabe de qué, se arma un sándwich de queso, abre una lata de cerveza y se los lleva a la pieza. Come mirando el noticiero. Se recuesta y cierra los ojos

Extraña a la mujer. Hace casi un año, para las fiestas, nos cagaron a tiros el frente de casa, piensa. El portón y las ventanas no resistieron el ataque. Las balas desgranaron al florero y descolgaron la foto de las hijas. Estaban en el patio. Salvos. No dejaron mensaje. Chulín sabía que le pasaban factura. Una patrulla de la seccional investigó en el lugar. Recogieron las vainas. Sacaron fotos de la casa y hablaron con él.

–Podrían ser armas nuestras –dijo Chulín.

–Parece. Va a balística, como siempre –dijo el oficial

El olor a pólvora pudo más. El perfume del jazmín, la gramilla húmeda en la madrugada, los tilos, se iban en forma de recuerdos. Dejaron la casa. Por seguridad, no están viviendo juntos.

Casi se duerme pero la cara de Candela le corta el sueño.

El sumariante lo llama, hay novedades.

Tenemos informes. Le dejo los papeles sobre el escritorio.

–Adelantame.

Escucha, anota. Se tensa.

Entra a la División. Gira la perilla del aire acondicionado: truena, pero el aire frío es tan solo un silbido. Ajá, mirá vos, dice al abrir los sobres. Se sienta en el borde de la butaca, se acoda y la mano parece exigir agudeza al pensamiento, mientras sostiene la cabeza desde las sienes.

A la nena la arrastran hasta el lugar ya muerta. La evidencia del papel: una dirección, San Eusebio 567. Tenía las huellas de Mariela Coti y de Jeremías García. El susodicho está fichado porque pertenece a las fuerzas de seguridad de esta provincia, licenciado en sus funciones. Último domicilio: Pasaje Algarra Romero 3784. Va resumiendo en voz alta.

Se organiza un operativo de rastrillaje. Interviene la jefatura de zona. Le asignan el caso a la jueza Robles.

La casa de Jeremías los lleva a un bar de la zona.

Paredes pardas, vidrieras sin ojos. Detrás de las puertas pesadas de la entrada no se adivina nada. A su derecha, empotrada en la pared, una placa enlozada, dice el nombre del bar: Dante.

La policía acordona la manzana. Los oficiales cruzan la entrada. Lo opaco es luz: una araña de cristal ocupa el centro del salón, desciende en cascadas, mece sus caireles casi tocando a la gente; en ellos se reflejan y multiplican trajes caros, bronceados nuevos, cigarreras —vestidas como en los años cuarenta— con cigarrillos y surtido de drogas, como caramelos. Paredes con gobelinos y paneles de cedro ocultan la puerta de la trastienda. El inspector y tres oficiales de su confianza la franquean.

Como en un laberinto, comienzan a descender al infierno: se chocan con mujeres desnudas que son bandejas de exclusivos manjares, rebotan con pibitas haciendo desnudos en una sala privada, tropiezan con boxes de masajes eróticos, atraviesan habitaciones espejadas con dúos y tríos entre las sábanas, llegan al nivel del sótano: un círculo de siete niñas maniatadas y con mordazas. Las custodia un tipo grande de cabeza cuadrada.

Rescate, detenciones, interrogatorios.

12 de noviembre, 2018

La encargada del bar declara frente al inspector.

–Yo estoy amenazada. Soy inocente. Esto pasa hace mucho. Traen chicas, no sé de dónde. Algunas quedan en el bar, venden drogas; otras trabajan de putas, a muchas las venden. A las vírgenes se las llevan a otros países las pagan como oro. Pero yo no voy en nada, qué voy a hacer, me amenazan.

Chulín le muestra, entonces, una foto de Candela.

–Hace dos días, creí que la habían vendido porque la vistieron linda. La sacaron a la calle. El Topo los esperaba en un auto. Ahí se armó una discusión con otra mujer, una rubia, veterana. Gritaba: Jeremías, Jeremías. Los puteaba. Lo escupió al Topo que se bajó del auto. Forcejearon. Me mandaron adentro pero alcancé a ver que la chica se caía y la metieron en el auto. No los vi más. Ah, sí, al Topo sí, en el operativo andaba de uniforme.