Hace poco menos de una década, Argentina era uno de los países latinoamericanos con mejores políticas públicas en derechos humanos. Hace cinco años, siguiendo el giro a al derecha del continente, degeneró en un trailer park donde el odio descontrolado a les diferentes volvió a ser expresado con impunidad en todas sus formas, desde la mirada torva hasta el asesinato, siendo incluso celebrado por amplios sectores de la sociedad.

En Poesía Molotov (Le Pecore Nere, 2020), el escritor, docente e investigador de la Universidad de Rosario (UNR) Wachi Molina (Leones, Córdoba, 1971) le hace frente a la turba linchadora con la actitud proto-punk de un anarquista con bombas del tiempo de la dictadura de Uriburu, y una mente abierta utópica que viene del futuro. Su poesía asume el tono del manifiesto, género del que se apropiaron las vanguardias para sentar posiciones drásticas en un modo directo, estilo: ¿qué parte no entendiste? La voz del poeta evoca la antipoesía de Nicanor Parra, y también es parte fundamental en la cultura oral del slam de poesía y la performance, a la que Molina le pone el cuerpo; cada vez más cuerpo, como da a entender en dos de sus poemas. Se cruzan así una tradición de ruptura, en el eje diacrónico; y en el sincrónico la pertenencia a una zona de la poesía contemporánea fuertemente política y orgullosamente plebeya, donde sus compañeres de batalla son Gabby De Cicco, Alejandra Benz, y muchas voces más jóvenes y diversas. 

Poesía Molotov fue bellamente editado en Rosario con ilustraciones por Dalia Desamor y una viñeta a todo color en la tapa, un lujo de impresión donde uno de los elocuentes dibujos de la artista (quien en otras páginas retrata a Néstor Perlongher y otres grandes poetas del canon disidente) representa a la "tía policía" del poeta. Es una hiperbólica escena de literal pesadilla recurrente que (en todo sentido) remata, como un alivio cómico, el más doloroso poema del libro. El poema narrativo extenso le permite a Molina recorrer todos los matices de una larga historia autobiográfica (propia, pero que representa la de muchxs), donde la grieta ideológica hiere desgarrando los afectos que sostuvieron alguna vez la vida, la resiliencia, el crecimiento y la dicha. En el tono elegíaco de estos tiempos (que no les habla ya a los muertos, sino a los vivos del diálogo cortado), se pregunta: "qué hicieron de vos/ esa madre soltera corajuda/ qué te hicieron/ qué te hiciste" y, en plena conjetura, afirma: "escribir es vivir otras vidas". 

A la policía de la poesía le dedica el Wachi dos cantos de tribuna, dicho esto no en su acepción deportiva más actual, sino en la original: aquellas tribunas de opinión que incendiaban la literatura del siglo veinte, antes de que la cobardía las transformara en una timorata cultura del conformismo con el poder cultural. Un poder cultural basado en la heteronormatividad, que en plena década del '80 excluyó de la página impresa al neobarroco por sexualmente sospechoso, justo en pleno destape posdictadura; y un conformismo que este poema viene a barrer de cuajo, como huracán de fuego que a sus aludidos difícilmente despeine, pero que calará hondo en les indecises, y también en las víctimas de un sistema patriarcal de exclusión local naturalizado. "Qué van a hacer/ y no con nosotrxs/ sino con ustedes [...] ahora que estamos acá/ lxs putxs, las travas, las tortas, lxs trans/ y no hay nuevo valor estético supremo", dice. Y también, ya en clave de parodia, satiriza a los conformistas escribiendo "un poema a gusto de mis contemporáneos". Un proceso ficticio de autocensura se ve reflejado en la superficie del texto gracias al recurso de las tachaduras, que humorísticamente no dejan nada. Humor que funciona de lupa con que observar las contradicciones en el granulado de la misma escritura, no como intento de estabilizarlas, y lo deja bien claro en el "qué tristeza" final.

La poesía de Molina es performática siempre, así la recite en un escenario o la publique en forma de libro. La dimensión performativa del texto, es decir: los actos de habla o el hacer cosas con palabras, atraviesa y unifica toda la obra. Esta poesía provoca, seduce, desafía, responde a las provocaciones. Y lo mejor: abre una dimensión paralela utópica donde el deseo corre libre, entre personas libres, ya no esclavizadas por instituciones como el matrimonio heterosexual monogámico, la idealización del cuerpo esbelto o la idea de que algunas personas son desechos por hallarse fuera del mercado de trabajo.

La poesía de Molina es performática siempre, así la recite en un escenario o la publique en forma de libro. La dimensión performativa del texto, es decir: los actos de habla o el hacer cosas con palabras, atraviesa y unifica toda la obra. 

En dos poemas, dos íconos femeninos argentinos sostienen identificaciones con ellas y habilitan preguntas incómodas a la historia nacional: la actriz Isabel Sarli, más conocida como Coca, y la vicepresidenta y ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. La voz del poeta no parece diferenciarse de la del autor. En un discurso sin fisuras, asume los efectos de la violencia patriarcal que tuvo lugar, primero contra su madre y luego contra él mismo como hijo de su padre y nieto de su abuelo ("todavía tengo [...] las marcas del látigo en las piernas"), para transformarlos en una identidad fluida, citando al pasar alguna que otra producción contemporánea: "me piden poesía, hago catarsis [...] y si me querían cuerdo, me hice el loco/ y al estigmatizarme loco, me volví cuerdo". Al escribir su biografía de solapa, subvierte el género con modalizadores subjetivos: "como puede", "cuando quiere", "cada tanto", "le encanta". Es autor de Machos de campo (2017), Gerarda, la mutante (2019), Wachi book (2014) y Blog (2012), entre otros libros.  

En el primer epílogo del libro, Mario Cámara se refiere al concepto de "multitud queer" de Beatriz/Paul Preciado y subraya el poema que da título a la obra. El poema se inspira en un sueño (¿un sueño berardtiano?) que una amiga del poeta tuvo y le contó. "Hay un plano de lo soñado que irrumpe de repente y despliega fantasías revolucionarias y sexuales", apunta Cámara. "Mi amiga cuenta que sueña/ con su voz de mensaje de Whatsapp/ que estamos en la terminal/ y no nos dejan subir al colectivo/ porque un poeta/ se ha enojado con nosotrxs/ y entonces sacado/ grito que no se preocupe/ otra amiga tiene las molotov en la mochila/ y vamos a hacer volar todo/ mis pelitos flamean incendiarios en el aire/ igual que Hades en la película de Disney/ comenta ella/ y yo sonrío con amor/ aunque un poco preocupado [...]". 

"Que explote", repite como estribillo Gabby De Cicco en su "Manifiesto post-apocalíptico punk". Tenga o no sentido la coincidencia, cabe imaginar que el soñar, llevado a la práctica del relato compartido, puede transmitir influencias literarias, o incluso ayudar a modelar una identidad. En el último epílogo, escribe Ferny Kosiak acerca de una "x" ya "inscripta en los cuerpos" y comenta "estos poemas en que un cuerpo no hegemónico denuncia la biopolítica a que estamos sometidos". El libro se presentó a fines del año pasado, con la performer Susy Shock abriendo la rueda online de lecturas de los textos, que incluye (puede verse completa en el Facebook de la Editorial Le Pecore Nere) el tutorial en estilo retro al que se alude en uno de los poemas. Aún en el respeto y el cuidado, el distanciamiento y el encierro no pudieron apagar esta palabra incendiaria ni su utopía de una rebelión de los cuerpos.