A mediados de febrero de 2020 viajé a El Salvador. Es el país más pequeño de Centroamérica, con apenas 6 millones de habitantes. Su territorio, supe al llegar, se lo disputan tres maras. Tiene, además, una de las tasas más altas de femicidios de la región --3,3 cada 100 mil mujeres--, tres veces mayor que la Argentina.

Viajé con Victoria Bornaz, productora audiovisual, con dos cámaras prestadas, mis libretas, y un grabador Panasonic a pilas que me acompaña desde hace más de diez años. En la puerta del aeropuerto de San Salvador, bajo un cielo azul brillante y un sol que nos recordó que estábamos cerca del trópico, nos encontramos con Luciana Rodrigues Dacunto, realizadora argentina que había volado desde México, donde estaba circunstancialmente. Nunca habíamos trabajado juntas. Apenas nos conocíamos.

Unos meses antes les había propuesto ser parte de un nuevo proyecto –autogestionado-- que me movilizaba: registrar en un documental una de las situaciones más dramáticas de violación de los derechos humanos de las mujeres que ocurren actualmente en Latinoamérica: En El Salvador, desde 1998, el aborto está criminalizado siempre, incluso cuando corre riesgo la vida o la salud de la mujer, si el embarazo es producto de una violación o si se trata de un feto anencefálico, sin posibilidades de sobrevida. La legislación sobre aborto es una de las más restrictivas del mundo. Las mujeres no tienen derecho nunca a interrumpir el embarazo y son obligadas a continuar las gestaciones, aun bordeando su muerte, mientras haya latido fetal. Como le sucedió a la médica gineco-obstetra Xiomara Argueta, que en 2010 enfrentó un embarazo ectópico, y casi muere, porque no querían intervenirla. Xiomara fue una de nuestras entrevistadas. “Yo sabía que el bebé que tenía adentro no tenía ninguna probabilidad de vida y que yo me podía morir con él”, nos dijo, mientras su cara redonda se transformaba con el recuerdo de esa situación límite. Finalmente, después de haber estado en cuidados intensivos y sufrir varias hemorragias, tuvo un aborto espontáneo. Eso la salvó. El Salvador es el único país que no opera los embarazos ectópicos.

Para muchas mujeres en ese país, patio trasero de los Estados Unidos, plagado de iglesias evangélicas, sus libertades están coartadas por una cultura machista que se refleja en costumbres pero también en la respuesta institucional. La violencia sexual está naturalizada –y se denuncia muy poco--. Y el suicidio es la primera causa indirecta de muerte materna en adolescentes: es decir, las pibas, embarazadas muchas veces a manos de pandilleros, se quitan la vida con veneno de ratas al no poder recurrir a un aborto.

Con la eliminación de las causales de no punibilidad llegó una orden a los hospitales de la Fiscalía General para que denunciaran a las mujeres que ingresaban con sospecha de aborto. “Se nos fue educando a los médicos en esa cultura de denunciar”, nos dijo la gineco-obstetra Aurora Zalazar. Nos atendió en su consultorio privado. Es médica en el Hospital San Miguel, en el oriente del país. ”Denunciábamos aunque no estuviéramos seguras y fuera una sospecha”, reconoció ante la cámara. Así, en los últimos años decenas de mujeres han salido de un hospital a la cárcel. Muchas de ellas, incluso, sin haber pasado por un aborto provocado sino por una emergencia obstétrica, pérdidas involuntarias, partos precipitados extrahospitalarios en zonas rurales, --alejadas a varias horas de la atención sanitaria-- y han terminado con condenas a 30 o 40 años de prisión por homicidio agravado por el vínculo. Conocimos a 13 de ellas en la cárcel granja de mujeres de Zacatecoluca, a una hora y media de San Salvador. Sus historias tienen dos denominadores comunes: son pobres y ninguna tuvo una defensa justa. En algunos casos, el defensor oficial asignado ni sabía el delito que se les imputaba ni sus nombres. Como nos contó Cynthia Marcela Rodríguez Ayala, de 31 años. Estuvo detenida en el Centro de Readaptación para Mujeres de Ilopango, con una condena a 30 años y pudo recuperar su libertad con una conmutación de pena al cumplir diez años y nueves meses de encierro.

--¿Por qué fuiste condenada? –le pregunté, en su casa, muy precaria, en el municipio de Apopa, al norte de la ciudad de San Salvador.

--Pues al principio me dijeron que estaba detenida por aborto, luego me cambió el delito y me quedó a homicidio agravado. En el 2008, cuando me capturaron estaba embarazada y tuve un parto extra hospitalario. Mi bebé nació en la casa y no respiró. Cuando me llevaron al hospital me atendieron y cuando vine a despertar ya estaba yo con las esposas en la mano, en la camilla, y me dijeron que estaba detenida porque había matado a mi hijo. Luego, me llevaron a Bartolinas (un lugar de detención temporario), estuve ahí tres días y me pasaron al Centro de Readaptación de Mujeres, de Ilopango. Me hicieron audiencia preliminar en la que yo no estuve presente. Porque cuando llegó mi abogado, porque siempre me cambiaban de abogados, él ni me conocía, no sabía el delito por el que estaba… él me dijo que le explicara yo cómo había sido y yo le dije que no sabía. Si él no sabía mucho menos iba a saber yo cómo iba mi proceso, y me dijo que lo esperara y cuando entró ya se había hecho la audiencia y lo habían hecho en mi ausencia y yo ya estaba presente ahí y no me dejaron entrar. Cuando me hicieron la audiencia pública en la que me penaron con treinta años, fue otro abogado también que ni siquiera se levantó a hablar, no me defendió y cuando el juez pidió mi palabra inmediatamente él dijo que yo no tenía nada que decir, entonces no dejó que yo me defendiera.

El veredicto de culpabilidad le llegó a Cinthia, como a las otras mujeres, atado al estigma de ser “malas madres”, en un país en el que es muy difícil salirse del destino de la maternidad. Y es tan fuerte la maldición que pesa sobre ellas que al entrar a la prisión deben ocultar el motivo de la condena, aunque sea injusto, porque si se conoce, las otras detenidas les darán una golpiza para aleccionarlas. Y la pasarán muy mal por el resto del tiempo que dure el encierro.

A pesar de esta realidad, lo más maravilloso es que estas mujeres ya no están solas: desde hace poco más de una década la Agrupación Ciudadana, un colectivo de mujeres feministas y algunos varones –también feministas— empezaron a trabajar para que se las libere: buscan que se revisen sus condenas, se las indulte o conmute la pena. Primero lo hicieron muy en soledad porque pocas personas querían comprometerse con este tema tabú en El Salvador. Ahora, trabajan en articulación con otras organizaciones que registraron la gravedad del problema. Ya lograron sacar de la cárcel a ¡46 mujeres, entre ellas, a Cinthia! Quedan con condenas firmes otras 15 y seis más con procesos judiciales activos. El último miércoles, me contó con mucha alegría Sara García, una de las integrantes de la Agrupación, lograron el sobreseimiento definitivo de otra. También vienen trabajando para cambiar el imaginario social sobre el aborto en el país y lograr la despenalización en las mismas causales que había antes de la reforma legal de 1998: en caso de riesgo para la vida de la mujer, de violación y cuando hay malformaciones fetales graves. En una década, han logrado cambios notables.

¿Qué es ser feminista hoy? Es trabajar cada día, como lo hace la Agrupación Ciudadana y sus aliadas, --y tantas otras colectivas y mujeres y disidencias más o menos organizadas- por desarmar una injusticia reparable: en el territorio, en las cortes, en los medios, en un banca en el Congreso... En El Salvador, en la Argentina, en cada uno de los lugares del planeta donde las injusticias siguen marcando nuestras vidas. Tratar de cambiar esas realidades: de eso se trata.