El paisaje es lo suficientemente extraño como para ejemplificar y subrayar estos tiempos deformes, con una pandemia que acaba de cumplir un año pero camina desde hace rato. Diseminada en el predio, una cuadrícula de rings-burbuja ocupados por grupos de dos o cuatro personas; en el escenario, una banda entregándolo todo como siempre, en un entorno de luces y sonido como nunca. Y en cada ring hay sangre, sudor y lágrimas, gente conmovida, hechizada y movilizada. Sucedió el domingo por la noche, en el Mandarine Park: Acorazado Potemkin tomó a la pandemia por el cogote, la sacudió y la condenó un rato al olvido. Aun con los barbijos omnipresentes. La reina del alcohol en gel.

El guitarrista y cantante Juan Pablo Fernández, el bajista Federico Ghazarossian y el baterista y cantante Luciano "Lulo" Esain sabían que no era una noche cualquiera. Aun para un grupo que acostumbra comerse el escenario en la circunstancia que sea, disponer de esa potencia de sonido -y de Mariano "Manza" Esain a cargo del asunto- abría un camino más que atractivo para soltar el caudal estilístico de la banda. Si Potemkin tiene desde hace más de diez años mucho por decir desde la música y la palabra, en el predio junto al río podía decirse más alto y claro que nunca.

En 27 canciones y casi dos horas de show, entonces, el trío dibujó un mapa bien completo de su geografía y biografía. La rabia eléctrica de "La carbonera" y "A lo mejor" contenida entre los desgarros sentimentales de "Mundo Lego" -esas líneas de luz escritas por Josefina Saffioti- y "La mitad", ese monumento en forma de canción del disco debut Mugre. Y sobre eso, la inmediata liberación optimista de "Umbral", solo para volver a despedirse con el esperado rescate de "Puma Thurman", la canción que encendía los ánimos en los comienzos del Ultra Bar.

Pero eso fue apenas el segmento final de una velada en la que abundaron los climas. Y las participaciones de gente querida que ha sabido revestir y enriquecer la tarea del trío con aportes que agregan dimensiones. Apariciones puntuales como las del extraordinario cantor Javier "Cardenal" Domínguez, cruzando su voz con Juan Pablo en la tanguerísima "Reconstrucción"; o la de Beto Siless para recuperar en el setlist a "Miserere", urgente pintura urbana de Remolino. O incorporaciones como la de Christine Brebes, que en varias canciones hace de su violín una usina de sonidos que no se aferran a ninguna convención, que dialogan con los tres músicos de un modo a la vez natural y deforme. 

De esa química surgieron momentos demoledores, esos bloques de la muerte que el trío diseña en su sala de ensayo, cuando los caballos se desbocan y Potemkin muestra con contundencia de qué está hecho. El combo de "Sheriff" y "Vecino" integró potencia y lisergia, arranques de adrenalina teñidos por una ensoñación sonora potenciada por el entorno del río nocturno. Ese mismo paisaje llevó a "Santo Tomé", habitual estación energética en los conciertos de la banda, a un nuevo nivel: los tiros al aire, tiros a la pared, la cinematográfica descripción de la prefectura entrando a pedir su plata, las noches que terminan todas igual en la barranca del río, encontraron su escenario perfecto.

Y la bronca de "El pan del facho". Y la belleza sentimental de "El arca". Y el otro himno de corazones desgarrados, "Las cajas". Y el potente manifiesto político de "Pañuelos", con esa frase de puño en alto, "Me tuve que tapar la cara para que me veas / Me tuve que poner un pañuelo para que te des cuenta". Y los huracanes de "Pank" y "El rosarino" y la dulce quietud de "María". Y más. A la hora del abrazo final al borde del escenario, al trío y a sus colaboradores se les partía la jeta de alegría bien merecida, de ese orgullo de no haber mezquinado nada y bañarse en la ola de amor que llegaba desde los rings-burbuja. Bajar ellos del escenario, emprender el público la retirada, era volver a enfrentarse carabarbijo a carabarbijo con la maldita pandemia. Pero la carga vital se diseminaba por la costa. Besando los labios del río.