Vi de lejos la jaula del gorila y a él subido a una torre alta que había en el medio, usaba una frazada verde a modo de capa, que fortalecía el negro de su pelaje por contraste a la vez que jugaba con una cartera negra con tachas que había conseguido vaya uno a saber de qué manera.

Hizo contacto con mi mirada desde lejos, esperé que los niños que visitaban el zoológico se alejaran llevándose sus gritos y murmullos y me aproximé a las vallas de la jaula, él bajó y me miró de frente, sacó la mano a través de la reja y esperó que le diera algo (¿una galletita?, ¿una banana?), y como no tenía nada le dije “no tengo nada para darte, papito”. Automáticamente metió la mano nuevamente en la jaula y a través de la frazada verde se masturbó, dio un pequeño grito y se descubrió, el semen salía de su miembro, lo tomó entre sus manos y se lo llevó a la boca. En un par de recopiladas se había bebido su propia carga, me miró a los ojos y entendí que me quiso decir algo con ese acto: “yo soy animal y puedo ser brutal con mi sexualidad pero vos no. Deberías ser menos animal y más selectivo”

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Mi madre insistía, quería saber quién era mi amante, qué otras cosas me invitaba o me había invitado. Por momentos era una obsesión, cada vez que aparecía un amigo nuevo la pregunta se repetía: ¿no te lo estarás gateando, no?

Reconozco que estuve flojo al darle el teléfono de línea al pibe ese de Rosario, cuando me llamó lo hizo preguntando por mí en casa con un nombre nuevo, Trincu.

Días después del incidente, mirando el historial de la compu de la casa, vi que alguien había estado en Google intentando recaudar información con el ítem “Trincu escort”. En el mismo hecho expeditivo, había caído en mi propia trampa también, yo le había contado días antes a ella que poner adentro del buscador Google era similar al uso del diccionario enciclopédico de otras épocas.

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Terminé la escuela primaria en 1976, el mismo año en que mis padres terminaron de separarse.

Ese último año del colegio lo pasé paseando por el barrio, cuando escuchaba la pre campana que indicaba la hora de entrada, las ocho, me levantaba de la cama y cinco minutos después estaba entrando al colegio. Vivir a media cuadra del cole tenía sus ventajas. 

Por estos días anduve detrás de mí certificado de escuela primaria, para poder dar finalmente unas materias del secundario y ahí me di cuenta del momento convulsivo donde estaba inmerso no solo el país sino también mi familia.

El año anterior a terminar el primario había ido al campamento de Montoneros en el parque de la Facultad de Agronomía, “La Grono”, como le decíamos cuando éramos chicos con mi hermana y los compañeros del colegio y el barrio. 

Cada dos o tres días volvía mi papá siempre con un Falcon de diferente color. Algún día voy a contar cosas de ese 1975, todavía no me animo a desenredar esa maraña de recuerdos y emociones.

Una tarde, en mi insaciable búsqueda de discos fui a buscar algo que me interesara de la colección que había quedado abandonada en la habitación del hermano de un compañero de escuela. Cuando terminé de elegir los discos y cerré el trato comercial les pregunté a la madre de mi amigo y a él, si al dueño le podrían interesar de todas maneras esos discos, aunque ya no estuviera allí, ¿cuál era la certeza de que ellos no serían en algún momento reclamados por su dueño? Los increpé queriendo saber qué había pasado con el hijo/hermano que ya no quería esos discos, mi amigo bajó la vista y su madre también, un silencio nos rodeó, tomé mis prendas fonodinámicas, crucé el largo pasillo y al cruzar la puerta ya estaba a salvo en la calle, rodeado por el ruido que traía el tránsito de la Avenida de los Incas.

Nunca supe del misterio que rondaba al hermano de mi amigo, y nunca más pregunté nada, pero ese espacio tan cinematográfico donde todo se hace una cámara de silencio me quedó tallado. l

Se presenta el jueves 27 a las 20 en Casa Brandon (Luis María Drago 236). Leen: Franco Torchia y Carla Tintoré.