Daniela Sposato es la vicedirectora del jardín de infantes Nº 926 del barrio Villegas, en Ciudad Evita. En esta zona de La Matanza comienza a tejerse el segundo cordón del conurbano con sus barriadas empobrecidas, que conviven con las casas de clase media “bien”, aunque en espacios estrictamente diferenciados. Paradójicamente, este lugar nació como un caso único de planificación urbanística: Ciudad Evita fue inaugurada por Perón en 1953 como una “mega ciudad” pensada y planificada en cada detalle, al punto que se creó el mito de que su mapa dibuja el perfil de una Eva que puede verse desde arriba, saludando a los aviones de la cercana Ezeiza. 

Pero hoy esta zona contiene todas las formas posibles de habitar el mundo y de organizarse para hacerlo, desde lo que se mantuvo de aquella primera planificación, con sus cinco circunscripciones, hasta las sucesivas tomas de tierras. Hay experiencias de urbanización exitosas como la de Villa Palito, que nació con ese nombre porque  desde el asfalto se veían los palos que la gente usó para dividir los lotes, en medio de la nada, y hoy es un barrio construido por los mismos vecinos, en cooperativa. Pegada hay otra toma reciente que se formó para la época de Guernica, y que permanece “controlada” por los mismos vecinos: un cuadrado de tierra cubierto por palos, chapas y plásticos que no llegan a ser casas, pero funcionan como tales. También la pandemia y el aislamiento se vivieron de manera muy diferente en cada uno de estos lugares, de acuerdo a los recursos materiales, de asistencia y de organización disponibles. 

Desde el jardín de Daniela se ve la enorme construcción de monoblocks donde vive la mayoría de sus alumnes; es parte del proyecto original de Ciudad Evita, pero es su “lado B”: el que quedó afuera de los “chalecitos lindos” que están “más allá”. De este lado, la gente le fue dando al barrio forma laberíntica, construyendo adelante o atrás de cada casa, cerrando pasillos con rejas como una forma de buscar seguridad. Por eso cuando llegaron los voluntarios del programa provincial ATR (de acompañamiento a las trayectorias educativas, con el que el Estado salió a buscar a los pibes que no se vincularon con la escuela en la pandemia) las docentes de la secundaria que está al lado (la N° 69 "Emilio Petorutti") tenían que acompañarlos en sus recorridos para que no se perdieran, para que los dejaran pasar, para que anduvieran con alguien conocido en el barrio. Así que el programa perdió su sentido de “refuerzo” a los docentes ya estaban trabajando: ninguna planificación resulta lineal al momento de llevarla al territorio. También vienen aquí nenes y nenas del 22 de enero, que hoy tiene características de barrio, pero que también se formó a partir de una toma. 

A Daniela, a su compañera la directora Paula Contardo, y a todas las maestras de este jardín, las atravesó el último año, como a las de todo el planeta, la pandemia. Pero en esta escuela, como en tantas pero no en todas, lo primero a lo que hubo que abocarse fue a “parar la olla”. En la primera etapa del aislamiento más estricto y las changas cortadas en el barrio había, literalmente, hambre. “Desesperación”, describe Daniela cuando recuerda las primeras entregas de alimentos que llegaron como asistencia especial de provincia (los módulos alimentarios familiares), que en su jardín alcanzaron para todos pero en otras escuelas cercanas, no. 

LO QUE SI SE PUDO

Se armaron ollas populares y allí estuvieron las docentes; se organizaron para repartir la mercadería; hicieron guardias para atender las urgencias; coordinaron con la salita, con la mesa territorial. Y luego, o a la par, lo pedagógico.   

¿Cómo se organizaron para "la virtualidad" en un barrio en el que la conectividad es un bien escaso y complejo de implementar? En la etapa más estricta de la cuarentena compraron un chip y usaron un celular que aportó una de las docentes como "contacto institucional con las familias". Armaron grupos de WhatsApp por sala. Aprovecharon los días de entrega de mercadería para el vínculo presencial. Se inventaron modos de llegar a las casas. Hasta aprendieron cómo y armaron una página web del jardín para que las actividades quedaran accesibles en cualquier momento, cuando comprobaron que los teléfonos de las familias pronto se saturaban con los envíos.  

Daniela describe los encuentros "sincrónicos por Zoom" casi como un privilegio que quedó para las familias con acceso a conectividad, no para las de su jardín. "Seño, no puedo entrar, seño, se corta", eran las frustrantes devoluciones de los pocos que intentaban conectarse, así que lo suspendieron. Con la página web en marcha, apostaron a "proyectos asincrónicos": circularon por las casas saludos, noticias, cartas, libros, semillas, videos, audios, un proyecto de entrevistas en la panadería del barrio, cuando ya se pudo salir. Una trama amorosa tejida a la distancia que hoy, piensa Daniela, bien puede quedar guardada como memoria de todo lo que no dejó hacer la pandemia, pero también de todo lo que sí.  

DISTANCIA VIRTUAL

Daniela es profesora de educación física y vive y trabaja –antes como profe, ahora como directiva-- hace muchos años en el barrio. Si se le pregunta cuál es el sueño, el objetivo que se puso al asumir este lugar, habla de “una escuela de puertas abiertas”. "Creo que el desafío más grande es que la escuela pueda ser parte del barrio, porque aquí a veces se la siente como algo separado, o a lo que acceden pocos. El vínculo aparece a priori distanciado, hay que trabajar para acortarlo", cuenta, sintentizando tal vez el dilema que enfrenta toda "institución" inserta en "lo popular". 

Por eso, reflexiona, si algo bueno dejó esta pandemia en el balance general, es esa posibilidad de tender un inesperado puente gracias a la virtualidad posible, una manera impensada de "entrar" a las casas de las familias. "Es loco porque no nos pudimos ver, pero se afianzaron vínculos con las comunidades. Sentí que el jardín fue a la casa y que en las casas nos esperaban, creo que eso hay que sostenerlo aunque pase la pandemia", analiza. 

Tratándose de nivel inicial, ese vínculo también pasó, inesperadamente, por aprender a jugar. "Para jugar hay que estar con el otro, físicamente, no basta con la pantalla. Y para jugar hay que estar disponible. Fue todo un aprendizaje para las familias ese estar disponibles; saber, poder, querer, estar para jugar", cree Daniela. 

Lo que quedó de eso, más allá de todo lo difícil y hasta dramático que atravesaron las familias, es saldo a favor. También lo que se perfila este año, con la presencialidad reducida. "Los grupos eran de 28, 30 chicos, y ahora están divididos. Estamos disfrutando de la charla con los pibes, los comentarios, los detalles. Los tiempos son diferentes y se aprovechan de modo diferente", concluye Daniela.  ¿Algo de lo virtual puede quedar de aquí en más incorporado a la enseñanza? Daniela no lo cree necesario en el nivel incial, más que como un "complemento" a todo lo otro, ireemplazable, que ocurre en la sala. 

DISTANCIA FISICA

Hay algo a lo que Daniela dice que no se va a acostumbrar jamás, y que espera que sí acabe tan pronto como termine la pandemia: la distancia física, la falta de contacto que trastoca los juegos y el trabajo cotidiano con nenes y nenas de entre 3 y 5 años. Una edad que, básicamente, está hecha de contactos físicos.

“Los veo cada uno en su lugarcito, sin salirse de ahí, y no lo puedo creer. Me da impresión que los niños estén tan quietitos, contra todos nuestros pronósticos, por ahora se quedan en su lugar", se ríe Daniela. 

En la provincia de Buenos Aires el nivel incial se rige por un documento que plantea que la distancia, así como el uso del barbijo, es recomendable pero no obligatoria, por ser insostenible en esta edad. "La verdad es que cuando una tiene que consolar a un niño, lo abraza. te abre los brazos para saludarte, también. Con el que se puede se hace puño o codito, pero si pide abrazo, no se esquiva", cuenta.  "No vamos a proponer juegos donde estén uno al lado del otro. Si un niño se para y va a jugar con otro, no pasa nada. Pero ya la disposición espacial hace que lo hagan poco", comenta.  

Militante de Suteba, de familia docente y también militante (su padre es Héctor "Pichi" Sposato, Secretario General de la CTA Matanza), Daniela dice que se siente "atravesada por la organización", y que desde allí entiende su rol de maestra, y en la pandemia. Agradece que la vuelta a la presencialidad haya sido "cuidada y acordada con las trabajadoras". como buena docente, apuesta a que después de que haya pasado todo esto (con la forma que adquiera ese después) sea posible que quede, a pesar de todo, un aprendizaje.