Existen ideas erróneas que, en el debate económico local, se repiten una y otra vez. Son las ideas zombis. Fueron refutadas y se las creería muertas, pero reaparecen constantemente como novedades, las repiten como mantras los comunicadores más diversos. No importa su ideología ni el “lado de la grieta” que ocupen, no importa si son de izquierda o de derecha. La idea está siempre latente y de pronto se dispara: “El dólar tendría que estar a 25”, sostienen.

 Es posible leer la mente de quienes lo dicen. Imaginan, por ejemplo, que con un dólar a 25 se evitaría que muchos argentinos viajen en tours de compra a los países limítrofes. También que se equilibrará la balanza cambiaria turística, o mejor aún, que se daría vuelta. Los más industrialistas creen que, al encarecerse las importaciones, se impulsarán los “sectores sensibles”, como por ejemplo los textiles, los que mágicamente se volverían más competitivos. Los preocupados por la necesidad de exportar creen que se produciría un salto de las ventas al exterior. Nótese que nada de lo dicho escapa al pensamiento lógico. Es siempre sentido común a partir de que se encarecen las exportaciones y se abaratan las exportaciones.

 Veamos ahora la secuencia real desde todos los lados posibles del mostrador. Cuando se produce una devaluación el primer efecto es que cae el poder adquisitivo del salario. No porque se reduce su valor en dólares, sino porque inmediatamente los precios de todas las cosas se acomodan al nuevo nivel del tipo de cambio. Es decir, hay inflación. No debe olvidarse que el dólar es uno de los principales precios relativos de la economía. Si las devaluaciones son además “a la Argentina” es decir, de shock, lo que se produce es una caída del consumo. Como se recordará el consumo es más del 70 por ciento de la demanda, su caída, entonces, arrastra al PIB. Luego, el famoso efecto multiplicador opera en las dos direcciones, es decir, también a la baja. Dicho de manera rápida. Una devaluación provoca inflación, caída del consumo y recesión. No es una especulación, es lo que ocurrió, por ejemplo, en 2014 y en 2016.

 Pero supóngase que se cree en el sacrificio necesario para ganar el cielo de la mayor producción y exportaciones futuras. ¿Cuánto tiempo durará la “baja competitiva” de los salarios? Si existe un movimiento obrero organizado muy poco. Los trabajadores advertirán la inflación en sus bolsillos y reclamarán aumentos de ingresos. Y como el salario es otro de los principales precios relativos de la economía, significará una segunda ronda inflacionaria. 

 El “éxito” de una devaluación consiste en que ni salarios ni precios la alcancen. Es posible imaginar un contexto ideal para que esto se produzca; una profunda recesión y un movimiento obrero sin poder de negociación por el desempleo y la desarticulación productiva. Estos fueron los componentes de la “devaluación exitosa” de 2002 y claramente no estaban presentes en 2014 ni en 2016. Parece claro que el límite de una devaluación es la lucha de clases, depende de la resistencia de los trabajadores. La idea quimérica de un tipo de cambio “competitivo y estable” es una contradicción. Si es competitivo no es estable.

 Luego, lo que no es un dato menor, la devaluación no sirve para impulsar las exportaciones. No existen registros numéricos que muestren que tras las devaluaciones aumenten las exportaciones. Especialmente en países cuyas exportaciones son mayoritariamente commodities, es decir; que no compiten en el mercado internacional por precio. Lo que se produce, en cambio, es un efecto riqueza para los exportadores sobre la baja de los costos internos mientras la baja dure. 

 La segunda cuestión involucrada son los “sectores sensibles”, a los que se exalta por su capacidad de generación de empleo de relativamente baja capacitación y que se caracterizan por su baja composición orgánica del capital. ¿Se comparó el costo social del descalabro macroeconómico de la devaluación frente al beneficio de proteger a un sector no competitivo? ¿No será mejor para este fin recurrir a otro tipo de políticas extracambiarias? Usar para estos fines el tipo de cambio es desproporcionado. Es también acudir al pensamiento mágico, creer que una sola medida resuelve problemas complejos y multidimensionales. Lo mismo puede decirse del turismo, donde quizá sólo alcanzaría con una Aduana que funcione y algún impuesto.

 ¿Quiere decir esto que no importa que la moneda se revalúe constantemente? La pregunta es contrastar por el absurdo. El nivel del tipo de cambio es una decisión política subordinada, por supuesto, a la disponibilidad real de divisas para sostenerlo.

 El economista Eduardo Crespo sugiere distinguir dos tipos de problemas involucrados en los argumentos en favor de las “devaluaciones competitivas”. Por un lado están las “políticas defensivas” destinadas a preservar empleos, como las devaluaciones circunstanciales o la protección arancelaria y, por otro, las “políticas de desarrollo” que buscan reducir brechas de productividad con la producción internacional.

 Crespo sostiene que las políticas de desarrollo no pueden sustentarse únicamente en la protección y mucho menos en la devaluación permanente. Y aunque a veces las políticas defensivas y de desarrollo puedan ser complementarias, “en muchas ocasiones suelen tener efectos contradictorios, como la reducción de la competitividad de ciertos sectores a raíz de la protección de otros”.

 La economista Florencia Medici, lo expresa de manera menos sutil: “tenemos que dejar de robar con el tipo de cambio por lo menos dos años”, propone. De lo que se trata, entonces, “es de discutir seriamente cuáles serían las verdaderas opciones para el desarrollo dadas las reales condiciones de la economía mundial”, no de matar moscas con misiles.