Mis padres, posiblemente, entendían que la felicidad era un atributo exclusivo de los dioses. Dueños de un misticismo envidiable, renunciaron a renunciar al cordón de la larga almohada matrimonial, a gastar su energía en trabajos que nunca los apasionaron, a pagar religiosamente todas sus deudas un día antes del vencimiento. 

Ignoro cómo lo lograron, sólo recuerdo que a la hora del hastío colectivo, cuando el mundo se enfrenta sin remedio contra la nada cada domingo por la tarde, ambos fortalecían sus espíritus con música. Como en todo hogar de clase obrera, los artefactos eléctricos se contaban por unidad, todo se compartía. La televisión nos manejaba por franjas horarias de programas para cada uno de los integrantes de la familia telerín. La radio sonaba por encima de todo, sus voces conocidas eran para nuestros oídos como el olor a salsa para nuestro olfato, una fiesta. El problema se originaba en el uso del tocadiscos. La discoteca era enorme, discos de pasta, vinilo, simples, long play, círculos negros que giraban 33, 45 y 78 veces por minuto adentro de un mueble de madera lustrosa, un combinado con propiedades de oráculo. Si bien el estado anímico era el encargado de girar la perilla, las preferencias eran claras y preestablecidas. Mi viejo escuchaba tangos como quien lee microrrelatos, mi madre disfrutaba de los boleros cual marinero que se aleja de la costa. El tanguero reconocía y admiraba a los intérpretes del género musical cubano, sostenía que no cualquiera podía entonar una poesía hueca, una sumatoria de súplicas, un romanticismo pastoso, en cambio, todo mortal podía curar sus heridas cantando o silbando obras de Angel Vargas, en la calle, en la ducha o en el laburo, cada tango -aseguraba- era una obra de teatro en miniatura, un capítulo de filosofía, una forma de contar la realidad desde lo más profundo sin olvidar el humor ni la malicia humana.

La seguidora de Lucho Gatica no se detenía en responderle al mamengo nostalgioso que lloraba al borde de la depresión la fuga de su mujer. Dicha anomalía se allanaba en la simetría de un dos por cuatro en los patios de baile del club Provincial en tiempo de carnavales. Al escenario mayor subió una noche, entre espuma, papel picado y serpentinas, un cantor no vidente con una guitarra y un perro lazarillo. El ciego cantó en aquella oportunidad un tema que me impactó, "Odiame". Recuerdo haber pedido ayuda a mi madre para que me explicara por qué razón aquel hombre había pedido a los gritos que lo odiaran. "Nadie puede obligarte a que lo ames...es más, nadie debe obligarte a nada en la vida, hijo. El solo hecho de que alguien te ordene, está logrando en gran parte que lo odies, aunque lo pida por piedad como en este caso. Amar es vivir a favor de la vida, odiar es amar la muerte”. En el taxi de regreso a casa, la Nely me respondió con la contundencia de siempre.

Las sonrisas y gestos amorosos con que mis padres acompañaban mis canciones preferidas de Titanes en el ring o los cuentos cantados por María Elena, se perdieron para siempre un anochecer de un día agitado. No estaban preparados para entender el rock, mucho menos para lo que venía detrás. Las formas suelen arrastrar el contenido, los cambios en la sociedad eran inminentes. Ellos no sentían lo que sentía yo, las discusiones de fondo fueron disfrazadas con gustos musicales diferentes, hasta que un día mi padre, al límite de su paciencia, me sentenció: "Mira nene... la música será universal pero el idioma no. Qué sabes si no te están puteando estos gringos, si tanto te gusta la música de los piratas, labura y comprate un winco, antes de que se me parta el mate de tanto escuchar ese ruido a lata". 

A partir de allí inicié mi desapego, mi cuarto se convirtió en un submarino amarillo escapando de las frías aguas. Generalmente, en un enfrentamiento, ambos bandos tienen parte de razón aunque no lo puedan ver en el momento. Las nuevas ramas de mi rebeldía tenían sus raíces en la contradicción, alguna vez había indagado en secreto el significado del término aguardentosa para saber cómo sonaba la voz de aquél titiritero que daba la función hablando en inglés, ruso y francés. También había visto caminar a mi enemigo bajo la misma garúa que supo mojar a Cátulo Castillo.

Por fortuna, Lito, el Flaco y Miguel me devolvieron la palabra, hacedores del cambio, iniciaron el camino de la fusión. Hoy ando solo en el mundo, huérfano de respuestas y húmedas miradas, gasto doce horas diarias de mi vida detrás de un volante, un barbijo y envuelto en nylon recorriendo en taxi mi ciudad.

Como dice Charly, cuando “escucho un tango y un rock, presiento que soy yo", según mi estado de ánimo puedo entonar indistintamente, con voz enronquecida, estrofas de "Antiguo reloj de cobre" o sentidos versos de “El Témpano". Cambié el televisor por el parabrisas, la realidad esconde siempre la mejor ficción, un coro de lamentos retumba a mis espaldas día tras día, aprendí a refugiarme de la lluvia de quejas bajo el alero de las excepciones.

En uno de estos días de marchas a favor del virus, sin propuestas ni futuro, subió al móvil una anciana de cálidos modales y amplia sonrisa que me despertó el recuerdo de mi bien perdido. No soy de conversar con mis clientes, a menos que ellos sean quienes proponen la charla, pero en esta oportunidad pedirle su opinión sobre tanta irracionalidad manifiesta fue una manera de acercarme a ella, de protegerme en el paraguas de una mirada que parecía haber visto casi todo. 

La mujer volvió a sonreír dulcemente, pareció no incomodarse ante mi encuesta, ricas vivencias fueron la fuente de su respuesta: “Buena pregunta, hijo, pero creo que no estoy en condiciones de contestarle. Sólo le puedo afirmar que el odio produce ceguera, odian sin medida ni clemencia, como el bolero aquél que cantaba José Feliciano, su odio brota a partir del miedo de perder algunos de sus privilegios, no debe ser gratis sentirse ganador de un sistema injusto y desigual, tal vez su ira no sea más que la máscara de un sentimiento de culpa en medio de un carnaval de disfraces, a esta altura de mi vida no me sorprende ni lo analizo, solamente me mueve a una reflexión ¿quién pudiera amar con la fuerza que odia esta gente?".

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