Vamos a pie por un camino de ripio que sube y baja como una montaña rusa. Hay muchos árboles. Predominan unos llenos de espinas. Javier, el guía, dice que se los conoce como aromitos. Trepándose a ellos crecen enredaderas con flores de todos colores. Es infernal el griterío de los pájaros. Cuando decidí llegar hasta lo del Cordobés supe que iba a necesitar un guía. Es un hombre delgado. Anda en alpargatas y usa una gorrita con la visera para atrás. Le digo algo de lo grande que son las montañas y responde que acá en Capilla del Monte son medianas, que las altas de verdad son las altas cumbres y están lejos. Javier sabe que soy periodista y también sabe por qué quiero llegar a lo del Cordobés, sin embargo no se habla del tema en todo el camino.
Prometió que llegaríamos al mediodía. Dijo que era un buen horario para no encontrarlo durmiendo la siesta. El calor hizo que la camisa se me pegara al cuerpo. La idea de ver a un marciano de cerca me había fascinado desde siempre pero no creo aguantar mucho más. Estoy a punto de pedirle que nos peguemos la vuelta cuando Javier se detiene en una curva del camino, mira para el lado de la montaña y da un chiflido agudo agarrándose el labio inferior con la mano. Enseguida se escucha una voz gruesa:
–Soy yo, Negro.
Antes que el Cordobés llegan dos perros enormes que ladran como si fueran a comernos crudos. Unos metros atrás de ellos aparece un hombre morocho, grandote, con un sombrero de paja blanco.
–¿Puedo verlos? -pregunto al darle la mano.
El Cordobés aprueba con la cabeza. Escondido entre unas enredaderas se abría un sendero. Entramos por ese camino, apenas más ancho que nuestros cuerpos y con bajaba en picada. Después de andar un rato, de pronto se abrió ante nosotros un descampado, era un espacio del tamaño de una cancha de fútbol cubierto de pasto, lleno de piedras del tamaño que uno pueda imaginarse. En el medio del lote podía verse un círculo bien definido de varios metros de diámetro donde el pastizal estaba como si lo hubieran quemado. A unos metros, apoyado sobre un árbol, había una especie de pajarera hecha de palos, que se elevaba del piso mediante varias ruedas de madera desparejas. Enseguida lo asocié con el auto de los Picapiedras. Le pregunté al Cordobés si ese engendro era un invento suyo para desplazarse por las sierras.
–Na, es de los guasones estos.
Sentí ganas de fumar. Apenas vio el atado de cigarrillos el Cordobés de un manotazo me bajó la mano.
–Tá loco vo -dijo-, podemos volar todos con la nafta de ese aparato.
Al agudizar la vista observé que ese engendro que parecía un auto rudimentario, tenía acoplado algo ultramoderno, un elemento de forma cónica, brilloso. Después, mientras tomábamos unos mates, el Cordobés me explicó que era el motor, o algunas de las turbinas de una nave de los Estados Unidos o Rusia que se desprendió del resto y fue a parar al continente de los extraterrestres. Por casualidad algún marciano lo cargó con el combustible potente que ellos tienen, y por eso ellos pueden llegar más lejos que la nave espacial más moderna. La otra parte, eso parecido a una pajarera, es lo que ellos le agregaron como habitáculo.
Desde algún lugar cercano se escucha un griterío desordenado, como si estuviéramos cerca de un jardín de infantes. El Cordobés sirve un mate sacudiendo el termo para sacar lo último que quedaba del agua. Aclara que se acabaron los mates, se levanta de la silla y me invita a seguirlo. Cruzamos por atrás de la casa, rodeándola. En el fondo del lote, oculto por una maraña de árboles, hay una especie de galpón de ladrillos sin revocar con techo de chapas, algo así como un quincho con una puerta en el medio y dos ventanas a cada lado. A medida que me iba acercando el griterío se escuchaba más fuerte. El Cordobés antes de abrir la puerta espía para adentro, me hace una seña de que avance. Apenas entramos me invita a sentarnos en un banco de madera. En el fondo del quincho están ellos. Son tres. Tienen una rueda a la que los extraterrestres corren por detrás, haciéndola girar con una rama. Mientras corren se ríen a carcajadas, por momentos creo que hasta lloran de la risa. Se los nota fascinados.
–La yueda los vuelve locos -dice el Cordobés.
Al descubrir mi presencia se detienen de golpe. Los tres quedan mirándome fijo. Al tenerlos de frente veo que los ojos son un tanto achinados, algo más grande que lo normal, y sus cejas escasas. Sacando eso, no tienen antenas, ni nada raro y están muy lejos de parecerse a los dibujos que siempre vimos de los marcianos. Al rato uno de ellos sale corriendo en mi dirección y se sube sobre una de mis piernas. Hace un movimiento frotando la cabeza contra mi cuerpo, lo que interpreto como un mimo. Los otros dos se acercan y tratan de hacer lo mismo. En el tumulto siento una mano hurgando el bolsillo del pantalón. Siempre llevo conmigo algunas golosinas.
–Buscan caramelos o chupetines. Siempre hacen lo mismo -concluye el Cordobés, meneando la cabeza.
El que metió la mano en mi bolsillo sale corriendo con un caramelo media hora y lo saborea con exageración ante la mirada de sus compañeros. Les doy a los otros los pocos caramelos que me quedaban en el bolsillo y se van corriendo mientras le hacen burla a su compañero, diciendo “leru-leru”. Parece que van a pelearse, sin embargo buscan una pelota de plástico que hay en un rincón y empiezan los tres a correr detrás de ella a los gritos armado un picado sin ton ni son. Cada vez que la pelota da en la pared gritan ¡gol! y se abrazan. Mientras dura ese juego el Cordobés me explica que hay veces en que tiene que esconderles la pelota por temor a que les haga daño semejante desgaste. También me dice que más adelante, cuando entiendan, les va a enseñar algunas reglas del fútbol. Se jacta de que los ve con mucho huevo. Creo que el Cordobés está dispuesto a armar un equipo de marcianos si cayera otra nave por acá.
Al rato el Cordobés señala a uno que es algo más grande y comenta con orgullo que le ha enseñado a multiplicar. No mucho más de dos cifras, aclara. El Cordobés lo llama. Debe insistirle para que le haga caso. Cuando por fin se acerca, le dice: ¿dos por dos?. El marciano, con su voz gutural, contesta cuatro. El Cordobés dice: ¿dos por tres?, y el marciano responde seis. Así hasta que cuando llegan al ocho por dos, el marciano baja la cabeza y no contesta. Veo que con los dedos de una mano cuenta dedos de la otra. Se pone colorado y sale corriendo a reunirse con sus compañeros.
–Hace dos días que no la repasa -dice el Cordobés fastidiado.
Al rato veo que cuchichean entre los tres y después se arriman al Cordobés con vergüenza. El más grande le habla al oído.
–Quieren Coca Cola -me explica el Cordobés.
Con gesto cómplice les dice:
–Ta bien, pero que sea la última por hoy.
De una conservadora saca hielo y una Coca Cola. Pone bastante en una botella de gaseosa cortada y la completa con Fernet. Prende la radio, busca música de cuarteto y levanta el volumen a todo lo que da. Les da la botella que los marcianos se llevan al medio del salón, toman del pico y se la pasan entre ellos, mientras bailan con movimientos exagerados, haciéndose los borrachos. Me hacen señas para que vaya a bailar con ellos. No sé bailar, sin embargo les doy el gusto. Me ofrecen tomar de su botella, acepto pese a que el brebaje me parece demasiado amargo. Terminamos haciendo un trencito del que me abro para volver al banco porque ya no doy más. Al rato, aturdido por la música y consciente de que la tarde está empezando a caer, decido que es hora de volver.
Cuando los marcianos ven que me estoy por ir vienen corriendo. El más chiquito estira los brazos para que lo levante a upa. El Cordobés lo reta, diciéndoles que no moleste a las visitas. El marciano se pone a lloriquear, haciendo puchero. El más grande me obsequia la rama con la que ellos jugaban a empujar la rueda. Siento pena al dejarlos, más cuando después de hacer unos metros doy vuelta la cabeza y veo que están los tres en la puerta saludándome como se despide a un viajero.
Mientras esperaba que me sirvieran la cena tuve tiempo de pensar lo que escribiría sobre los marcianos. Apenas llegué y vi cómo jugaban con la rueda no dudé en que el título de la nota sería: “Esos terribles nabos”. Algo me decía que hubiera sido demasiado injusto. Cuando ya estaba acostado rebobinaba con cierta nostalgia los detalles de la tarde que pasé con ellos. A la madrugada me despertó de pronto, con una claridad inusitada, la solución del enigma. Mentiría -o no tanto- todo lo que hiciera falta, pero en la nota iba a contar que había tenido la suerte de conocer a los marcianos y que, en efecto, tenía absoluta certeza de que ellos eran verdaderos genios evolucionados.