Chihiro se abraza del cuello del Dragón blanco que en vuelo rasante trata de protegerla del feroz ataque de miles de pájaros de papel.

--Haiku, tú eres el río.

El recuerdo rompe el hechizo, y el Dragón se vuelve agua y río, recupera su forma y su espesura, y la mece, y la salva.

Hemos nombrado al río, y ya nada será igual en la Ciudad de Buenos Aires.

“Nado en un río incierto que me lleva del recuerdo a la voz” escribió Juan José Saer. El río sin orillas. Desmesurado. Vasto como la pampa misma.

El río que nos nombra porteños y rioplatenses y que, sin embargo, permanece escondido. Ni siquiera es que estamos de espaldas al río, como dicen: uno suele saber qué tiene en la espalda. Por aquí nace gente que crece y muere en una selva de cemento sin haber visto nunca salir el sol sobre el Río de la Plata. Sin saber que existe la brisa marina que llega cuando hay viento sudeste, ni que detrás de Ciudad Universitaria anidan aves nunca vistas en la reserva.

El río está secuestrado desde hace décadas, como estaban secuestrados los cuerpos que luego fueron arrojados desde los vuelos de la muerte. Nunca más rompimos ese maleficio. Los genocidas nos robaron el río para desaparecer los cuerpos, y los políticos en democracia nunca nos devolvieron esas orillas. Solamente el Parque de la Memoria se levanta allí, como bastión recuperado para no olvidar y ejercer la vida junto al agua que alguna vez la enterró.

No se confundan. No estamos discutiendo si habrá torres o no frente al río. Estamos debatiendo un modelo de ciudad, un propósito para esta ciudad que busca en el horizonte una razón de ser. Cuando pedimos un parque público en la ribera, no estamos solamente oponiéndonos a los negocios inmobiliarios: estamos disputando el deseo de esta ciudad.

¿Qué ciudad queremos ser?

La generación del Centenario nos soñó Paris y construyó palacios en Avenida de Mayo. La generación del 50 nos soñó Manchester y construyó fábricas en Barracas. En los noventa nos soñaron Miami, y nos inundamos de shoppings. Hoy los palacios conviven con las fábricas abandonadas y los shoppings vacíos. Hoy nos proponen que el río sea el patio trasero de quienes pueden pagar miles de dólares por un metro cuadrado.

Hay un pedacito de mural en la Costanera que marca el sitio exacto en que tiraron las cenizas de Luis Alberto Spinetta. “Ponte color” dice, simplemente. Y sabemos que es “Salva tu piel/La ciudad te llevó el verano/Ponte color
Que al morir los hombres son blancos”. Más blancos.

Más allá un cartel dice “Parque Saint Tropez” y algunos pocos sabemos que en esa orilla Leonardo Fabio nos enamoró en Volver, Volver. Porque allí, exactamente allí donde ahora hay cemento y escombros, había cuerpos bronceándose al sol, y amores tejidos junto al río desatanudos.

Hace un año el mundo se detuvo para respirar y no morir. Y aprendimos de la forma más brutal y desoladora el valor del aire y el cielo, la necesidad imperiosa de ver el sol y abrazar otros cuerpos. Todo está ahí, en ese río: hay un universo en esas aguas con marea y recodos insondables.

¿Nos permitirá la pandemia pensarnos como una ciudad comunidad, igualitaria y armónica, donde disfrutemos del espacio público, de los parques y el río? Hubo otra pandemia, la de la fiebre amarilla, que nos dio la forma que hoy habitamos. La ciudad junto al río y la Plaza de Mayo, se extendió y abrazó a las chacras y los poblados pampeanos. Nos unió el cementerio de la Chacarita. Nos convirtió en la ciudad que conocemos un sinfín de muertos enterrados.

Es hora de que otra pandemia nos devuelva un sino virtuoso y vital.

Hace ya demasiados años sentenció Le Corbusier: “Buenos Aires tiene el cielo y el río más lindo del planeta. Qué lástima que les esté vedado a sus habitantes”.

El derecho al río es parte del derecho a la ciudad.

Una ciudad que se mezcle en sus orillas con el agua más marrón o más dorada, según la estación. Que deje crecer los humedales y permita un desfile de mate y juegos y charlas en las tardes de verano. Que reciba el Año Nuevo junto al río, que busque el mejor rincón para ver salir la luna rosa y le permita a sus habitantes ejercer su derecho a un pedacito de horizonte.

El río que es más Mar Dulce que De la Plata; que “el pasado yace en lo profundo/Y como el amor/Dura una creciente/El dolor es caudal permanente/La sangre su espejo/Y la vida reflejo del rio marrón”. El que hoy es el patio lejano y lujoso de quienes habitan las torres altas o quienes sobrevuelan la ciudad. El río que es nuestro carozo y corazón, nuestra semilla.

Recuperar el río no es una batalla judicial o política: estamos jugando nuestra identidad. Nuestro ser. Buenos Aires nació del río, fue parida de su vientre.

En ese reencuentro se juega nuestro destino.

* Diputada nacional por el FdT.