Se desvanece la tarde que declina

Y la brisa parece un abejorro

que levita en el rumor del vuelo.

Saber que solo dura un parpadeo

es la conjura que incita a sostener

la tácita subversión inexorable

que da pie a nuestro signo:

Un ansia de vivir que contrarresta

los aciagos momentos de la vida,

que al fin de cuentas

el hecho misterioso de nacer eleva

un canto imprevisible ante la muerte

Aristocles se encontraba en el centro de la habitación. La luz oblicua penetraba a través de la ventana enrejada que permitía la visión del día resplandeciente y espejado en la calma translucida del Egeo. A veces, tal vez cuando la noche no había deparado sueños reparadores, y el día se anunciaba con la vehemencia desatinada de las fuerzas que se abatían sobre la ciudad, se refugiaba en el hábito de escribir las ideas que surgían irreverentes, imponiendo de manera extraña, una cierta convicción, que trataba de duplicar en el papiro. Una copia del puro pensamiento cuya forma se adecuaba al rollo desplegable de las hojas, para extender en un sintagma, los signos convencionales que heredaba la tradición escrituraria. El alfa que recordaba la cabeza del toro o la infinitud del omega y, en esa diversidad de signos, Aristocles entendía que se puede compendiar una vida combinando esos signos entre sí. Signos que no pueden explicarse solamente, por el enlace de numéricas palabras puesto que, más allá de la cohesión y coherencia necesarias para formar una proposición, ciertas palabras: aún, aunque, nunca siempre, todavía… permiten desdecir que todo lo que está en el intelecto, ha pasado a través de los sentidos…

Por lo demás, recordaba cuando condenaron a uno de sus maestros y él asentó ese proceso, desestimando su legado, puesto que transcribió su Apología, contrariando la aversión que este sentía por la escritura. ¿Pero, de qué otra manera legar a las futuras generaciones, la fecundidad de un pensamiento y el operador eficaz de la mayéutica? Al fin de cuentas, ¿no estaban escritas en la Ilíada y en la Odisea, en la Teogonía y las tragedias, las celebradas referencias de su pueblo, favoreciendo los ejemplos propicios al desarrollo de cierta manera de pensar en lo viviente? Fervoroso de esos modelos, decidió escribir los diálogos como una modalidad de la filosofía en forma dramática para expresar conceptos… El pensamiento no es individual, pensaba, y para nada sin trabajo, puesto que pensamos cuando alcanzamos una terceridad e incluso allí, parece haber algo impensado… algo que nos somete a la partición…algo prendido, sostenido, vacilante en la fatal diseminación de las palabras… Eso había posibilitado el subversivo trabajo socrático. Desprendimiento elaborado por la circulación de una palabra viva, en al menos, entre dos y por qué no, en una semiosis incesante. Hasta tal punto que impide elaborar un sistema sin contradicciones o exhaustivo. ¡Sin contradicciones o exhaustivo!, sonrió al percatarse de como la disyunción y la partición prevalecían en su razonamiento… En esas cavilaciones estaba cuando lo interrumpió la llegada de su sobrino y dos de sus discípulas.

Espeusipo con Lastenia y Axiotea, atareados en una discusión por la incidencia divergente de la unidad en la autoctonía, en el origen de todas las cosas y en los efectos del discurso, requirieron su arbitrio. Aristocles no podía evitarlos; había alentado sus recorridos y las diferencias que lo apartaban de sus búsquedas y ahora, al término de su camino. ¡Qué mejor que acompañarse de sus discípulos!

Espeusipo se extendió en una larga consideración acerca de los números que matematizaban la naturaleza. Consideró que la unidad no representaba inicialmente más que un punto y como tal, no tiene forma ni materia. Por lo tanto, concedió, es una idea. Y si de la unidad surge todo, es preciso que se desdoble para engendrarse a sí misma, en sí misma y de ese modo hacer el tres que promueve el mundo.

Aristocles los dejó extenderse complacido. El hallazgo de ideas complejas en la disputa de sus discípulos, le recordaba el caudal de doctrinas secretas y extranjeras que había conocido en Sicilia, en Mileto y Éfeso, en Egipto, donde había oído hablar de Akenatón, que encerró todos los dioses en uno, Ra, cuya luz, tan veloz como el tiempo, derrama la vida sobre el hemisferio del planeta. De allí, la noción órfica y pitagórica de la transmigración del alma, que propende a la exactitud de la figura ideal, el círculo y la esfera, el pentagrama y el triángulo perfecto, que solo existe en nuestro pensamiento.

Entusiasmada, Axiotea creyó recordar que en logos se unían palabra, razón, pensamiento… Tres palabras en una… Lastenia acordó: Lo importante es la trinidad, el tres confirmado en la reproducción que desarrolla del uno, lo tres en tres y esa multiplicidad convergente, en un devenir susceptible de la unidad divina.

Reteniendo todo lo que sentía, despidió a su sobrino y a sus discípulas, a expensas de ceder a sus razones y con el pretexto de una senil fatiga, que también era cierta. Últimamente necesitaba con premura la soledad y al silencio, para dialogar consigo mismo, en la interioridad del lenguaje, que escapa a la noción de su principio, puesto que, dígase lo que se diga, siempre se dice desde su interior, regido por leyes que brillan en ausencia. ¿O es que acaso no tenemos el paradigma y todo lo que a él concierne en la cabeza?, continuó diciendo en voz alta, como si otros estuviesen junto a él. ¿No es acaso impensable, como se contacta la idea con el concepto, la forma con la imagen encriptada en la voz y en la escritura, por la representación esencial de la memoria? Pero, ¿y de la semejanza, qué?...

Durante años consideró que su idea de las ideas, devenía de una selección para producir una diferencia, no para dividir el género en especies, sino para distinguir lo auténtico de lo inauténtico, la justicia de la injusticia, lo verdadero de lo falso. Y para ello, debió enfrentarse con la verdad que convive en el lenguaje con el error; del lenguaje, extraer lo inteligible para servir a la expresión de la verdad, que es lo mejor de su pronunciamiento…

Hay horas en que el día parece decir algo, quizá emulado por la brisa que arrulla la copa de los árboles o, acompañado por el canto de las cigarras, en la estridencia del estío, el rumor del abejorro trazando un surco sobre la calma tremulación de las aguas. Una convergencia de tantos misterios produciendo la diáfana elevación del día, que laborioso incurre hacia el fin de la tarde. Máxime ahora, que Antesterion estaba tocando a su fin, con sus flores abiertas y la madurez de los manzanos propendiendo a las manos dispuestas y a la certeza de retornar año tras año, como todo retorna con la cíclica rotación de los planetas. La tarde avanzada era una inscripción de infinita belleza y decidió caminar hasta el río. En un recodo del sendero se detuvo para reposar unos instantes ante la agitación que lo asediaba. En la rama de un manzano, la transformación de una crisálida, revoloteó sobre su asombro, intensificando la certidumbre de que todo termina y todo recomienza. Titubeó si seguir o retornar, pero su propia voz que parecía provenir desde atrás, incluso de su ancha espalda, lo urgió: adelántate a cualquier despedida como si esta se despidiese de ti… como si ya hubiese acontecido…

Cuando arribó a la ribera del Cefiso, la tarde sobreviviendo como un alma del mundo, arrastraba todos los fantasmas y espectros que vagaban a la espera de la noche, para expandir una íntima quejumbre en el envoltorio de los sueños. Recordó las viejas narraciones donde los héroes de infinitas odiseas elegían sus destinos ante las agua del Letheo… El mito de Er, ese soldado… Tal vez todo está escrito, pensó y el mito sea cierto.

Al vislumbrar su rostro en los pliegos sucesivos de las aguas, admiró la constancia evanescente del tiempo que parecía discurrir de a ratos, en círculos concéntricos como un tenue remanso, que concentraba en su potencia los estertores de la vida. El rostro que comenzaba a no pertenecerle, se desvanecía sobre los pliegues del agua como su nombre verdadero, borrado tras el apelativo sugerido por el ancho de su espalda, con el que todos lo nombraban.