Como si una bomba de alto poder destructivo o una aeronave militar no fueran suficiente disuasivos, necesitan un nombre propio, una señal que los identifique. Estados Unidos es un país inagotable en armamento y a cada uno de sus productos bélicos los denomina de una manera curiosa. A veces parece coherente con su historia nacional de tierra arrasada. Lo cuenta Noam Chomsky en su último libro, ¿Quién domina el mundo?: ¿Por qué Estados Unidos llama Apache, Black Hawk o Cheyenne a sus helicópteros hechos para la guerra? ¿Por qué llamó Operación Gerónimo al ataque y la violación de la soberanía de Pakistán que terminó con la muerte de Bin Laden? ¿Por qué usa nombres de sus pueblos originarios o de los líderes de esos mismos pueblos que exterminó para bautizar a su industria guerrerista? Las preguntas vienen a cuento en estos tiempos de escalada armamentística, de proyectiles arrojados contra los bunkers del ISIS –como la “Madre de todas las Bombas” (la MOAB)– de las nuevas bombas atómicas estadounidenses, las B61-12 que empezarán a fabricarse en serie en 2020.

“Todo lo que vuela contra todo lo que se mueva”, ordenó Henry Kissinger cuando era el consejero de Seguridad Nacional de Richard Nixon para empezar los bombardeos de 1969 sobre Camboya. Hoy no cae el Napalm sobre Vietnam, pero hasta el año pasado Arabia Saudita arrojaba bombas de racimo fabricadas en Estados Unidos sobre los civiles de Yemen. El antídoto antiterrorista de la MOAB fue utilizado después de que diera la orden el presidente Donald Trump mientras comía una torta de chocolate. Su objetivo era destruir los túneles o cuevas construidos por el ISIS en el distrito afgano de Achin, provincia oriental de Nangarhar. Barack Obama siguió por TV junto a Hillary Clinton desde la Casa Blanca el asesinato de Bin Laden en Abbottabad, Pakistán, en 2011. Al líder de Al Qaida y la operación para matarlo, Estados Unidos los bautizó Gerónimo. El nombre del último jefe apache que combatió al hombre blanco hasta que cayó detenido y fue confinado a una reservación. 

La industria militar de EE.UU. también tomó el nombre de la tribu de Gerónimo y se lo puso a un helicóptero de ataque, el AH-64 Apache, que en sus distintas versiones actualizadas ha participado en las invasiones de Panamá, Afganistán e Irak. Hoy lo sigue fabricando la compañía Boeing. Su antecesor fue el Cheyenne –el nombre de otro pueblo originario– que se utilizó en la guerra de Vietnam pero que por su alto costo fue discontinuado después. Lo desarrollaba la Lockheed.

Otro helicóptero que alude a un jefe indio es el Black Hawk (Halcón Negro) fabricado por Sicorsky, utilizado para el transporte de tropas. La caída en 1993 de uno de ellos en Mogadiscio, Somalia, fue tratada por el cine de Hollywood en una película que ganó dos Oscar. La tradición de ponerle nombre a estas naves se remonta a fines de la década del 50, cuando la Bell llamó “Iroqués” a uno de sus prototipos que todavía sigue volando para el ejército de EE.UU. Chomsky dice de esta costumbre que “la elección del nombre recuerda la facilidad con la que bautizamos nuestras armas homicidas con el nombre de las víctimas de nuestros crímenes…” Y enseguida se pregunta en su libro: “¿Cómo habríamos reaccionado si la Luftwaffe hubiera llamado a sus cazas judío o gitano?” 

El piloto Paul Tibbets, quien comandaba el bombardeo B-29 que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, le puso a su nave Enola Gay. Lo hizo en honor a su madre, que se llamaba igual. Falleció en 2007 cuando tenía 92 años en su casa de Ohio. No se arrepintió de lo que hizo. Fue muy gráfico cuando lo confesó sin pudor: “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima”. A la bomba que lanzó desde su avión la habían bautizado Little boy (niño pequeño). A la que destruyó Nagasaki tres días después, Fatman (hombre gordo). Murieron 240 mil personas entre los dos ataques ordenados por Washington, los únicos de la historia en que se emplearon proyectiles nucleares.

Estados Unidos consiguió la rendición incondicional de Japón, pero desde entonces la carrera armamentística nunca se detuvo. Junto a Rusia acumula con holgura los mayores arsenales atómicos del planeta, muy lejos de Francia y China, que los siguen según las estadísticas de ojivas nucleares más difundidas realizadas por la FES (La Federación de Científicos Estadounidenses). La escalada beligerante por las armas nucleares que tiene hoy como centro a la península de Corea es la consecuencia de esa política. Las presiones crecientes de EE.UU. sobre Corea del Norte –que posee armas atómicas– empeoran la tensión internacional para algunos especialistas reconocidos. 

Con un costo estimado de entre 8.000 y 10 mil millones de dólares, la principal potencia planetaria tiene previsto fabricar las B61-12, sus nuevas bombas atómicas. Su producción en serie comenzará en 2020 y se desplegarán por Europa entre sus países aliados como armamento disuasivo contra Rusia. Ya hubo una prueba en el estado de Nevada, donde se arrojó desde un F-16 un proyectil de estas características sin el explosivo. El anuncio se realizó el 13 de abril pasado. El aparato militar de Estados Unidos se mantiene activo y al acecho. No importa que nombres les ponga a sus armamentos y operaciones encubiertas. La MOAB, esa bomba gigantesca de 10 toneladas –considerada la hija de la BLU-82 utilizada en la Guerra de Vietnam–, es la mejor prueba del militarismo con que intenta domesticar al mundo.

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