Las azaleas supieron antes que mi abuela que ella ya había decidido irse. Empezaron a decolorarse como aquella ropa que olvidamos al sol y cuando descolgamos después de días, tiene apenas un tono ínfimo más claro en aquel lugar que pusimos el broche. Apenas, sin más. Las azaleas fueron sutiles con la partida de mi abuela Pepa. No decidieron irse un día, de pronto. Secándose y dejando la tierra yerma, agrietada.

Mi abuela nunca tuvo que advertirnos que las plantas eran seres vivos, que había que cuidarlas, que no teníamos que romperlas. Solo sucedíamos, nosotras entre ellas, y ellas nos daban espacio a nosotras. Todo estaba permitido: correr, esconderse, hacer comidas con barro, trepar la mesa y los sillones del patio. Nada estaba fuera de lugar porque cada cosa estaba en el suyo de un modo que nunca más volví a vivir.

Recuerdo cada domingo, antes del almuerzo. Los grandes hablaban entre la cocina y el living. Iban y venían. Detrás de los sillones con capitoné de un cuerpo, había una ventana con una persiana amplia. Durante décadas, una hilera de macetones de cemento orilló, desde el patio, el marco de la ventana del living. Ni siquiera hacía falta subir la pesada persiana de madera que fragmentaba la luz filtrada del sol, para saber que del otro lado había una comunidad de azaleas. Una y otra se mezclaban, a tal punto de no saber qué color habitaba en cada macetero.

Cuando mi abuela comenzó a dejar el terreno de quienes hacen los mandados, limpian la casa, atienden el teléfono o cocinan alguna receta que pasan; las azaleas mustias nos fueron avisando. Pero, como pasa muchas veces, no supimos escucharlas. De a poco, en la sucesión de los días, las blancas comenzaron a tomar ese color de las puntillas guardadas por muchos años. Y las rosadas se fueron empalideciendo como aquellas personas que siempre están al borde del desmayo. Un modo cercano de anunciar la muerte, también tomaron las azaleas de Marta, la madre de una amiga. Se fueron apagando como las de mi abuela. Borrando de a poco hasta casi parecer un papel corrido por las polillas del papel. El compañero de la madre de mi amiga, con el que habían dejado de contar el paso del tiempo cuando cumplieron cuarenta años juntos, tuvo que irse en el apuro de las enfermedades ansiosas que siempre, como la muerte misma, llegan a destiempo.

Las azaleas como plantas oraculares, Tiresias que leen descolores en pétalos. Sin embargo y pese a que las azaleas se fueron destiñendo con la muerte, no logro relacionarlas con lo desafortunado. Tal vez porque la memoria es selectiva o porque no hay alma que soporte tanta tristeza. De todas las fotografías que guarda mi mente, la primera del álbum se teje directamente en el patio lleno de esos pétalos de papel manteca que esperaban pacientes que saliéramos a contemplarlos mientras la abuela, sí la abuela y no el abuelo, hacía el asado. Mi abuela era como una suerte de azalea humana que había arrancado la raíz de su tierra, su casa, sus hermanos, su papá querido para echar raíces, muy joven, cerca de mi abuelo. La abuela Pepa tenía los ojos siempre quebradizos del color del agua que la vegetación sostiene desde el fondo, un verde profundo.

Todos los años, al comienzo de la Primavera, las veredas de los viveros se llenan de azaleas de múltiples colores. No hay un año en que no piense en comprarme una. Como si pudieran resucitar la corporalidad tan precaria de nuestros amores. Me paro, las miro y hasta la elijo. Una blanca, como la que me había regalado Romi o como la que tenía su madre o mi abuela. Todas distintas o un mismo gajo del amor en diferentes jardines. Sin embargo, la ilusión o el entusiasmo me dura poco porque pienso –y tal vez ese sea el problema- en ponerla en un lugar en el que logre vivir, en el que viva. Pero, rápidamente recuerdo que son plantas delicadas, que hay que saber cuidarlas. ¿Cómo asegurarnos que el cuidado nos alejará de la muerte? ¿Acaso hay garantías? ¿Y si va a un buen lugar pero llueve mucho? ¿ y si se embicha? Saber ver qué espacio necesita, no nos garantiza que no pueda morir.

La muerte y la vida manejan otras variables menos estadísticas y previsibles que las nuestras. Se deslizan en el correr de los días, aparecen y desaparecen. La vida como la muerte están siempre ahí al lado de nuestros planes, mientras pronosticamos o leemos horóscopos o hacemos un plazo fijo para asegurarnos el futuro. Tal vez “el futuro llegó hace rato” para avisarnos que toda sombra se alimenta de la luz.

Ayer me compré una pequeña azalea. Asumiré el riesgo de cuidarla.

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