Habían estado recorriendo el palacio de Versalles. Había aprovechado para recogerse el pelo, cambiarse de ropa y se sentía más fresca. Salió del edificio fastuoso y empezó a recorrer los jardines. A pesar de que andaba sola no había ninguna posibilidad de perderse ni de que llegara tarde al punto de encuentro. Siempre había sido exigente, rigurosa y ordenada. Tanto que nunca terminó de creerse su condición de mejor alumna cuando asistía al Normal Uno. Ya había dejado de fumar sus dos atados diarios y, sobre todo, de caer en la tentación de hacerlo mientras mantenía sus interminables conversaciones telefónicas en las que lograba que no se hablase de nada que tuviese importancia o de quitarle importancia a cualquier cosa que la tuviera. Quienes la conocían profundamente sabían de su agudísimo y difícil sentido del humor y de su capacidad de burlarse de alguien sin que prácticamente nadie lo notase. Sin embargo, para muchos pasaba desapercibida.

Se hizo la hora de volver. Llegó como siempre con diez minutos de anticipación. Puso cara de buena alumna, sólo para sí, y se fue hacia a un banco cercano para observar diciéndose: Luciana es muy modosa.

Ya se habían reunido junto a la puerta del autobús más de diez personas. Sentadita se dedicaba a escuchar las conversaciones que entablaban los pasajeros. Mientras prestaba atención, iba representando con gestos, apenas esbozados, cada idea que escuchaba.

Todos se congregaban alrededor del guía, un hombre de unos cuarenta años, delgado, con pantalones oscuros a la moda y un cabello brillante, sano y largo, que ataba para formar una coleta. De rasgos agradables, hablaba con tranquilidad y los detalles que describía mientras iban viajando eran claros y sin pretensiones. Ella se preguntaba si eso se debía a la holganza (esa fue la palabra en la que pensó), a su escasez de conocimientos o al público de la excursión al que, eventualmente, le costaba saber qué país estaban visitando.

Se sentía contenta, había aprendido a estarlo después de aquellos años de desasosiego y peligro. Extrañaba un poco al Picho, su perrito blanco y de mal carácter al que ella interpelaba continuamente con un ¿por qué hizizte ezo?, ¿se puede saber por qué hizizte ezo, Picho?

Los pasajeros empezaron a subir al autobús y ella los siguió. Manolo era el chofer y era difícil imaginar que podrían llamarlo de otro modo. De nariz fina y aguileña, de pelo oscuro y ensortijado, de cabeza poderosa y más bien cúbica, en armonía con su cuerpo fuerte y grueso, solía manejar con gran tranquilidad. Se veía que ambos, chofer y guía ―Leonardo, para ser más preciso― trabajaban juntos hacía largo tiempo y coordinaban sus labores con calmada eficacia. Transmitían eso a los pasajeros y casi todos viajaban haciendo silencio, la mayoría porque dormía, algo que ella valoraba y que el resto valoraría después y de alguna manera original.

Una vez que se sentaron, Leonardo se abocó a hacer el repaso de los integrantes de la excursión para continuar viaje rumbo al sur, hacia Saint Malo, ciudad cuyo nombre la convocaba por alguna razón.

Manolo esperaba la orden de salida. Leonardo se demoraba en darla. Jamás contaba los pasajeros, se jactaba de que no le hacía falta, él sabía reconocerlos y, una vez que examinaba el grupo, podía individualizarlos perfectamente, eso decía.

Falta una pasajera, remarcó finalmente. Todos miraron desde sus ventanillas. Ella observó a lo lejos a una chica que andaba sola pero no parecía tener ningún interés en el autobús.

Leonardo dijo que faltaba una muchacha de unos treinta años, que no recordaba el nombre, pero sí a ella. Algunos aseguraron que sabían a quién se refería y que efectivamente no estaba. Manolo optó por chequear el número de pasajeros. Quedaos quietecitos, le escuchó decir Luciana, mientras se agachaba para buscar crema en su bolso. Manolo contó treinta y dos y en su lista figuraban treinta y tres. Había que bajar a buscarla.

Algunos de los que creían saber de quién se trataba se ofrecieron. Otros, entre los que estaba ella, pidieron precisiones sobre el aspecto de la pasajera. Sabía que era joven, pero ¿qué más? Leonardo la describió como delgada, bonita, de pelo castaño, bastante largo, no demasiado alta. Delgada, y bonita, siempre lo mismo, se dijo ella con un dejo de amargura. Iba en jeans y suéter rojo, agregó Leonardo.

Decidieron dividirse en tres grupos de tres personas cada uno. El grupo que comandaría Leonardo entraría al palacio. Los dos grupos restantes recorrerían los vastos jardines.

A ella le tocó revisar el sector de la izquierda. Arranqué con el ala izquierda, se dijo. Enseguida notó que la mujer gorda, quizás no tanto como ella, la observaba. Pensó que era por una actitud de compañerismo ya que el hombre restante tendía a adelantarse y caminar solo. La mujer se lo señaló con las cejas y exhibió ambas palmas como diciendo: ¿qué podemos hacer?

Comenzaron a buscar en zigzag cruzando la arboleda de un lado a otro y deteniéndose en las fuentes y los espacios abiertos.

Delgada y bonita, se repetía Luciana, siempre lo mismo. Quince kilos había aumentado ella desde cuando estaba delgadita, y no tanto como hubiera querido. En la clínica, a la que iba cada día y que no abandonaba hasta la tarde, la habían curado, es decir que le habían hecho pagar el precio de ser como no le gustaba porque lo importante era estar bien y no pensar tanto en estar linda, que estar bien la ponía linda a una. Allí, tuvo que aprender a comer de nuevo.

Es delgadita y linda le remarcó al jefe del grupo, hay que buscar una chica así. Le daba lástima que esa chica se sintiera perdida y temía que le hubiese pasado algo grave.

Después de revisar por casi una hora sin resultados, volvieron para reunirse con los dos grupos restantes. Nada.

Se dio aviso al móvil de la policía que estaba estacionado en la calle. Los oficiales preguntaron las señas de la pasajera faltante: jeans y suéter rojo, delgada, pelo castaño, rasgos regulares y agradables, repitió en su aplicado francés Leonardo mientras Manolo asentía con cara de preocupación y los pasajeros se mantenían a la expectativa. Leonardo consultó a la central del operador turístico y le recomendaron que siguiese camino. La policía continuaría buscando y, mientras tanto, ellos le cursarían la identidad de a pasajera por descarte.

Esa noche llegaron a Saint Malo. Luciana subió por sus propios medios la valija a su cuarto, no quería esperar. Después descargó su bolso en donde estaban sus jeans y el suéter rojo que había vestido durante la mañana.

Entonces bajó al lobby, y, con tanta corrección como asombro dijo, yo también tengo el bolso mis jeans y un suéter rojo, como esa chica, y me cambié esta mañana en los baños del palacio.

La noticia salió en los diarios franceses, y tiempo después en algún diario inglés.

En ese tour, y por última vez, Luciana se compró ropa, por supuesto de cuatro talles más grandes que el suyo aún a pesar de las observaciones de los vendedores.

La historia me la contó ella y no me quiso mostrar los recortes de los diarios donde aparecía con títulos sugerentes como la pasajera que se encontró a sí misma. Me tomé el trabajo de chequearla y la vi tanto en CBS News como en The Independent, donde los títulos decían: “Mujer perdida se encontró a sí misma después de una intensa búsqueda” y “Turista perdida sale en busca de sí misma” respectivamente.

Esa vez me dijo en tono de interrogación, con sus ojos azorados y su voz ingenua, Tití, Vos sabéz que ezo ez mentira, yo, todavía, no me encontré a mí misma, ¿Qué hago Tití?

 

A propósito, ahora la ropa se la compra su compañero del que espera un hijo. Sigue delgada y bonita.