Cuando sale el sol y no hay quilombo (ni pandemia), Tel Aviv parece San Bernardo: en las playas contra la orilla oriental del Mar Mediterráneo la gente juega un fulbito, come choclos, toma algo o se tira a lagartear en la arena. Hay redes de vólei, balnearios y, más allá, una costanerita de cemento para trotar o andar en bici. Si no fuera por ese milhojas de idiomas que compone el vociferío de los turistas, uno creería que está en la costa argentina después de combinar la ruta 2 con la 11.

Tel Aviv fue nuestra puerta de entrada a Israel y nunca olvidaremos aquel primer día: el oleaje suave iba y venía con acompasada armonía, dejando un sonido similar al que hace una cerveza bien fría cuando barrena con su espuma en el vaso. Pero a la media hora de esas postales del relajo comenzó a sonar una alarma escalofriante; como la sirena de un cuartel de bomberos, pero multiplicada por mil. Un ruido rompetímpanos copó la escena y la gente empezó a correr de forma caótica. La escena parecía cinematográfica: el cielo se cubrió de gris y a nosotros también se nos nubló el cerebro. ¿Qué carajo estaba pasando? ¿Hacia adónde había que ir?

Terminamos amontonados en el pasillo interno de un balneario, con gente de distintas procedencias. Una torre de babel pero en forma de PH. Todos transpirábamos y no era por el sol ni por el trote: ese día –y quizás solo ese día en toda la vida– sentimos el olor a miedo. Parecido al que destila Buenos Aires en una de sus tardes veraniegas de humedad y sopor, aunque con vahos de acidez penetrante. Como el hálito denso que desprenden los químicos y los metales pesados hundidos en el Riachuelo, pero a 13 mil kilómetros de distancia y en un campo de batalla: Israel y Palestina acababan de entrar en guerra y el día de playa llegaba a su fin porque empezaron a zumbar misiles por todos lados. Bienvenidos a Medio Oriente, amiguitos.

La escena se repitió durante una semana en la que se sucedían detonaciones y alarmas, tanques avanzando en las rutas, gente corriendo en las calles y misiles surcando los cielos. Hasta que, finalmente, hubo un llamado a tregua. Entonces la guerra terminó. ¿Quién ganó? Nadie. Solo quedaron escombros y muertos. Y a los pocos días todo volvió a la... ¿normalidad? Más bien a una calma chicha entre contendientes mirándose de reojo.

Sucedió a finales de noviembre de 2012, pero necesitamos casi una década para hacerles entender a amigos, conocidos y gente random aquello que contábamos y nadie acreditaba. Hasta que aparecieron los videos que se viralizaron durante esta semana sin que quedara claro si los destellos en el cielo nocturno eran fuegos artificiales, una escena de Star Wars (la memética hizo lo suyo y aportó a la confusión) o qué.

Pues, bien: eso es el Iron Dome en acción. La Cúpula de Acero. El sistema con el que Israel se defiende de los misiles de Palestina: tirando misiles. Misiles-anti-misiles. Lo que el cine de ciencia ficción nos hizo flashear como atractivo durante décadas, de golpe se volvió real y atroz. Y esto es "en defensa": el sistema con el que ataca Israel, en cambio, es más viejo, conocido y violento. En aquella playa corrimos personas. Pero en otros lados –muy cerquita– corría sangre. Pasó aquel noviembre de 2012, se repitió en 2014 y, luego de un largo paréntesis, la tangana entre vecinos recrudeció este lunes.

Misiles dados vuelta

Aquella vez el Iron Dome constituía toda una novedad en la industria bélica. La guerra siempre fue la guerra: gente que mata gente empujada por intereses, odios y órdenes, o todo a la vez. Pero ese sistema que llevaba poco más de un año en actividad daba vuelta el tablero de lo conocido: si hasta entonces los misiles se tiraban desde arriba para que exploten bien abajo (como en Hiroshima), ahora sucedía exactamente lo contrario.

Los misiles de la Cúpula de Acero salen al ras del suelo y detonan en el aire, precisamente al momento que interceptan al del oponente. El rival, claro, es Palestina, y este sistema –según se cuenta, financiado por Estados Unidos– es el que blinda a Israel de tener más bajas, incluso cuando desde ambos lados se lanzan cantidades similares de proyectiles. Acá, a diferencia de lo que bate un viejo proverbio, el mejor ataque es una buena defensa.

El mecanismo de la Cúpula de Acero se compone de un radar que barre para detectar la presencia de misiles, una base de operaciones con humanos que analiza la info en el caso de alerta y una batería de cohetes parecida a un atado de puchos lista para sacudir cuando se oprima el botón. Durante mucho tiempo sus ubicaciones pretendían ser secretas, al punto de que durante esa semana nadie nos quiso decir dónde estaban. Parecía joda: Israel es más chico que Tucumán (la provincia más chica de Argentina) y tener escondidos semejantes Transformers en la escueta superficie es como tratar de disimular un elefante en la calle Florida. Así las cosas, todo resplandecía especialmente en la noche, cuando la oscuridad le daba espectacularidad a la tragedia.

Para las juventudes argentinas, la noción de guerra es algo inasible. Los pibes y las pibas que estuvieron en las Malvinas durante 1982 fueron la última camada en hacerse una idea. Los demás apenas nos aproximamos, y de manera somera, mediante libros y películas, por relatos e incluso por mitos (los griegos a la cabeza).

En la zona en conflicto de Tel Aviv, la pólvora y el verde oliva no están ni cerca ni lejos, sino a una distancia acaso peor: la desconocida. Mientras tanto, diez años después de la invención del Iron Dome, ahí, en el preciso lugar donde nacieron tres de las religiones monoteístas más populares, los dioses se encandilan con los misilazos en la primera gran guerra de la era del Covid.