Entré al almacén de los chinos. Esos portones que suelen ser violetas o amarillos, con un cartel de chapa arriba, sobre la pared, que suele decir invariablemente “Love” o “La Fortuna” o “Alegría”. La tarde estaba para cuetearse en un rincón con un tango de fondo, almibarado de pastelitos, mate y recuerdos evocativos que nos conducen a otras eras, cuando parecíamos felices y a lo mejor lo éramos, quien sabe. 

Compré masa, batata y recordé que hacía quince días que no comía proteínas criollas. Me llegué hasta el mostrador del fondo. El carnicero era un oso Gris canadiense enfundado en un mameluco blanco con manchas de sangre seca. Creí que los osos no podían atender puestos de carne. Sí, pero ya nadie se anima a vender con el precio que está. Me leyó la mente de un soplido. 

Puso su garra en la caja mientras contaba los billetes. El tintinar de la campanita me sacó del asombro. 

--¿No le convendría el puesto de pescados? --sugerí. 

--Hmm.. estoy dejando la carne acuática, es como una droga, lo mismo que las harinas que te crean dependencia y además te hacen salir pancita--. Se sonrió y le pude ver los molares amarillentos. 

Calculé, según un video de Animal Planet, que la criatura no tendría más de diez años.

--¿Quiere cuatro choris para la parrilla no?

--Sí, usted ya sabe Sr. Plantígrado. 

--Ja. Parece que habla como de un viejo manual. 

Silbaba un valsecito criollo mientras envolvía la mercadería en unas hojas de amaranto. 

--Es para no usar bolsitas, ¿sabe? 

De pronto detrás de mí, una voz encarnada en un gordito de azul me solicita permiso. Veo pasar un conteiner abierto desde donde asoman dos piernas y un brazo. 

--Llegó el relleno--, dice naturalmente. 

Mi gesto le pide una explicación. Confusamente habla de vendettas, cuchillos forjados que cortan como un rayo y larga la palabra sicario. 

--Esto forma parte del laburo --susurra--. En este rubro hay orientales que no garpan la cuota de protección o se quedan con algo que no es ellos. Terminan así…--, dice extrayendo del cubo una oreja como quien muestra una fruta deliciosa. 

Se restriega las garras en el delantal y se le engancha en una uña una parte de la remera del finado donde se lee I Love Sumo. Distingo la cara de Prodán y un escalofrío me recorre el espinazo. 

--No era taaaan genial como dicen... Además, ¿a quién se comió? Vino de Italia para dejar la falopa y se burlaba de ustedes, los argentinos. 

Me quedo callado, trato de no pensar nada para que no me lea la mente. 

--¿No les convendría un panda en lugar de usted? 

Me arrepiento, siento miedo. 

--Ah no me hable de ese mariconcito que sólo come bambú de la mano de sus amos… está por extinguirse por cagón. ¿Algo más, maestro? 

Me invita el Oso porque detrás de mí, y a una prudencial distancia de barbijo, hay dos señoras que esperan. 

--No, nada más--, le digo. 

--¡¿Y no usa barbijo?!--. Le espeto como para correrlo por algún lado. Me hace una seña con su garra para ponerme su hocico cerca de mi oído. 

Estamos ambos cara a cara, sobre el vidrio curvo donde yacen las piezas moribundas de vacas y cerdos. 

--Vea, maestro, la cagada la hicieron ustedes molestando a la naturaleza. Nosotros los animales no contagiamos un carajo. Arréglense, porque además nos están llamando para que les hagamos el trabajo sucio--. Y señala el conteiner con el oriental muerto adentro. 

En la caja, la china me sonríe con una delicadeza que evita pensar en tanto horror. Es bella, distante, exótica, floral. 

Cuando le estoy pagando, un empleado gordito y morocho como de cien kilos me alcanza el paquetito vegetal con los dos choris adentro. 

--Se olvidó esto, maestro. Ah y me dice el Oso que ni se le ocurra mirar a la cajera de ese modo que lo está haciendo. Es su novia ¿Se entiende, campeón?

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