Los estudios sobre “cultura” no abarcan solamente los libros que leemos, la música que escuchamos o las películas que vemos. Entre muchas otras cosas, la cultura es también el largo del pelo, el estilo de ropa, y por supuesto, la comida. Gastronomía e imperio de Rachel Laudan estudia las diversas cocinas del mundo y las relaciona con la historia de la humanidad (somos animales que cocinan), desde la prehistoria hasta el año 2000; define “familias culinarias” y analiza la relación de cada una de ellas con la sociedad, la tecnología, el mundo natural, incluyendo el cuerpo humano, y lo sobrenatural (lo sagrado y lo prohibido).
Quizá los dos campos más interesantes de este libro complejo, barroco, con imágenes y datos fascinantes, sean la relación de estas familias culinarias con la diferenciación entre culturas y entre castas o clases sociales, y la cuestión de la difusión, es decir, la forma en que los imperios llevaron su propia cocina al resto del mundo y la forma en que ese mundo las emuló, cooptó y cambió. No es un relato sencillo porque no puede decirse que haya una cocina por imperio: en cada uno hubo divisiones, sobre todo, entre la alta cocina y la cocina humilde. En el centro de cada cocina, dice Laudan, hay una “filosofía culinaria” ligada a las ideas de divinidad y sacralidad, incluyendo las que traen ciencia y la nutrición en nuestros días: la cocina cambia cada vez que aparecen ideas nuevas sobre alimentación, política, teología y química.
La diferencia entre la alta cocina y la cocina humilde, esencial durante siglos, tiene que ver, claro está, con lo económico, es decir, el costo y la disponibilidad de los alimentos y la posibilidad que tiene cada grupo social de acceder o no a ellos. Se trata de una cuestión de poder que implica valor de pertenencia y también exclusión. De parte de los que acceden a la “fastuosidad” (basta con recordar cualquier película sobre las fiestas de monarcas europeos en los siglos XVIII y XIX), la comida demuestra el poder, lo hace público. Es un “yo puedo”. Al contrario, cuando surge un movimiento republicano anti monárquico (como en la Inglaterra de Cromwell), se elige una comida frugal, republicana, intencionalmente pensada en contraste con los banquetes aristocráticos.
Cada familia culinaria tiene ciertos alimentos en el centro: granos, carne, arroz, hasta la Modernidad, según el lugar y el momento. Pero a medida que las cocinas se acercan al siglo XX, los alimentos ya no están ligados solamente al lugar de que se trate. A través de la expansión europea y de algunas culturas asiáticas, empiezan a aparecer los “alimentos importados”. Algunos datos son impactantes: por ejemplo, la manera en que Europa dependía de sus colonias para la alimentación en los siglos XIX y XX. Laudan cita documentos anteriores a la Primera Guerra Mundial en los que se dice que sin el imperio, la población inglesa moriría de hambre.
En nuestros días, a partir de esa difusión imperial, la cocina que pone centro en el pan y la carne –antes inalcanzables para las cocinas humildes—se expandió hacia lo que Laudan llama “cocinas intermedias”. Antes de esa época, carne y pan blando eran marcas de lujo y riqueza. En el año 2000, la carne blanda con pan esponjoso se vuelve internacional con las hamburguesas (MacDonalds es solo un ejemplo), pero la cultura es variable y mestiza y la hamburguesa no es exactamente igual en todas partes. En el 2000, en lugar de situar la comida por el tubérculo o el grano que esté en el centro de cada familia culinaria (maíz, trigo, arroz, papa, ñame, etc), para saber en qué lugar del planeta se encuentra el que come lo que debe hacerse es examinar qué tipo de hamburguesa consume (y la autora hace toda una enumeración que incluye desde Seúl a Montevideo).
Después de este resumen muy breve de un estudio ambicioso y detallado, habría que destacar otra característica importante del libro, esta vez relacionada con la experiencia de lectura. Gastronomía e imperio es escritura académica: a primera vista, no se esperaría que sacudiera emociones y recuerdos. Y sin embargo, en muchos momentos, eso es lo que sucede. Por ejemplo, a mí, como lectora lega en la cuestión “cocina”, estas páginas me mostraron la comida de una forma nueva y sobre todo, inesperada, y me hicieron entender en profundidad ciertos recuerdos personales. Basta con dos ejemplos: hace años, una persona que pertenecía claramente a la clase alta me dijo que, en la preparación de un casamiento (me invitaron a una fiesta fastuosa; para mi mirada de clase media, muy sorprendente en cuanto a la cantidad, calidad y originalidad de la comida), un detalle esencial era que el alimento sobrara. Gastronomía e imperio explica con claridad el rol del lujo en los alimentos en la diferenciación intencional de los grupos sociales. En la otra punta del espectro social, cuando una de mis hijas volvió de un cumpleaños de una compañera en la primaria pública, me dijo con un asombro que el libro también analiza: “Mamá, no había Coca, solamente agua”.
Eso, a nivel personal. Pero hay también una ampliación de la comprensión de la historia mundial, sobre todo a través de los mapas, que representan con exactitud la forma en que viajaron las familias culinarias con los imperios; y la manera en que cada región, cada grupo, tradujo esas comidas y las adaptó a su propia filosofía culinaria para respetar rasgos específicos relacionados con lo sagrado, lo tecnológico y lo geográfico.
En las “ideas finales” (un capítulo que podríamos llamar “de conclusiones”), Laudan habla de la inequidad en la alimentación y de cómo, en contra de esa exclusión, funcionaron en la Modernidad las “cocinas intermedias”, que llevaron a los grupos más desfavorecidos alimentos antes prohibidos para ellos. Esa difusión fue positiva pero impactó en la salud al aumentar las “enfermedades de la abundancia” (obesidad, diabetes, etc.). Así, el aplauso a las nuevas posibilidades de elección alimentaria entre los no poderosos debe ser cuidadoso, crítico, complejo. En palabras de Laudan: es necesario “darse cuenta de que el problema de alimentar al mundo no es sólo una cuestión de aportar calorías suficientes, sino de extender a todas las personas las opciones, la responsabilidad, la dignidad y el placer de la cocina intermedia”, todo eso, sin dejar de lado los problemas de salud.
Esa última aclaración deja claro que además de ser apasionante (hasta para quienes no nos dedicamos al tema), Gastronomía e imperio es sin duda un libro intensamente político. Empieza con una fogata y termina con una hamburguesa pero recorre nada menos que la historia de toda la humanidad. No hay nada más político que eso.