Mañana el fresno perderá más hojas. A veces espero a que caigan, una y otra vez sobre el patio cuando forman un manto corvo, cobre de audacias y estancadas prosapias de mis aficiones. Cuando las huelo me doy cuenta de que son hermosas. Cuando las miro apretujadas pienso que siempre seguirán siendo perfectas. La naturaleza parece algo que está más allá de mis razones, algo divino que en cuanto salgo de casa ya cayó la noche y mañana será de día aun cuando no encuentre razones. 

Mi biografía importa poco. Mis emociones se borran en la objetividad de un mundo que esconde razones. O las enaltece para crear mitologías y una consecuente apetencia por un logro aún más complejo que el pasado de mis intuiciones. Cada árbol, cada cuadra, cada espíritu disfrazado en las bocacalles, cada colectivo que pasa cuando es indiferente quienes lo aborden, cada interpretación a la mañana o a la noche, el sin sabor de aquello que dice “así es” y pregunta “dónde”. 

Me sustraigo, quedo sin saber de la imposibilidad de ese hallazgo transitorio, no imploro, no niego, a pie de hombre busco tres actos de un hombre sobre el hombre. En la inmediatez de cualquier gramática nada parece ilusorio. En los retratos de la naturaleza prevista por el hombre se difuminan y dispersan sus conciliaciones. Aquello que puede ser o debería ser para un concepto que no alcanza la esencia de un orbe. Los sinónimos de mis matices me permiten sentir lo único que afronto.

Lengua que escudriña para no perderse en la inmortalidad de las convenciones, digo, nombro tu nombre y escucho en las variaciones Goldberg las veces que reinterpretó cada nota, cada secuencia infinita que requería la finitud de sus aficiones. Pienso, me pregunto si esa reinterpretación no encumbraba a su naturaleza como el cuenco de una cultura que la desoye, la deja reposar para que más tarde aflore una forma que conciba las imposibilidades como excusas de sus propias aprensiones. Yo que corrijo mis impresiones y espero que alguien más descubra en mi voz el momento en el cual entrego mis razones. Yo, mi cultura y yo esperando tus memorias, siguen, persisten, en cada acto resuelvo un pensamiento que encuentra mis motivaciones. 

Recuerdo, recordaba una nota. Pensaba en mi madurez viendo a un castor de peluche conjugando una mácula. Un lenguaje precisaba de un auxilio imaginario sin desconocer su paradoja. Era imperioso, categórico, mas no callaban sus sentimientos cuando lo imposible era alejarse de una vida privada por otra. En esa noche quebrada por un accidente ocioso intuí que mis prejuicios eran propios. Aun cuando creía lo contrario imaginaba las letras de una palabra para pronunciar en mi mente lo que estaba abierto a un lenguaje analógico. Veía y veía el temor de reproducir la imposible intimidad de mi rechazo como de mi sorna. Era tan natural, parecía tan mía la vida de esos ciervos negados por la banalidad de una caza que se levantaba con los cimientos de una monstruosidad que carcomía todo, la vida y la muerte en un instante efímero, imperecedero, infructuoso. 

Legarán mañana, el día, la noche, los cuadros que revisito cada vez que pienso en lo que podés estar haciendo, acá y allá detrás de una puerta que se abre en un pedazo de tiempo recogido para otros. Ayer, quizá, no había otra intención; hoy nunca es prematuro creer en un proyecto que reemplaza a otro. Indefinidamente en un presente que no tiene retorno. Por la ventana los setos, los tenedores, platos y cuchillos sin instrucciones, cuando te veo conversando con tus hijos de la ética de nuestras acciones, siempre creí que era lo más noble. Tu casa, mi casa, afuera la esperanza de elegir que nos compete a todos, ni unos, ni otros. Canto que trae un acontecer que no era de nuestros antepasados, como tampoco era nuestro advenir en un tiempo que cuidaba nuestros propósitos. Porque era vida al otro día esperábamos todo menos que el tiempo fuera otra cosa. 

Como un niño, como un adulto, una mujer y un hombre nunca jamás llegarían a presentir otro orden. Acá, en casa, tengo un girasol, pequeñas hojas de fresnos, dibujos de fresnos con las hojas resecas, como reseca era la tierra de una mañana de enero que daba cuenta de su inequívoca naturaleza. Elijo, creo, lo dado y lo abyecto, la postura en un hueco, digo “no puede lo que no puedo”; miro el horizonte, desde acá su figura reemplaza a un molde, a una réplica uniforme. Un hombre biológico y una mujer psicológica, en los orígenes de un siglo donde no comenzaba otro la consecuente negación de un adorno, un decoro. Si digo otra cosa no la ignoro, pero la arquitectura desconocía la majestuosidad de un pasado fundado en cuero y adobe, representaciones de estilos plumiformes, “¡aquí y ahora!”. Pienso, recuerdo por las ventanillas del colectivo donde quedaban rezagados los monjes, un lenguaje tan parecido a otro que no comprendía por qué un niño (¿ese niño?) aparecía cuando aparecían las situaciones enmarcadas por los adultos. Como en un sueño un lenguaje lógico, lo auténtico era lo más parecido a sí mismo. Pero entonces había risas, y si había risas alguien podría estar sufriendo. Otra algarabía de niños con expresiones comedidas llegaba. 

Desde afuera pensaban el vacío. En fila india caminaban sin encontrar esos banquitos escolares tan suyos. Recuerdo cuando te sentabas a leer el diario y yo escuchaba el zumbido de un moscardón, como si la inmoralidad de una pluma cayera sobre el texto consciente de sus límites, completaba con un racimo de experiencias la incompleta inteligencia que no estaba antes ni después de un inevitable soliloquio, cuando decía “tiempo”, “mosca”, “el tiempo vuela”, “la mosca vuela”, y caía rota, porque parecía que mis fantasías quedaban en el trastero de preguntas, pensando cómo una mujer podía ser una mujer si despreciaba su lógica. Entre una urna, un inodoro, la cultura, el arquetipo de una arquitectura funcionalmente de todos, no sé qué será del registro de una cámara, de la tuya, de la mía, de una mañana en un día que aún hoy reconozco, a veces desciendo como el ojo de un tigre para prever contenciones. Otras me acercó a lo indecible, a la metáfora de un gesto porque regresó de un ojo su futuro predecible, incierto, querible. Cuando ese universo se abrió presencié las palabras de tu padre. También el mío había barrido las ansiedades. 

Su manera tenía una pausa que me llevaba a pensar lo mismo antes de comparecer ante un juicio indiscutible. Quizá estaba escrito con caracteres que no entendía, y entonces parecía mejor esperar otro día, otra mañana para hablar de aquello alborotado o temible. Y si era un aparente prefacio de lo que veíamos, escribíamos o dejábamos dicho, porque una parte del mundo podía ser tuya, mía, acaso un almácigo de vivencias que decían lo que creíamos, entonces para qué callar lo que entreveíamos, para qué ocultarnos de un ejemplo que llevaba la simpatía de un espacio compartido. En sí mismas, fuera de sí, era inútil evitar o levantar cualquier categoría. Ahora podías, ya el mundo tenía el desdén y la cortesía de lo posible.