Uno de los placeres de esta vida es escuchar a Carlos Moreno hablar de edificios patrimoniales, de preferencia de los más viejos que tengamos. Moreno es arquitecto, especialista en restauración, vocal de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos, asesor de varios organismos históricos y profesor en varias universidades. Quizá su título más revelador sea el de asesor sobre “autenticidad” de las estancias jesuíticas de Córdoba y de la Quebrada de Humahuaca: Moreno es de los que saben cuándo los fabricantes de baldosas adoptaron el sistema métrico y qué sección de barra de hierro identifica a una reja del siglo 18. Para mejor, es un gran conversador, con lo que este tipo de detalles termina siendo una de detectives.

Para tener una idea del estilo, ahora se puede visitar la Quinta de Pueyrredón y después leerse el libro que Moreno acaba de publicar sobre el lugar, “Hablando con las paredes, el Museo Pueyrredón la casa y su gente”. El título no es casual porque el tema de la obra es la evolución material del edificio, de su tipología y de su uso. Es notable, pero en unas setenta páginas con fotos y dibujos, Moreno explica de dónde salieron las chacras porteñas, cómo la aldea de mil habitantes de 1622 despega realmente en 1776, cuando se transforma en capital virreinal, y cómo hay un perceptible cambio de materiales, técnicas y estilos al abrirse el comercio luego de 1810. 

Esta evolución le da origen al pueblo de San Isidro y explica la misma existencia de la casa de los Pueyrredón, que arrancó como una casa de campo en el sentido de un campo de trabajo y se transformó en quinta, con la asociación de lugar de placer, mucho después. Esto también condiciona su arquitectura, porque la casa rural colonial solía ser un par de ambientes donde se dormía y nada más, con los servicios distribuidos en ranchos simples alrededor de la casa y un ombú como living. Sólo en el siglo 18 comienzan a aparecer lujos como puertas de madera -y no un cuero colgado como cortina-, goznes de metal, rejas y hasta algún mirador. Para darse una idea, una muestra de opulencia era tener un piso de material en el ambiente de recibir, en lugar de tierra pisada. Este cambio se ilustra con una clarísimas acuarelas que muestran lo que va de la Hacienda de Figueroa, un rancho largo de 1755, a la chacra de Santa Coloma en 1805, una casa con galería y huerto con muro.

Lo que hoy es el museo Pueyrredón arrancó así, pero para el 1600 ya tenía tres ambientes con puertas y ventanas, y hasta “serraduras y llaves”, según un testimonio de la época. Para 1770, cuando el doctor José Luis Cabral heredó la casa, su uso comenzó a tener un lado recreativo, porque el dueño vivía en la pequeña ciudad porteña y pasaba temporadas en su campito, cabalgando y sufriendo menos el verano. Según especula Moreno, fue este Cabral el que reconstruyó y amplió la casa dándole aproximadamente la planta y la impronta que todavía vemos. No era una quinta y listo, era un campo en producción con 48.000 durazneros y muchas hectáreas forestadas para proveer madera y leña al mercado urbano. 

En 1808, compra el campo el comerciante español Francisco Tellechea, que siete años después la pasa como una suerte de dote a su hija María Calixta, que se casa con Juan Martín de Pueyrredón. En 1816, Pueyrredón es elegido Director Supremo y su quinta pasa a ser una suerte de residencia presidencial, con muchas reuniones sociales y políticas porque el mandatario sólo iba a la ciudad si se lo pedían de urgencia. En 1823 nace su único hijo legítimo, Prilidiano, que creció en ese campo en el que su padre, alejado de la política, se dedicaba a la horticultura. Un plano de 1834 muestra el casco de la quinta como es hoy, con su edificio secundario ya en su lugar, y un huerto formal creado canónicamente como los de la Enciclopedia de Diderot.

En esos años Prilidiano y su familia pasan largas temporadas en Brasil y Francia, donde se educa y se recibe de ingeniero. No son muchas las obras de este Pueyrredón, pero son notables: la actual pirámide de Mayo y la actual Quinta Presidencial de Olivos, más una reforma a la galería de la quinta de su padre. Poco dura este período y ya en 1856 Prilidiano le vende la casa y sus tierras a su sobrino. Así comienza el período de los Aguirre, que terminaron alquilando la quinta al presidente Sáenz Peña -segunda vez que el lugar funcionó como segunda casa de gobierno- y ya en el siglo 20 la fueron subdividiendo y loteando. Que la quinta en sí se haya salvado y mantenga un par de hectáreas de su parque más cercano se debe al amor de dos de los Aguirre y a la lucidez de la municipalidad de San Isidro, que la rescató. En 1941, el lugar fue declarado uno de nuestros primeros monumentos históricos nacionales.

El final del libro es un pequeño catálogo fotográfico de materiales que hacen a la casa y que van mostrando cómo cambiaron los pavimentos del ladrillo artesanal a la baldosa calcárea inglesa, pasando por terracotas de Le Havre, o cómo se identifican hierros artesanales criollos y piezas industriales de fines del siglo 19. Realmente, es para tomar el libro de Moreno y recorrer la casona viendo, por fin, el palimpsesto de materialidades que es un edificio de esta edad.