No recuerdo con exactitud las fechas, cuándo comenzó, si se interrumpió en setiembre o en octubre de 2014; sé que fueron más de dos años. Ya había estado deprimido en otras ocasiones, a los 20 y a los 35, pero éste, el de la mediana edad, fue un derrumbe casi infinito. Uno de los psicoanalistas con los que me traté, como yo insistía en querer describir los síntomas con precisión y nunca lo lograba, me sugirió que llevase un diario de la enfermad, para ver si con las herramientas de mi oficio podía conseguir algún resultado satisfactorio, o al menos distraerme y limitar el desborde de la angustia hacia la desesperación. No pude hacerlo, ni siquiera lo intenté. Tuve que esperar a lo que más tarde llamé "el tiempo de la convalecencia", para recuperar las ganas de escribir. Volvieron, nunca lo hubiese imaginado, renovadas, en fuerza y orientación. Eran ganas de otra cosa.

En el Prefacio a la segunda edición de la Gaya ciencia, Nietzsche habla del "agradecimiento" del convaleciente después de recuperar la salud en forma inesperada, de la "voluptuosidad de un agradecimiento triunfante", en el que se afirma, como nunca antes, el amor a la vida. Como nunca antes, por la diferencia de intensidad (la que corresponde a los placeres del recomienzo, después de un tiempo de privación) y porque se ama de otro modo, con sereno entusiasmo, y la certeza de que casi nada de uno mismo debe tomarse demasiado en serio.

Apenas comenzado el tiempo de la convalecencia, empecé a llevar un cuaderno de apuntes en Facebook, que enseguida tomó la apariencia y cumplió las funciones de un diario personal, para ejercitarme en registros y retóricas ajenos a mi oficio de crítico literario, primero, para aventurarme en algo que, ironizando, llamé "intimismo espectacular", después. Entre octubre de 2014 y diciembre de 2015, llevé el diario de un crítico y un profesor, el de un padre y un huérfano, el de un moralista improvisado, y el de alguien que se reconocía como sobreviviente de una depresión. El cuaderno virtual de ejercicios literarios fue también un cuaderno de ejercicios espirituales destinado al cuidado de la "salud mental" del diarista, la bitácora de un proceso de convalecencia que acaso no hubiese podido apreciar en sus diferentes matices, en la heterogeneidad de sus movimientos, de no haber  adquirido el hábito de anotar algo -impresiones, recuerdos, ocurrencias‑ para componer cada jornada con los recursos de lo imaginario.

Para alguien acostumbrado a la retórica de la argumentación, los ejercicios sintácticos de un diarista plantean exigencias ascéticas a las que no siempre podrá responder. Las que se derivan de la necesidad de radicalizar la pauta interrupción/recomienzo, y de la conveniencia de apostar a la elipsis en todos los niveles (suprimir las conjunciones, las transiciones; suspender sin concluir; sugerir sin presentar; afirmar y no ofrecer pruebas), arriesgándose al equívoco o el malentendido. Más peligroso es el requerimiento de escribir sobre uno mismo sin la prótesis de los gestos críticos, para registrar y explicarse las rarezas de lo trivial. Hay que aprender a no retroceder frente a la propia estupidez, cuidar también de ella sin cortejarla, sin abandonarse por completo a las seducciones del sentimentalismo y la autocelebración. Diría que pocas veces se logra.

La auténtica teoría de la literatura es, según los románticos alemanes, la literatura misma en estado de reflexión irónica. Un día, en mi diario de escritor en Facebook, para bromear entre amigos y poner a prueba una convicción, anoté esta derivación de aquel postulado: la auténtica teoría de las escrituras de sí mismo es su práctica, reflexiva e irónica, en cualquier soporte, incluidas las abrumadoras redes sociales.  Con los tonos de una nueva edad, metódicamente irresponsable, quise aludir a mi propia búsqueda de una "tercera forma", la que correspondería a los deseos de un ensayista dispuesto a sobrevivir al eclipse de sus pasiones críticas.

Transcribo dos entradas de ese diario, para despertar el interés de posibles lectores (bajo el título El tiempo de la convalecencia, la editorial rosarina Iván Rosado lo publicará como libro en junio de este año).

6 de julio de 2015

Corrijo un ensayo sobre La tentación del fracaso, el diario de Julio Ramón Ribeyro, que escribí mientras estaba mal. Si uno no cede por completo a las demandas profesionales -las de la crítica académica‑, se escribe sobre la intimidad de otro para entrar en intimidad con lo que aparece como un misterio a plena luz del día (esa vida como proceso errático) y el diálogo comienza con el descubrimiento de puntos de identificación. "Mayo [de 1973]. Lo que no he aprendido en mis cuarenta y cuatro años de vida ni aprenderé nunca es a vivir. Saber vivir: frase banal, hecho capital". Con casi diez años más que el diarista, pude suscribir el autodiagnóstico, que en mi caso tomaba una inflexión acaso más banal: lo que no había aprendido, y temía no poder aprender, era a vivir la existencia de un adulto responsable. Hoy diría, con alguna convicción, que lo que acaso estaba aprendiendo mientras sufría por no haber "madurado" ‑si es que cabe hablar de aprendizaje para referirse a episodios de angustia severa‑ era a vivir sin la orientación de ciertos ideales, como el de la adultez responsable, cuyo valor había sostenido sin reservas hasta ese momento, aún a costa de prolongados sufrimientos. Sé que hay un ensayo de Freud que trata sobre esto, la tentación del fracaso disfrazada de condena, pero todavía no lo leí. En lo que no podía identificarme entonces era en el orgullo que Ribeyro siente la mayor parte del tiempo cuando verifica la condición de inadaptado, la presunción de que algunas cosas suceden sólo si no se cumplen expectativas razonables: la vergüenza y la culpa no me dejaban siquiera flotar en alguna forma de aceptación. Me hundía.

No hay semana en la que no piense, por lo menos una vez, qué apropiado sería que nos enseñaran, desde chicos, cómo hay que hacer para intentar tranquilizar a quienes sienten inquietud o miedo (advirtiéndonos que sólo es posible intentarlo y que no es raro que el desesperado se resista a abandonar su condición). No hace falta convertirse en psicoanalista. Alcanza con no rechazar el espectáculo del sufrimiento, incluso si se advierte la puesta en escena, declarándolo innecesario, ilusorio o irresponsable. Los juicios morales sólo sirven para establecer relaciones de sometimiento, lo mismo que la compasión. Deleuze, en plan estoico, diría que alcanza con querer el acontecimiento de la angustia o el temor, con plegarse a su acontecer para descubrir los puntos de incisión, en lugar de inmovilizarlo cuanto antes bajo el peso de una consigna ("Deberías ponerte bien, si sobran razones"). Yo diría que alcanza con querer entrar en intimidad con la intimidad del sufriente: aproximarse, desde la identificación, a la extrañeza radical de lo que le ocurre, a ver si se puede algo.

19 de septiembre de 2015

Lo dice en una sola frase, como si hubiera encontrado la forma de contener y explicar el fastidio. Dice que el amor, eso que nos inclina hacia la proximidad con otro, no es algo que se pueda pedir, solo se da o se recibe sin premeditación; que cuando alguien pide amor, en verdad reclama otra cosa, reconocimiento o sumisión, pero no amor, eso que nos inclina porque sí hacia la proximidad con otro y se da o se recibe sin premeditación.