Malena Morgan y Little Caprice en RedTube, chicas en cuatro con la bombacha y nombre de vivir en Caballito, recitales de El mató y vestuarios de canchitas fútbol 5, la historia de la histeria, virulazos indoor y un viejo que está entre un Enrique Symns de la fotografía de rock y un loco Houseman de los bares, aunque porte el quemero pero más contemporáneo nombre de Ramón Avila. Todo eso está, pero lo mutante en La disolución, segunda novela del periodista, crítico y escritor Diego Erlan (1979), no habita sus personajes sino el sino trágico aún en lo esplendoroso de su encuentro, y cierta cosa de checkpoint fichinera: a Simón algo de lo que busca se le tiene que dar.
Uno de sus problemas es Monserrat, una de esas personas que son apariciones indomables, con una fuerza un poco artística, siempre carismática y psicótica, y que desde el anonimato de la trasnoche offline se convierten en culto de unos pocos que la disputan en el fracaso contante de encapsularla. El otro es cómo reemplazar la zanahoria de su crudiveganismo sentimental: qué venía a cubrir la border ésta –de quien de pronto cree tener que hacerse cargo, recién liberado de la dependencia de su padre, y para nunca decidir ocuparse de sí mismo–, cuándo se pasan los tracks del grandes éxitos de su corta pero ancha relación, con quién acojonarse por todos los males y de quién ser devoto.
Monserrat le dice a Simón que él no tiene derecho a convertir el rock en bolero, como si aquel fuera el leño verdadero y éste las brasitas empanadas de ceniza de las parrillas post asado. Ella tiene cara de velocidad, y sobre todo nariz, en esta obra que parece ser de amor y después de obsesión, o era de iniciación y ponele que de revancha, y al fin, en sus movimientos woodyallenescos pese a la sordidez, sobre cómo todo es igual si uno lo usa para la soledad interna (eso es Moris y no está en el libro, pero si Belle & Sebastian, Pulp, Libertines, Waits).
¿Hasta dónde deshuesan esas obsesiones fulminantes como la que Simón y su nunca suya Monserrat se histeriquean? Después de frenar en su primera obra, El amor nos destrozará, ante la construcción de identidad desde la ausencia en la niñez (Agustín nunca dejó de ser “el hermano de Soledad”) acá opera sobre la reafirmación de esa identidad ante una otredad esquiva en la juventud.
Acá tal vez haya un relato posmo, pero no una narrativa tal. Erlan construye con ritmo y destella en la sencillez sentencias memorables, indaga laberintos y faunas clásicas, entre cómo conseguir falopa y la deriva situacionista, las remeras de Velvet Underground, el vértigo y el sadismo. Su escritura es lo único sólido de una novela que se desvanece en el aire: tal vez la paradoja espacio-temporal sea que mientras Simón se dispone a todo por Monserrat, ella también se dispone a todo por Monserrat.