Cunde una falsa dupla que bien podría estar impidiéndonos entender algunas afecciones instaladas: la oposición “virtualidad” “presencialidad” no es tal. Es un error de incalculables consecuencias porque no son términos opuestos. Mientras la gente pregunta: “¿Atiende presencial o virtual?” y los decretos dictaminan: “No habrá clases presenciales, sólo virtuales” lo que se está desconociendo es que presencias hay siempre, aún en la virtualidad por supuesto. 

Estamos habitados por presencias, hasta invadidos o asediados por ellas. Y hasta podría declararse como un enigma el hecho de que ciertas presencias estén en nosotros más allá de nuestra voluntad, inexplicables en su persistencia. Es frecuente la experiencia sensible de la nítida fuerza que logra adquirir la presencia de alguien ausente, reciente o de hace años. Casi llegamos a sentirnos como una caja de resonancia de múltiples presencias con las que somos convivientes.

 ¿Acaso nuestros diálogos interiores no están más dirigidos a presencias que a personas reales? ¿Cómo podría ser esta dimensión contraria a la virtualidad? Es un disparate instalado en el discurso social que seguramente debe haber venido a escamotear lo verdaderamente en juego que le pasa a la gente.

Las pantallas de teléfonos y computadoras, los mensajes de whatsapp, son planos de proyección de presencias, con la particularidad técnica de colgar figuritas animadas o frases inanimadas que, apagándose o iluminándose, nos dejan en la oscuridad existencial de no habernos relacionado verdaderamente con nadie. Y esto sucede porque lo que se esconde bajo la alfombra es, nada más ni nada menos que, el cuerpo. La verdadera oposición que se ha encarnado en la monotonía de nuestra vida diaria es: cuerpo presente, cuerpo ausente, al modo en que decimos “poner” el cuerpo, o “sacar” el cuerpo. Entonces, ¿nos encontramos poniendo el cuerpo frente al otro o haremos una cita sacando el cuerpo? ¿Acordaremos un encuentro cuerpo presente o lo restaremos, lo escabulliremos y haremos caer al cuerpo de la escena con el otro? Por el abismo de esa diferencia es que hoy se instaura el principio de nuestra realidad.

Las imágenes en pantallas no son cuerpo. Simplemente porque una cosa es un cuerpo y otra, una imagen. Las imágenes fascinan, capturan y detienen en estado hipnoide, agobian mentalmente y cansan la visión, adormecen, atontan, bajan la tensión; por el contrario, el cuerpo perturba, desacomoda, gusta y disgusta al unísono, despierta, es fuente de creación de energía y de libido, no de su agotamiento, atrae y aleja, nos coloca en una tensión por resolver. 

Freud pensaba que si uno no pone o no siente en cierto riesgo su cuerpo, no hay realidad humana posible. Esta intuición genial, que llamó con una imagen aterradora complejo de “castración inconciente”, nos da una medida espeluznante de los bordes en los que va pasando la vida actual. Mientras las imágenes llevan a la inhibición, con el cuerpo hacemos síntomas. ¿Y qué hay en el medio? La angustia.

 

Un fenómeno frecuente cuando descubrimos o tropezamos con la presencia del otro con quien nos estamos relacionando es que sufrimos una interferencia al hablar, se nos corta la frase, las palabras dichas quedan interrumpidas, no sabemos cómo seguir, como si se nos cortara o perdiéramos el hilo y somos llevados a recomponernos para recuperarlo. 

A veces es un instante, casi imperceptible, una conmoción mínima, o no tanto, porque claro que la hemos sentido, nos hemos dado cuenta de una presencia, esa dimensión que nos hace perdernos en nosotros mismos, no encontrarme en mi propio cuarto y dejar de ignorar lo que me pasa; esa reversión y de pronto entra a jugar un boomerang. ¿Y el cuerpo? Bien puede funcionar como el límite necesario a la dimensión loca del narcisismo humano.